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– Vuelve a la entrada -dijo Vera-. Haz lo que haces normalmente como si no pasara nada. Al cabo de un rato llámame un taxi y dices que voy al hospital. Si viene la policía les dices que he vuelto a casa porque me sentía mal pero que al cabo de un rato me sentía mejor y decidí volver al trabajo.

– Oui, mademoiselle.

Oven observó desde la penumbra del umbral de la cocina y vio a Philippe salir de la habitación y venir hacia él por el pasillo. Levantó inmediatamente la Walther y se echó hacia atrás fuera de la vista. Luego oyó cómo se abría la puerta de entrada y se cerraba. Después no hubo más que silencio.

Aquello quería decir una cosa. El conserje se había marchado y Vera Monneray estaba sola en el apartamento.

Capítulo 58

Desde la oscuridad de la cabina del Peugeot, los inspectores Barras y Maitrot vislumbraban la luz encendida del salón de Vera Monneray. Las instrucciones de Lebrun a todos los inspectores asignados a la tarea de seguir a Vera habían sido tajantes. «Si sale del hospital seguidla y luego llamad para informar. No os apresuréis a hacer nada a menos que las circunstancias lo justifiquen.» Que las circunstancias «lo justificasen» significaba que ella los condujera «adonde Osborn», o «donde un sospechoso» que pudiera conducirlos donde Osborn.

Hasta el momento tenían una orden de detención contra Osborn pero nada más. Seguir a Vera no había sido más que un simple ejercicio. Había salido del apartamento la mañana del domingo temprano, había llegado al hospital Sainte Anne a las siete menos cinco. Había permanecido allí. Barras y Maitrot habían relevado el turno a las cuatro y aún no había sucedido nada.

De pronto, a las seis y cuarto había llegado un taxi a la entrada principal. Vera salió corriendo y se fue en el taxi a toda velocidad. Barras y Maitrot llamaron por radio para avisar que la seguían y un segundo coche cogió el relevo en el hospital.

Pero el seguimiento sólo los había llevado de nuevo a su apartamento y ella había entrado. Los policías se limitaron a esperar decepcionados y a mirar de vez en cuando la luz de la ventana del salón esperando ver qué sucedía.

Arriba, Vera dejó la cortina y se apartó de la ventana del dormitorio hacia la oscuridad. El reloj de su mesa de noche marcaba las siete y veinte. Había salido del hospital hacía algo más de una hora para tomarse libre parte de la noche, explicó, debido a intensos calambres menstruales. Si se presentaba una urgencia, podría regresar de inmediato.

Si hubiera tenido tras de ella sólo a la policía de París, las cosas habrían sido diferentes y así se había confirmado la noche anterior al ver la reacción de Lebrun ante las insistentes preguntas de McVey. Pero McVey no tenía ese tipo de reservas. Vera lo adivinó en sus ojos cuando lo conoció. Eso lo convertía en alguien sumamente peligroso si uno lo tenía en contra. Aunque McVey fuera americano, la policía de París, al menos los inspectores asignados a ese caso, aunque no se dieran cuenta estaban totalmente subordinados a él. Ellos harían lo que él quería que hicieran, de un modo u otro. Por eso pensaba que el hombre alto que se había presentado ante Philippe con el frasco era un impostor. Era parte de un truco que le quería convencer de que Osborn estaba en peligro y la iba a obligar a conducirlos hasta él. La policía allí fuera -porque Vera estaba completamente segura de que los hombres en el coche de allí fuera eran de la policía- demostraba que no se equivocaba. Sonó el teléfono a su lado y ella respondió.

– Oui? Merci, Philippe.

El taxi la esperaba abajo.

Vera entró en el cuarto de baño y abrió una caja de Tampax. Sacó un tampón de la funda y lo tiró al water. Luego dejó la funda y el paquete en el cubo debajo del lavabo. Si la policía registraba cuando se hubiera ido y luego la interrogaban, al menos habría dejado la prueba de la razón por la que había vuelto a casa. Considerando quién era, no insistirían.

Lanzó una mirada al espejo, se arregló el pelo y quedó mirándose un instante. Todo lo que había sucedido con Paul Osborn había sido normal hasta el momento. Al verlo por primera vez en Ginebra durante su ponencia, Vera se había sentido invadida por un sentimiento de cambio, de acecho del destino. La primera noche que pasó con él no experimentó más sentimiento de engaño hacia Francois que el que habría sentido con su hermano. Luego se dijo que no había dejado a Francois por Osborn. Pero eso no era verdad, porque lo había dejado precisamente por eso. Y puesto que así era, lo que estaba haciendo ahora era correcto. Osborn estaba metido en un lío y la legalidad no importaba.

Apagó la luz del cuarto de baño y cruzó la habitación a oscuras. Se detuvo una vez más a mirar por la ventana. El coche de la policía aún estaba allí y el taxi justo al lado del edificio.

Cogió su cartera y salió al pasillo pero entonces se detuvo. Vio que las sombras proyectadas por las farolas de la calle bailaban en el techo del salón y en el pasillo donde se había detenido.

Algo raro sucedía.

Antes, la luz del salón estaba encendida. Ahora estaba apagada. Ella no la había apagado y Philippe tampoco. Tal vez la bombilla se había fundido. Sí, debía de ser la bombilla. De pronto se le ocurrió que se equivocaba. Que los hombres de fuera no eran policías, que podía tratarse de un par de ejecutivos conversando o de dos amigos, o eran un par de amantes. Incluso el hombre alto no debía de ser un policía. Su primera intuición podía ser acertada. El asesino había encontrado el frasquito de antitétanos y se lo había entregado a Philippe para que lo condujera hasta Osborn.

¡Dios mío! El corazón le latía tan fuerte que estaba a punto de explotar. ¿Dónde estaba ahora? ¿En alguna parte del edificio? ¡Incluso allí dentro! ¿Cómo podía haber sido tan tonta como para decirle a Philippe que se marchara? «¡El teléfono! ¡Cógelo y llama a Philippe! ¡Date prisa!»

Se volvió para encender la luz. De pronto una mano poderosa la cogió por la boca y la arrastró hasta que sintió el contacto con el cuerpo de un hombre. Al mismo tiempo sintió la punta afilada de una navaja contra el mentón.

– No tengo intención de hacerle daño pero si no hace exactamente lo que le digo, no tengo alternativa. ¿Me ha entendido?

El hombre era muy pausado y hablaba francés pero con acento holandés o alemán. Aterrorizada, Vera intentó pensar pero tenía la mente en blanco.

– Le he preguntado si ha entendido.

La punta de la navaja se le hundió en la piel y ella asintió.

– Vale -dijo él-. Vamos a salir del apartamento por la escalera de servicio detrás de la cocina -dijo el hombre con voz calmada y decidida-. Voy a retirar mi mano de su boca. Si hace un solo ruido le rasgaré el cuello. ¿Me entiende?

«¡Piensa, Vera! ¡Piensa! Si vas con él te obligará a llevarlo donde Paul. ¡El taxi! ¡El chofer se pondrá impaciente! Si ganas tiempo Philippe volverá a llamar. Si no contestas, subirá.»

De pronto se oyó un ruido frente a la puerta a unos cinco metros. Vera sintió que el hombre se tensaba detrás de ella y la hoja de la navaja se deslizó cruzándole la garganta. En ese momento se abrió la puerta y Vera lanzó un grito contra la mano que le cubría la boca.

En el umbral recortado contra la luz estaba Paul Osborn. En una mano sostenía la llave del apartamento y en la otra la pistola automática de Kanarack. Vera y el hombre alto estaban casi en completa oscuridad. Pero daba lo mismo. Ya se habían visto.

Un dejo de sonrisa le cruzó los labios a Oven. En un abrir y cerrar de ojos lanzó a Vera a un lado y en su mano apareció la navaja. Al mismo tiempo, Osborn levantó el arma y le gritó a Vera que se tirara al suelo. Oven aprovechó ese instante y le lanzó el cuchillo al cuello. Osborn levantó la mano instintivamente. El estilete le dio con fuerza y se la clavó contra la puerta como con un dardo.

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