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Tanto Osborn como el camarero habían mencionado el detalle de que el hombre llevaba una barba con la «espesura de las cinco de la tarde». Aquello coincidía con sus costumbres y aspecto de trabajador, y era razonable suponer que el hombre volvía a casa del trabajo, y dado que se había detenido al menos dos veces, daba pie a pensar que tenía la costumbre de hacer una pausa en el camino. A Packard sólo le quedaba dar una vuelta por otros cafés del sector entre las dos cervecerías. Si eso no daba resultados, se abriría en triángulos a partir de cada punto, hasta que encontrara otro café donde alguien reconociera el dibujo de Paul Osborn. En cada ocasión, mostraría su identificación, diría que se trataba de un hombre desaparecido y que la familia lo había contratado para dar con su paradero.

Ya en el cuarto intento, Packard habló con una mujer que reconoció el rudimentario retrato. Trabajaba como cajera en un café de la calle Lucien, cerca del bulevar Magenta. El hombre del dibujo había pasado por allí, un día sí y otro no, durante los últimos tres años.

– ¿Sabe usted cómo se llama, señora?

Ante aquella pregunta, la mujer levantó una mirada suspicaz.

– ¿Dice que está investigando para la familia y resulta que no sabe su nombre?

– Lo que pasa es que un día adopta un nombre, y al día siguiente otro.

– ¿Es un criminal?

– Está enfermo…

– Lo siento, pero no sé su nombre.

– ¿Sabe usted dónde trabaja?

– No, pero suele llevar una especie de polvillo fino sobre la chaqueta. Lo recuerdo porque siempre está intentando sacárselo de encima. Como un tic nervioso.

– He descartado las empresas de construcción porque los obreros de la construcción no suelen llevar cazadoras deportivas cuando van al trabajo ni cuando vuelven. Ni, desde luego, cuando trabajan -sentenció Packard. Pasaban algunos minutos de las siete de aquella noche cuando el detective se sentó a conversar con Paul Osborn en un rincón oscuro del bar del hotel. Packard le había prometido que se pondría en contacto con él dos días más tarde. Ahora tenía noticias antes de lo previsto-. Al parecer, nuestro hombre trabaja en un sector donde se deposita un residuo de polvo en su cazadora cuando queda colgada durante las horas de trabajo. Pasando a criba las empresas en un radio de mil quinientos metros a partir de los tres cafés, más de lo que normalmente suele caminar la gente después de la jornada laboral, hemos podido restringir razonablemente su profesión a los cosméticos, los químicos en polvo o los productos de repostería.

Jean Packard hablaba en voz baja. Sus informaciones eran breves y explícitas. Pero Osborn lo escuchaba como en un sueño. Una semana antes estaba en Ginebra, inquieto y preocupado por la ponencia que presentaba al Congreso Mundial de Cirugía. Siete días más tarde, se encontraba a oscuras en un bar, en París, escuchando a un desconocido confirmándole que aquel hombre estaba vivo. Que caminaba por las calles de París. Que vivía, trabajaba y respiraba allí. Que el rostro que él había visto era real. Que la piel que había tocado, la vida que había sentido entre sus dedos, aun cuando intentara sofocarla, era real.

– A esta hora, mañana, le facilitaré un nombre y una dirección -dijo Packard, y dio su informe por terminado.

– Bien -se oyó decir Osborn-. Muy bien.

Jean Packard lo miró un momento antes de levantarse. No le incumbía saber qué haría Osborn con la información cuando la tuviera. Ya había visto esa mirada en otros hombres. Distante, turbulenta y resuelta. No le cabía la menor duda de que ese Kanarack, cuya suerte estaba librando al americano sentado ahora enfrente de él, tenía sus horas contadas.

De vuelta en su habitación, Osborn se desnudó y se dio la segunda ducha del día. Lo que intentaba era no pensar en el día de mañana. Cuando tuviera el nombre del tipo, cuando supiera quién era y dónde vivía, ya pensaría en lo demás. Cómo interrogarlo y, luego, cómo matarlo. Pensar en ello ahora era demasiado difícil, demasiado doloroso. Le recordaba todo lo que había de oscuro y terrible en su vida. La pérdida, la rabia y la culpa, la ira, el aislamiento y la soledad. Temor al amor, porque pensaba que lo despojarían de él.

Tenía la mitad de la cara cubierta con espuma de afeitar y limpiaba el vapor del espejo cuando sonó el teléfono.

– Sí -dijo en seguida, pensando que llamaba Jean Packard para explicarle algún otro detalle. No era Jean Packard. Era Vera, y le decía que lo esperaba en la recepción. ¿Era posible dejarla subir a su habitación?, preguntaba, ¿o tal vez estaba con alguien? ¿O tenía otros planes? Ella era así. Correcta, atenta, casi ingenua. La primera vez que habían hecho el amor le había pedido permiso para tocarle el pene. Venía, explicó, a decirle adiós.

Sólo tenía una toalla puesta cuando abrió la puerta y la vio en el pasillo, temblando, los ojos humedecidos por las lágrimas. Ella entró y él cerró la puerta, y luego la besó y ella lo besó a él y se abrazaron. Sus ropas quedaron desparramadas por todas partes. El tenía sus labios sobre sus pechos, y la mano, en la oscuridad, entre sus piernas. Hasta que ella las abrió y él la penetró con alegría y todo se transformó en risas y lágrimas y en un deseo insondable.

Nadie decía adiós de aquella manera. Jamás. Nadie lo había hecho ni lo haría nunca.

Nadie.

Capítulo 9

Se llamaba Vera Monneray. La había conocido en Ginebra cuando, después de leer su ponencia, ella se acercó a presentarse. Le contó que era licenciada por la Facultad de medicina de la Universidad de Montpellier, y que cursaba su primer año de residente en el hospital St. Anne, en París. Estaba sola y celebraba sus veintiséis años. No supo explicar cómo había sido tan directa, pero él le había llamado la atención desde el momento en que comenzaba su discurso. Había algo en él que la incitaba a conocerlo. A descubrir quién era. A pasar un momento con él. En ese momento, no sospechaba si estaba casado o no. Ni le importaba. Si él le hubiese dicho que estaba casado, que tenía una mujer, o que estaba ocupado, ella le habría estrechado la mano, le habría dicho que su ponencia le había impresionado y se habría despedido. Y no habría sucedido nada.

Pero él no había dicho nada de eso.

Salieron y cruzaron el puente peatonal sobre el Ródano hasta llegar al casco viejo. Vera era una persona brillante y llena de vida. Tenía el pelo largo negro, casi azabache, y se lo recogía hacia un lado y lo sujetaba detrás de la oreja, y aunque hablara con toda la vehemencia del mundo, el pelo permanecía donde estaba sin soltarse. Tenía los ojos casi igual de oscuros, unos ojos jóvenes y ávidos de la larga vida que tenía por delante.

Al cabo de veinte minutos después de haberse conocido, se habían cogido de la mano. Aquella noche cenaron juntos en un pequeño restaurante italiano muy cerca del barrio de las putas. Resultaba curioso pensar que había una calle para las prostitutas en Ginebra. La reputación del país, basada en el chocolate, en los relojes y en su aura de sobriedad como centro de las finanzas internacionales, no acababa de encajar con las faldas ceñidas y abiertas a un lado que llevaban las fulanas en la calle. Pero ahí estaban, habitantes del par de manzanas que les habían destinado. Vera observó cuidadosamente a Osborn al pasar junto a ellas. ¿Se sentía inhibido, molesto? ¿Tal vez consumía en silencio la mercadería o simplemente vivía la vida sin complicaciones? «Todo junto -pensó-. Todo junto.»

Y durante la cena, como sucedió en el transcurso de la tarde, pasó algo parecido, una silenciosa y tierna exploración entre un hombre y una mujer que se habían sentido instintivamente atraídos el uno por el otro. Cogerse la mano, intercambiar miradas y, finalmente, buscar en lo profundo de los ojos del otro.

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