Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– ¡Dios mío! -exclamó Noble. Al incorporarse, estuvo a punto de lanzar al suelo el frasco que contenía el corazón de un jugador de fútbol profesional. Sujetó el frasco y miró a Michaels y luego a Richman-. ¿Esta gente fue congelada viva?

– Así parece.

– Entonces, ¿por qué encontramos restos de cianuro en las víctimas? -inquirió McVey.

Richman se encogió de hombros.

– ¿Envenenamiento parcial? ¿Parte del procedimiento? Quién sabe.

Noble miró a McVey y se incorporó.

– Muchas gracias, doctor Richman. No abusaremos más de su tiempo.

– Espere un momento, Ian -dijo McVey, y se volvió hacia Richman-. Una última pregunta, doctor. La cabeza de John Doe se estaba descongelando cuando la descubrimos. En lo que concierne a su apariencia y su estado patológico cuando fue encontrada descongelada, ¿cambiaría dependiendo de cuándo fue congelada?

– Creo que no acabo de entenderlo -dijo Richman.

McVey se inclinó hacia delante.

– Hemos tenido problemas con la identidad de John Doe. No hemos podido descubrir quién es. Tal vez estemos buscando donde no debemos intentando dar con un hombre que ha desaparecido desde hace varios días, tal vez semanas. ¿Y si fueran meses? ¿O años? ¿Sería posible?

– Es una pregunta hipotética. Pero yo diría que si alguien ha encontrado realmente los medios para llegar al cero absoluto, no habría habido ningún tipo de perturbación molecular. De modo que al descongelarse no habría manera de saber si había sido congelada hace una semana, cien años o mil años, si se quiere.

McVey miró a Noble.

– Creo que será mejor que nuestros agentes de sujetos desaparecidos vuelvan a su trabajo.

– Creo que tiene razón.

El teléfono que sonaba junto al codo de McVey lo devolvió a la realidad. Lo cogió de un manotazo.

– ¡Hola, McVey!

– Hola, Benny, y deja de saludar de esa manera, ¿vale? Se está volviendo un poco repetitivo.

– Ya lo tengo.

– ¿Que tienes qué?

– Lo que me pediste. La solicitud de la oficina de Interpol en Washington de los antecedentes de Albert Merriman tiene el sello de la hora que registró el sargento de guardia, a las once y treinta y siete minutos de la mañana, jueves, 6 de octubre.

– Benny, las once y treinta y siete en Nueva York son las cuatro y treinta y siete de la tarde en París.

– ¿Y qué?

– ¿Se solicitó sólo ese expediente, nada más?

– Así es…

– A las ocho de la mañana, hora de París, el viernes, el inspector de la policía de París a cargo del caso recibió una fotocopia de la huella. Sólo la huella, nada más. Sin embargo, quince horas antes, alguien en Interpol tenía no sólo la huella sino también el nombre y el expediente.

– Me parece que tenéis líos en la casa. Una tapadera. O una agencia privada. O quién sabe. Pero si algo sale mal, es el poli a cargo de la investigación el que queda mal parado porque te apuesto lo que quieras a que no ha quedado registrado el nombre del primero que recibió la información.

– Benny…

– ¿Qué pasa, Boobalah?

– Gracias.

Líos en la casa, tapaderas, agencias privadas. McVey detestaba aquellas palabras. Algo estaba sucediendo en Interpol y Lebrun estaba cargando con el muerto sin saberlo. No le gustaría, pero tendría que decírselo. Cuando McVey finalmente logró comunicarse con él en París veinte minutos más tarde, no llegó a decírselo.

– McVey, mon ami -saludó Lebrun, que parecía excitado-. Estaba a punto de llamarlo. Las cosas de pronto se han complicado por aquí. Hace tres horas encontraron a Albert Merriman flotando en el Sena. Parecía un queso grande perforado con un arma automática. Encontramos el coche que conducía a unos noventa kilómetros río arriba, cerca de París. Las huellas de su amigo Osborn estaban por todos lados.

Capítulo 43

Antes de una hora, McVey se dirigía en un taxi al aeropuerto de Gatwick. Había dejado a Noble y a los agentes de Scotland Yard revisando archivos de personas desaparecidas cuya descripción coincidiera con la de John Doe y que hubieran sido intervenidas en la cabeza con implantación de placas metálicas. A la vez tenían que investigar discretamente todos los hospitales y facultades de medicina del sur de Inglaterra para inventariar las personas o los proyectos que experimentaran con técnicas quirúrgicas novedosas. Por un momento pensó en solicitarle a Interpol, Lyón, que hiciera la misma diligencia con las policías de Europa continental. Pero debido a la situación creada con el archivo de Albert Merriman y la posición de Lebrun, decidió esperar. No estaba seguro de lo que estaba sucediendo en Interpol si es que estaba sucediendo algo. Pero si algo pasaba no quería que su investigación tomara el mismo derrotero. Si había algo que McVey detestaba, era que las cosas se hicieran a espaldas suyas sin que se le notificaran. Por su experiencia, la mayoría de las veces no eran más que banalidades, pequeñas traiciones que irritaban y hacían perder el tiempo pero a la vez esencialmente inocuas. No estaba tan seguro de que en este caso fuera lo mismo. Sería mejor esperar a ver qué averiguaba Noble y no decir nada.

Eran las cinco y media de la tarde, hora de París. El vuelo 003 de Air France a Los Ángeles había salido del aeropuerto Charles de Gaulle a las cinco según lo previsto. El doctor Osborn tendría que haber estado a bordo pero no lo estaba. No se había presentado al vuelo, lo que significaba que la policía aún tenía su pasaporte.

McVey desconfiaba cada vez más de la impresión que le causaba aquel sujeto. Osborn había mentido en cuanto al lodo de un calzado. ¿Sobre qué otra cosa habría mentido? Tal vez McVey había querido ser demasiado benevolente con su compatriota. Pero su razonamiento tenía sentido, sobre todo porque no había nada con que acusar a Osborn o algo que lo hiciera sospechoso. Exteriormente y durante los interrogatorios, parecía ser exactamente lo que McVey pensaba de él, un hombre culto de edad mediana completamente chalado por una mujer joven. No había casi nada de significativo en eso. Sin embargo, dos individuos habían muerto violentamente y el «hombre culto» de McVey estaba relacionado con ambos hechos.

Más allá de las muertes de Albert Merriman y Jean Packard había otra cosa que le preocupaba, incluso antes de que hablara con Lebrun. Se trataba del comentario oficioso del doctor Stephen Richman según el cual los cuerpos descabezados congelados a bajas temperaturas podrían ser el resultado de intentos fallidos de un tipo muy avanzado de criocirugía para unir una cabeza a un cuerpo que no le perteneciera. El doctor Paul Osborn no sólo era cirujano sino cirujano ortopédico, un experto de la estructura del esqueleto humano, alguien que podía tener una idea muy cabal de cómo se hacían estas cosas.

Desde el principio, McVey había sospechado que sólo debían buscar a un hombre. Tal vez lo había encontrado y lo había dejado escapar.

Osborn despertó de un sueño y por un momento no supo dónde estaba. De pronto, con una nitidez repentina apareció el rostro de Vera. Estaba sentada en la cama junto a él y le pasaba un paño húmedo por la frente. Vestía unos pantalones negros y holgados y un yérsey del mismo color. El negro de la ropa y la suavidad de la luz hacían resaltar sus rasgos como algo frágil, como una delicada porcelana.

– Tenías mucha fiebre, pero creo que ya ha remitido -dijo, suave. En sus ojos oscuros brillaba la misma chispa que cuando se conocieron. Por alguna razón, Osborn calculó que aquello había sucedido nueve días antes.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? -preguntó, con voz debilitada.

– No mucho, unas cuatro horas.

Intentó sentarse pero sintió un dolor agudo punzándole detrás del muslo. Cerró los ojos y volvió a tenderse.

45
{"b":"115426","o":1}