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Poco a poco, Osborn recuperó el sentido y se percató de que se encontraban en un angosto callejón detrás del hotel, Kanarack junto a él, a la izquierda, con el cuerpo apretado contra el suyo. Kanarack empezó a caminar por el callejón y Osborn sintió la dureza de la pistola contra las costillas. Mientras caminaban, Osborn intentaba reponerse pensando qué debía hacer. Jamás en su vida había tenido tanto miedo.

Capítulo 34

Había un Citroen blanco estacionado al final del callejón, y Osborn oyó vagamente a Kanarack decir que caminarían hacia allí.

Entonces sucedió algo que ninguno de los dos esperaba. Un enorme camión de reparto salió de la calle y entró en el callejón en dirección a ellos. Si permanecían juntos como estaban, no habría suficiente espacio para que el camión pasara sin atropellados. Había dos alternativas: separarse o estrecharse contra el muro del callejón y dejar pasar al camión. El camión aminoró la marcha y el conductor tocó el claxon.

– Tranquilo -dijo Kanarack, y tiró de Osborn hacia el muro del callejón. El conductor metió la marcha y el camión volvió a avanzar.

Al estrecharse contra el muro, Osborn sintió el cañón del arma contra el lado izquierdo. Eso significaba que Kanarack tenía la pistola en la mano derecha y que con su izquierda sostenía el brazo izquierdo de Osborn fuera del campo visual del conductor. Osborn calculó que el camión tardaría de seis a ocho segundos en pasar a su lado. Con la misma claridad, vio que tenía una oportunidad. Llevaba las jeringas de sucinilcolina en el bolsillo derecho de la chaqueta. Si lograba coger una de ellas con la mano derecha mientras Kanarack estaba distraído por el camión, contaría con un arma de la que Kanarack no sabía nada.

Se volvió para mirar a Kanarack. El matón estaba concentrado en el camión que casi había llegado junto a ellos. Osborn esperó, calculando sus movimientos. Cuando pasaba el camión, apoyó el cuerpo contra la pistola como queriendo aplastarse contra el muro. Deslizó la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta buscando una jeringa. Cuando el camión pasó, ya la tenía en la mano.

– Venga -dijo Kanarack. Siguieron hasta el final del callejón donde estaba estacionado el Citroen. Mientras caminaban, Osborn sacó la jeringa del bolsillo y la sostuvo a un lado.

Faltaban unos veinte metros para llegar al coche. Osborn había colocado una tapa de plástico en el extremo de la jeringa para proteger la aguja. Ahora intentaba febrilmente sacarle el plástico sin que todo se le cayera de las manos.

De pronto llegaron al final del callejón, el Citroen estaba ahora a un par de metros. La tapa plástica aún no se desprendía y Osborn pensaba que Kanarack se estaba percatando de lo que hacía.

– ¿Adonde me llevas? -preguntó para distraerlo.

– Cállate -dijo Kanarack.

Ahora habían llegado. Kanarack lanzó una mirada a ambos lados de la calle, caminó hasta el lado del conductor y abrió la puerta. En ese momento, la tapa se soltó y cayó al suelo. Kanarack la vio rebotar y la miró intrigado. En ese instante, Osborn se lanzó hacia la izquierda, soltó su brazo izquierdo y hundió la jeringa en la tela del mono, profundamente, en la parte superior de la nalga derecha de Kanarack. Necesitaba cuatro segundos para inyectar toda la sucinilcolina. Pasaron tres segundos antes de que Kanarack se soltara e intentara levantar el arma. Pero Osborn, ya alerta, empujó de un golpe la puerta del coche contra Kanarack y éste cayó hacia atrás golpeándose en el cemento y dejando caer la pistola.

Se incorporó en un instante pero ya era demasiado tarde. Osborn tenía la pistola y Kanarack no se movió. Un taxi giró en la esquina con un chirrido, hizo sonar el claxon y se alejó a toda velocidad. Se produjo un silencio y los dos hombres quedaron mirándose cara a cara en la calle.

Kanarack tenía los ojos totalmente abiertos, no con temor sino con determinación. Tantos años esperando que un día lo encontraran y ahora todo había terminado. Llevado por la necesidad, había cambiado su vida y se había convertido en una persona diferente, más sencilla. A su manera, incluso había llegado a ser un hombre generoso, atento con su mujer que pronto habría de darle un hijo. Siempre había esperado salvarse, pero en su fuero interno sabía que no lo había logrado. Eran demasiado eficientes y certeros y la Organización muy poderosa.

La vida de todos los días, intentando no caer presa del pánico si alguien lo miraba, o cuando oía pasos demasiado cerca a su espalda o golpes en la puerta, todo había sido más difícil de lo que imaginaba. El sufrimiento que le había ocultado a Michéle lo había mantenido al borde del agotamiento nervioso. Sin embargo, aún conservaba la forma, como lo había demostrado con Jean Packard. Ahora estaba al final del camino y lo sabía. Michéle había desaparecido y con ella, su vida. Sería fácil morir.

– Acaba -dijo, en un susurro-. Acaba de una vez.

– No tengo por qué acabar de una vez -dijo Osborn, y se metió la pistola en el bolsillo. Había pasado casi un minuto desde que le inyectara la sucinilcolina y a pesar de que no había sido una dosis completa, Osborn notó que Kanarack empezaba a sentirse raro. ¿Por qué le costaba tanto respirar y mantener el equilibrio?

– ¿Qué me está pasando? -preguntó con expresión desconcertada.

– Ya lo sabrás -dijo Osborn.

Capítulo 35

La policía francesa había perdido a Osborn en el Louvre.

Lebrun se encontraba en una situación delicada y hacia las dos de la tarde tendría que inventar algo para justificar la vigilancia o dejar ir a sus hombres. Con todo lo que deseaba ayudar a McVey, la verdad era que un par de zapatos manchados de lodo no hacían de un hombre un criminal, sobre todo si ese hombre era un médico americano que se iba de París al día siguiente y que había pedido, discreta pero firmemente, que se le devolviera el pasaporte para marcharse.

Sin poder justificar ante sus superiores el coste de la vigilancia a la que había sometido a Osborn, Lebrun ordenó a sus hombres que se dedicaran a lo que McVey había sugerido, como empezar a reconstruir la historia de Jean Packard desde cero. Entretanto, una dibujante técnica de la policía había trabajado en la foto de la ficha policial de Merriman que había enviado la policía de Nueva York y ahora miraba por encima de su hombro mientras Lebrun examinaba su trabajo.

– Éste es el aspecto que, según tú, tendría veintiséis años después -dijo Lebrun, y la miró. La chica tenía veinticinco años, una sonrisa rechoncha y nerviosa.

– Oui.

Lebrun no estaba seguro.

– Deberías hacer que lo viera un antropólogo forense. Tal vez te podría dar más detalles sobre el proceso de envejecimiento de este sujeto.

– Eso he hecho, inspector.

– ¿Y éste es el resultado?

– Sí.

– Gracias -dijo Lebrun. La dibujante asintió con un gesto de cabeza y se marchó. Lebrun volvió a mirar el dibujo. Pensó un momento y luego llamó al Departamento de Prensa de la policía. Si aquélla era la mejor aproximación que podían obtener del rostro de Merriman, ¿por qué no hacerlo publicar en los periódicos del día siguiente, tal como McVey había hecho publicar el retrato del hombre decapitado en los periódicos de Londres? Había casi nueve millones de habitantes en París y bastaría que uno de los que reconocieran a Merriman llamara a la policía.

En ese mismo momento, tendido de espaldas en el asiento trasero del Citroen de Agnés Demblon, Albert Merriman luchaba con todas sus fuerzas para respirar.

Al volante, Paul Osborn cambió de marcha, frenó y luego aceleró pasando a un Range Rover metálico que circulaba en torno al Arco de Triunfo y giró por la avenida de Wagram. Momentos después, giró a la derecha en el bulevar de Courcelles y se dirigió a la avenida de Clichy y al camino del río que conducía al parque junto al Sena.

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