Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

En la mitad del pasillo se detuvo frente a una puerta de baldosas de cerámica roja fundidas con titanio. Deslizó los dedos sobre una superficie cuadrada con relieves al estilo de la escritura Braille y pulsó un código de cinco números, y esperó a que una luz encima del cuadrado se mostrara verde. Entonces introdujo tres números más. La luz verde se apagó y se elevó una puerta del suelo. Von Holden se agachó y al cruzar el umbral, la puerta volvió a cerrarse a su espalda.

Pasó un rato largo antes de que se acostumbrara al azul plateado casi translúcido de la habitación. Y aun así, parecía faltarle el sentido del espacio o de la profundidad, como si hubiera entrado en un lugar desprovisto de existencia, como el fragmento de un sueño.

Directamente enfrente vio el vago perfil de una muralla. Más allá estaba el sector F, el cubículo más secreto de das Garten, pequeño y cuadrado, protegido por arriba, por abajo y por los cuatro costados por bloques de acero de titanio de medio metro con refuerzos de capas de tres metros de hormigón, laminados cada sesenta centímetros con una materia gelatinosa diseñada para mantener la estabilidad del cuarto interior aunque se viera sometido a la explosión directa de una bomba de hidrógeno al nivel de la superficie o a un terremoto de diez grados.

– Lugo -dijo Von Holden en voz alta, esperando que su impronta de voz fuera reducida digitalmente y coincidiera con la original de los archivos. Un momento después se abrió un panel en la muralla y apareció una pantalla translúcida de vidrio verde.

– Zebn… Sieben… Sieben… Neun… Nuil… Nuil… Neun… Nuil… Vier (diez, siete, siete, nueve, cero, cero, nueve, cero, cuatro) -moduló con precisión. Pasaron tres segundos y en la pantalla aparecieron unas letras negras.

Letzte Mitteilung/Leiter der Sicherheit

Freitag/Vierzehn/Oktober

Memorándum final/Director de Seguridad

Viernes/14/octubre

Luego las letras desaparecieron. Von Holden se inclinó y apoyó con fuerza las dos manos en el cristal y retrocedió. El vidrio se oscureció de inmediato y el panel se cerró. En diez segundos, sus huellas dactilares fueron identificadas. Al cabo de otros siete segundos apareció en el suelo un dibujo de puntos azul oscuro que conducía al centro de la habitación hasta formar un cuadrado perfecto de ochenta centímetros de lado.

– Lugo -volvió a ordenar Von Holden. Desapareció el cuadrado y emergió una plataforma del suelo. Encima, en el interior de un receptáculo de vidrio, había una maleta de color gris metálico fabricada con un compuesto de fibras de carbono, polímeros de cristal líquido y Kevlar. Medía sesenta y cinco centímetros de alto por un metro de largo y ancho. Era la razón por la que Von Holden había venido, el objeto que sería presentado a los más selectos en la ceremonia del mausoleo de Charlottenburg después del discurso de Elton Lybarger.

Desde el comienzo, había sido bautizado como «Ubermorgen», «pasado mañana». Era una visión y un sueño a la vez, ahora y en el pasado, el centro de todo, el medio que impulsaría a la Organización, del siglo XXI en adelante. Y una vez que saliera de das Garten, Von Holden debía proteger aquello con su propia vida.

Capítulo 118

La taxista de veintiún años que Von Holden había dejado esperando fuera en el número 45 de la Behrenstrasse se llamaba Greta Stassel. Había visto que su pasajero miraba su carné de conducir y se preguntó si recordaría su nombre. Lo dudaba. El hombre parecía turbado, pero Greta lo encontraba sexy y ahora, mientras pensaba cómo ayudarlo a solucionar su problema, vio que de pronto las luces de las farolas oscilaron y se apagaron.

Greta se sobresaltó cuando una silueta salida repentinamente de la oscuridad golpeó en la ventanilla. Al cabo de un instante lo reconoció y le oyó decir que tenía que meter algo en el maletero. Cogió las llaves del contacto, bajó y fue a la parte de atrás. Sí, era sexy y muy guapo, y parecía tranquilo, de modo que tal vez ni siquiera tuviera problemas.

– Démelo -precisó abriendo el maletero.

Por un momento Von Holden se turbó y pensó que nunca había visto una sonrisa tan bella. Greta miró el paquete de plástico blanco sobre la acera. El brillo rojo de las luces traseras del coche iluminaron el rótulo impreso en la cara de arriba y en los lados: Frágil: instrumentos médicos.

– Lo siento, no se trata de eso -dijo Von Holden cuando ella fue a cogerlo.

Ella se volvió, con un gesto de sorpresa pero sin dejar de sonreír.

– ¿No quería dejarlo en el maletero? -preguntó.

– Sí.

Greta aún sonreía cuando la bala de nueve milímetros del Glock le penetró el cráneo a la altura de la nariz. Von Holden la cogió en el momento en que las piernas le flaqueaban. La llevó en brazos y la metió en el maletero en posición fetal. Cerró la tapa, buscó las llaves, dejó la caja en el asiento delantero, encendió el motor y partió. Media manzana más allá, giró hacia la Friedrichstrasse generosamente iluminada. Buscó el carné donde el taxista anotaba las carreras, arrancó la última página y se la metió en el bolsillo. El reloj del tablero marcaba las ocho y media.

A las ocho y treinta y cinco de la noche, Von Holden cruzaba la oscura explanada del Tiergarten en la Strasse 17 Juni, a cinco minutos de Charlottenburg. No le preocupó el cuerpo de la taxista allí en el maletero. No significaba nada matarla. Había sido sencillamente un medio necesario para alcanzar un fin.

«Ubermorgen», la culminación de todo, permanecía meciéndose suavemente en el maletín blanco a su lado. Su presencia le aligeraba el corazón y le infundía valor. Después de haber llamado por radio otras dos veces a los hombres de la operación y no obtener respuesta, Von Holden consideraba que las cosas estaban tomando buen rumbo. Los despachos de los enviados a la escena de la catástrofe del hotel Borggreve reportaban la muerte de al menos tres miembros de la Policía Federal en un tiroteo, en medio de una explosión que había provocado un incendio. Los bomberos habían extraído de los escombros dos cuerpos quemados más allá de todo reconocimiento posible. Otros dos cuerpos aún no habían sido identificados. Una organización terrorista había llamado a la policía reivindicando el atentado. Von Holden se relajó y se reclinó en el asiento respirando profundo ante el giro de los acontecimientos. Su ansiedad era infundada y la operación se llevaría a cabo según los planes.

A un kilómetro y medio de allí, las limusinas estacionadas formaban una hilera a lo largo de Spandauer Damm, frente a Charlottenburg, y los chóferes se juntaban en corros, fumando y charlando, con los cuellos hasta arriba y las gorras hasta abajo para protegerse del frío que traía la espesa niebla.

En la acera, justo enfrente de la calle, Walter van Dis, un guitarrista holandés de diecisiete años, con una cazadora de cuero y el pelo hasta la cintura, observaba el palacio junto a una multitud de espectadores. No sucedía nada especial, pero ellos seguían mirando, entretenidos por el espectáculo de un lujo que no llegarían a conocer a menos que el mundo sufriera cambios radicales.

El ruido sordo de puertas de coches que se cerraban lo distrajo y cambió ligeramente de posición para ver qué sucedía. Cuatro hombres acababan de bajar de un coche y cruzaban la calle en dirección a la puerta de entrada de Charlottenburg. Von Holden se refugió inmediatamente en la sombra y al mismo tiempo se tapó la boca con la mano.

– Walter -dijo en un pequeño micrófono.

Un momento después sonó la radio de Von Holden. La encendió con un gesto de impaciencia esperando oír la voz de uno de los miembros del comando del hotel Borggreve. Al contrario, oyó retazos de una agitada discusión entre Walter y varios hombres de Seguridad pidiéndole detalles. ¿De qué hombres hablaba? ¿Estaba seguro de cuántos eran? ¿Qué aspecto tenían? ¿De dónde venían?

133
{"b":"115426","o":1}