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De pronto todo pareció desvanecerse cuando a Osborn le asaltó la siniestra idea de que tal vez McVey no iba a ser capaz de medirse con la tarea que se proponía. Que a pesar de su eficiencia, esta vez quizá no había dado en el clavo y que Scholl le ganaría la mano tal como había sugerido Honig. ¿Qué sucedería entonces?

La pregunta no era propiamente una pregunta, porque Osborn sabía la respuesta. Cada centímetro del terreno que había ganado y a pesar de lo cerca que había llegado de su objetivo, no serviría para nada. Con ello se desvanecería hasta la más mínima esperanza que había albergado en su vida. Porque a partir de ese momento, no volvería a estar tan cerca de Erwin Scholl.

– Perdón -dijo de pronto. Se levantó, pasó junto a Remmer, fue a la habitación que compartía con Noble y se quedó allí a oscuras. Escuchaba la sordina de las voces desde la otra habitación. Hablaban como hacía un rato antes. Qué él estuviera o no, no tenía importancia. Mañana sería igual cuando, con la orden de arresto en mano, salieran por esa puerta para ir a ver a Scholl dejándolo a él en la habitación en compañía de un poli de la BKA.

Por algún motivo, de pronto sintió que el cuarto se volvía insoportablemente estrecho, claustrofóbico. Fue al baño, encendió la luz y buscó un vaso. No lo encontró y bebió del grifo ahuecando la mano. Luego se pasó la mano húmeda por la nuca y el cuello y sintió el alivio del frescor. Por el espejo vio que Noble entraba en la habitación, recogía algo de la cómoda y antes de volver donde los otros, se asomaba para echarle un vistazo. Al volverse para cerrar el grifo, Osborn se encontró con su imagen en el espejo. Tenía el rostro pálido y sobre la frente y en el labio superior se le acumulaban pequeñas gotas de sudor. Sostuvo la mano delante de sí y vio que temblaba. De pronto, de pie frente a sí mismo, sintió aquella cosa revolviéndose en su interior y casi al mismo tiempo oyó su propia voz. Era tan nítida que por un instante creyó que había hablado en voz alta.

«Scholl está aquí en Berlín, en un hotel al otro lado del parque.»

Le tembló todo el cuerpo y creyó que se iba a desmayar. Luego la sensación cedió y Osborn se dio cuenta de que tenía una idea inequívoca y fija en la cabeza. No dejaría que McVey le escamoteara esa posibilidad y menos después de todo lo que había hecho. Scholl estaba demasiado cerca. Costara lo que costase, sin importar lo que tuviera que hacer para eludir a los hombres que trabajaban en la otra habitación, no pensaba vivir otras veinticuatro horas sin saber por qué habían asesinado a su padre.

Capítulo 99

La escena de tres hombres conversando en una habitación de hotel podía ser un tema interesante o aburrido, sobre todo si se miraba desde una habitación a oscuras situada un piso más arriba y enfrente y se les fotografiaba con una cámara con motor y teleobjetivo para obtener primeros planos.

La cámara fue rápidamente sustituida por los prismáticos cuando apareció un cuarto hombre proveniente de otra habitación. Se estaba poniendo la chaqueta. Uno de los otros tres se levantó y fue hacia él. Hablaron brevemente. Uno de los otros dos cogió el teléfono. Al cabo de un rato colgó y el cuarto hombre se dirigió a la puerta. Se volvió para intercambiar unas palabras con el que se le había acercado. Éste vaciló, luego se volvió y desapareció de la escena. Al volver, le entregó algo al cuarto hombre, que abrió la puerta y salió.

La rubia atractiva dejó los prismáticos a un lado.

A sólo unos metros, dentro del elegante baño de suelo de mármol, el cadáver del diseñador de programas comenzaba a adquirir el rigor mortis. La rubia cogió un aparato de radio.

– Natalia -dijo.

– Lugo -contestaron.

– Osborn acaba de salir.

Osborn estaba seguro de que si McVey hubiera sabido lo que tramaba, no le habría entregado la pistola automática ni lo habría dejado salir de la habitación diciendo que no tenía nada que hacer en aquellos asuntos policíacos, que se sentía un poco mareado y claustrofóbico y que quería salir a pasear para tomar aire fresco.

Faltaban cinco minutos para las diez y McVey, cansado y absorto en otras cosas, lo había pensado y luego accedió. Le pidió a Remmer que uno de sus hombres de la BKA acompañara a Osborn y le advirtió a éste que no saliera del centro comercial y que volviera a las once.

Osborn no protestó. Sólo asintió con un gesto y se dirigió a la puerta. Fue en ese momento cuando se volvió y le pidió la pistola a McVey. Era un riesgo calculado por parte de Osborn, pero sabía que McVey tendría que evaluar seriamente lo que había sucedido y darse cuenta de que, con o sin la protección de la policía, Osborn sólo pedía el arma para sentirse más seguro. De todos modos había sido un momento largo y tenso antes de que McVey accediera y le entregara la CZ automática de Oven.

No había caminado siquiera diez pasos en dirección al ascensor cuando se encontró con el agente de la BKA, Johannes Schneider. Schneider tendría unos treinta y pico años, era alto y tenía el hueso del tabique aplanado, señal de que se lo habían roto en más de una ocasión.

– ¿Quiere tomar un poco de aire? -preguntó en inglés, despreocupado-. Pues yo lo acompañaré.

Al llegar, Osborn había visto un folleto donde se describía el Europa Center como un centro comercial de más de cien tiendas, restaurantes, cabarés y un casino. El folleto incluía planos de los lugares más concurridos y entradas y salidas del edificio.

– ¿Ha estado alguna vez en Las Vegas, inspector? -preguntó Osborn, sonriendo.

– No, nunca.

– A mí me gusta jugar de vez en cuando -dijo Osborn-. ¿Qué tal es el casino de aquí?

– ¿El Spielbank Casino? Es excelente y caro -sonrió Schneider.

– Pues vamos, entonces. -Osborn le devolvió la sonrisa.

Bajaron en el ascensor y se detuvieron en la mesa de recepción para que Osborn cambiara los últimos francos en marcos alemanes y luego Schneider lo condujo hasta el casino.

Quince minutos más tarde, Osborn le pidió al policía que ocupara su sitio en la mesa de bacará mientras él iba al baño y volvía. Schneider vio que Osborn le pedía instrucciones a un guardia de seguridad y desaparecía. Osborn cruzó la sala del casino y dobló en una esquina, se aseguró de que Schneider no lo seguía y salió. Se detuvo en una tienda de periódicos a la entrada, compró un plano turístico de la ciudad, se lo metió en el bolsillo y salió a la calle, doblando a la izquierda en Nürnbergerstrasse.

Al otro lado de la calle, Viktor Shevchenko lo vio salir. Vestido con vaqueros y un jersey negro esperaba en la acera, justo en el límite de la intensa luz proyectada por un restaurante griego, escuchando un casete de heavy metal en un walkman Sony. Levantó la mano como si fuera a cubrirse para toser y habló por un micrófono.

– Viktor.

– Lugo. -La voz de Von Holden se oyó en un chisporroteo a través del casco de Viktor.

– Osborn acaba de salir solo. Está cruzando Budapesterstrasse y se dirige al Tiergarten.

Abriéndose paso entre los coches, Osborn cruzó Budapesterstrasse a la acera de enfrente y miró hacia el Europa Center. Si Schneider lo seguía, no podía verlo. Se apartó de las luces de la calle y empezó a caminar en dirección al zoo de Berlín. Luego, al darse cuenta de que caminaba en dirección equivocada, volvió sobre sus pasos. El suelo estaba cubierto de hojas que la llovizna había convertido en una capa resbaladiza y con el aire helado veía el vaho de su aliento. Miró hacia atrás y vio a un hombre de impermeable y sombrero paseando a un perro que insistía en oler todos los árboles y postes de luz. No había señas de Schneider. Caminó más de prisa, recorrió unos doscientos metros y se detuvo bajo el rótulo luminoso de un «parking» para abrir el plano turístico.

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