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– Hola.

Osborn levantó la mirada, sorprendido. Estaba tan sumido en sus contemplaciones que no vio entrar a Vera. Se levantó rápidamente y le ofreció una silla. Ella se sentó enfrente. Al volver a su asiento, Osborn miró un reloj detrás de la barra. Eran las ocho y veinticinco. Miró a su alrededor y constató que casi había acabado el café mientras esperaba.

– ¿Quieres beber algo?

– Sí, un café solo -dijo, y sonrió.

El se levantó, fue hacia la barra, pidió un café y esperó mientras el camarero lo preparaba. Le lanzó una mirada a Vera, una mirada que luego se perdió más allá, recordando por qué estaba allí, y por qué le había pedido que se reuniera con él cuando terminara su turno en el hospital.

La sucinilcolina.

Había intentado conseguir la droga con su propia receta en dos ocasiones, pero las dos veces le habían respondido que aquella droga sólo se podía conseguir en las farmacias de los hospitales, y que necesitaba la autorización de un médico local. Una llamada a la farmacia del hospital más cercano se lo confirmó. Sí, tenían sucinilcolina. Y sí, necesitaba la autorización de un médico de París.

La primera idea de Osborn fue llamar al médico del hotel. Pero pedir una dosis de sucinilcolina no era pedir una receta normal. Le harían preguntas, las cosas se podían complicar. Un médico nervioso incluso podía llamar a la policía para denunciarlo. Tal vez había otros medios, pero le llevaría tiempo cualquiera de ellos, y el tiempo ahora era su enemigo. Muy a su pesar, volvió a pensar en Vera.

Llamó inmediatamente a la farmacia del Hospital St. Anne, donde Vera cubría la residencia. Sí, había sucinilcolina, pero, una vez más, no sin autorización local.

Pensó que si se lo montaba bien, tal vez un acuerdo verbal de Vera con los farmacéuticos sería suficiente. No quería implicar a un médico que la conociera, porque querría saber para qué quería Vera la droga. Se había inventado una historia para que contara ella, pero si se lo pedía a otro médico, resultaría complicado y arriesgado.

Luego dudó, y luego volvió a pensarlo, y finalmente la llamó al hospital a las seis y media y le pidió que se reunieran en un bar próximo a tomar un café cuando saliera del trabajo. Sintió que Vera vacilaba, y por un momento temió que se inventara una excusa y le dijera que no podía verlo, pero entonces ella dijo que sí. Su turno terminaba a las siete, pero tenía una reunión que acabaría después de las ocho. Se encontrarían entonces.

Osborn la observó mientras llevaba el café a la mesa. Después de un turno de treinta y seis horas sin dormir, más una reunión de una hora al terminar, Vera estaba fresca y despejada, incluso bella. No pudo dejar de contemplarla al sentarse, y cuando ella lo miró, le sonrió cariñosamente. Había algo en Vera que lo transportaba, sin importar lo que en ese momento pensara o la tarea que tuviera por delante. Quería estar con ella, consumirse en ella y dejar que ella se consumiera en él, ahora y para siempre. Nada de lo que los dos pudieran hacer en el futuro podía ser más importante que eso. El problema era que antes tenía que ocuparse de Henri Kanarack.

Se inclinó hacia delante y quiso cogerle la mano. Ella la retiró casi de inmediato y la deslizó hasta su falda.

– No hagas eso -advirtió, mirando alrededor de la sala.

– ¿De qué tienes miedo? ¿Que alguien pueda vernos?

– Sí -dijo ella, y miró hacia otro lado. Bebió un sorbo de café.

– Tú volviste a mí, ¿lo recuerdas? A decir adiós… -dijo Osborn-. ¿El lo sabe?

Bruscamente, Vera dejó la taza y se levantó para marcharse.

– Oye, lo siento -dijo él-. No debería haber dicho eso. Salgamos de aquí y vayamos a dar un paseo.

Ella vaciló.

– Vera, estás hablando con un amigo, un médico que conociste en Ginebra que te ha pedido que vengas a tomar un café con él. Y luego habéis salido a caminar juntos. El acabó por volver a Estados Unidos y ya está. Médicos hablando de compras. Es una buena historia. Buen final, ¿vale?

Osborn tenía la cabeza inclinada hacia un lado y le resaltaban las venas del cuello. Vera no lo había visto enfadarse antes. No podía explicárselo, pero aquello le gustaba. Sonrió.

– Vale -dijo, con tono casi infantil.

Fuera, Osborn abrió el paraguas para protegerse de una lluvia fina. Pasaron al lado de un Peugeot rojo, cruzaron la calle y caminaron por la calle de la Santé en dirección al hospital.

En el camino, cruzaron un Ford blanco estacionado junto a la acera. El inspector Lebrun estaba al volante, y McVey sentado a su lado.

– Supongo que no conoce a la chica -dijo McVey, cuando vieron a Osborn y Vera alejarse. Lebrun puso el contacto y avanzó lentamente en la misma dirección.

– Me pregunta usted si la conozco, no si sé quién es, ¿verdad? Las expresiones en inglés y en francés no siempre significan lo mismo.

A McVey le costaba creer que alguien pudiera hablar con el cigarrillo sempiternamente colgado de la boca. Había fumado en una época, después de la muerte de su primera mujer. Había empezado a fumar para no beber. No servía de gran cosa pero ayudaba. Cuando ya no le sirvió más, lo había dejado.

– Su inglés es mejor que mi francés. Vale, sí, quiero decir si usted sabe quién es…

Lebrun sonrió, y se volvió para coger el micro de la radio.

– La respuesta, amigo mío, es… todavía no.

Capítulo 18

Los árboles a lo largo del bulevar Saint Jacques comenzaban a teñirse de amarillo, aprestándose a dejar caer sus hojas antes del invierno. Algunas ya se habían desprendido, y la lluvia volvía resbaladizo el suelo. Al cruzar la calle, Osborn cogió a Vera por el brazo para sostenerla. Ella sonrió agradeciendo el gesto, pero apenas cruzaron, le pidió que la soltara. Osborn miró a su alrededor.

– ¿Te preocupa la mujer que empuja el cochecito del bebé o el viejo paseando al perro?

– Los dos. Cualquiera de los dos. Ninguno -dijo ella, sin inflexiones en la voz, deliberadamente distante aunque sin saber por qué. Tal vez temía que la vieran. O no deseaba estar con él en ese momento, o tenía todas las ganas del mundo pero quería que él tomara la decisión en su lugar.

De pronto, Osborn se detuvo.

– No estás haciéndolo fácil -dijo.

Vera sintió que el corazón le daba un leve vuelco. Cuando se volvió, sus miradas se encontraron y se mantuvieron fijas, como aquella primera noche en Ginebra, o como se habían mirado en Londres cuando él la dejaba en el tren a Dover. Como se habían mirado en su habitación del hotel de la avenida Kléber cuando él abrió la puerta y se quedó parado solamente con una toalla alrededor de la cintura.

– ¿Qué es lo que no estoy haciendo fácil?

La respuesta de Osborn la sorprendió.

– Necesito tu ayuda y me está costando bastante encontrar un modo de pedírtela.

Ella no entendió, y se lo dijo.

Bajo el paraguas que él sostenía para los dos, la luz era suave y delicada. Osborn lograba distinguir el cuello de su bata blanca de hospital sobresaliendo bajo su anorak azul. Parecía más un miembro de un equipo de salvamento de alta montaña que una médica residente en un hospital urbano. Unos pequeños pendientes de oro caían del lóbulo de cada oreja como diminutas gotas de lluvia, acentuando su rostro delgado y convirtiendo sus ojos en dos enormes fuentes de esmeralda,

– Realmente es estúpido. Y ni siquiera sé si es ilegal. Todo el mundo actúa como si lo fuera.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Vera. ¿De qué estaba hablando? La quería despistar. ¿Qué tenía que ver eso con ellos?

– Tengo una receta para una droga y ahora me dicen que sólo se puede conseguir en las farmacias de los hospitales y que necesito la autorización de un médico establecido aquí. No conozco a ningún médico aquí

– ¿Qué droga es? -Preguntó ella, con visible expresión de inquietud-. ¿Estás enfermo?

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