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Pero aquello no había dado resultado. Y ahora, después de salir de la iglesia, las dos hermanas caminaron juntas bajo el cálido sol mediterráneo y doblaron por el Boulevard d'Athénes hacia Canebiére. Marianne le cogió la mano a Michéle.

– Michéle, no eres la única mujer en el mundo abandonada por su marido -le recriminó-. Ni tampoco eres la primera que está embarazada. Sí, ya sé que sufres y yo te entiendo. Pero la vida sigue su ritmo y ¡ya está bien! Estamos aquí contigo. ¿Por qué no buscas un trabajo y mantienes a tu hijo? Y luego ya buscarás a alguien decente.

Michéle miró a su hermana y luego al suelo. Marianne tenía razón, claro. Pero sus razones no apaciguaban su dolor ni su miedo de la soledad ni aliviaban su vacío. Ya se sabe que pensar jamás acaba con las lágrimas, que eso es cuestión de tiempo.

Después de decir lo que tenía que decir, Marianne se detuvo en un mercadillo al aire libre en el Quai des Belges para comprar un pollo y verduras frescas para la cena. El mercado y la acera a esa hora ya estaban llenos de gente y el tumulto y el tráfico producían una sordina intensa. De pronto Marianne escuchó un estallido raro, algo como un «pop» que pareció eclipsar los demás ruidos. Se dio media vuelta para comentárselo a Michéle y la vio apoyada contra un puesto repleto de melones como si algo la hubiese sorprendido. Entonces vio que brotaba una mancha roja y brillante por debajo del cuello de la camisa blanca de su hermana, en el cuello, una mancha que se extendía. En el mismo instante sintió una presencia a su lado. Levantó la mirada y vio a un hombre alto que le sonreía. El hombre sostenía algo en la mano y lo levantó y Marianne volvió a oír el «pop». El hombre alto desapareció con la misma rapidez y de pronto el cielo comenzó a oscurecerse. Miró a su alrededor y vio algunos rostros. Luego, curiosamente, todo se desvaneció.

Capítulo 53

Bernhard Oven podría haber regresado de Marsella a París en avión como lo había hecho para ir, pero la policía podía seguir la pista con demasiada facilidad a un billete de ida y vuelta cuyas fechas coincidieran con las de una serie.de asesinatos. El viaje en TGV desde Marsella a París tardaba sólo cuatro horas cuarenta y cinco minutos. Para Oven era tiempo suficiente para relajarse en su asiento de primera clase y pensar en cuanto había sucedido y lo que habría de suceder.

Encontrar a Michéle Kanarack en casa de su hermana había sido un juego de niños. Le había bastado seguirla hasta la estación la mañana en que salía de París y tomar nota del tren que abordaba. Conociendo el tren y su destino, la Organización se encargaba del resto. En Marsella, habían visto apearse a Michéle y la habían seguido a casa de su hermana en el barrio de Le Panier. Luego la siguieron rigurosamente y tomaron nota de las personas con las que podía haber intimado. Con esa información, Oven había abordado el vuelo de Air ínter de París a Marsella y en el aeropuerto de Provence había cogido un coche alquilado. En el compartimiento de la rueda de repuesto había una pistola automática CZ 22 checoslovaca, balas y un silenciador.

– Bonjour. Ah, le billet, oui.

Oven le entregó su billete al inspector e intercambió con él las típicas banalidades que un joven con aspecto de ejecutivo dinámico intercambiaría con un inspector de trenes. Luego se reclinó en su asiento y gozó del paisaje de la campiña francesa mientras el TGV atravesaba a toda velocidad los verdes campos del valle del Ródano. Según su cálculo viajaban a unos doscientos ochenta kilómetros por hora.

Había hecho bien en deshacerse de las dos mujeres en la calle. Si por algún motivo lo hubiesen eludido y hubieran estado en casa, bueno, las histéricas siempre causan problemas. Al ver al marido y a los cinco hijos de Marianne acribillados en el suelo, por muy pulcramente que los hubiese ejecutado, las dos mujeres se habrían puesto histéricas perdidas llamando a los vecinos y a cualquiera que se hubiera encontrado por los alrededores.

Desde luego hallarían al marido y a los cinco niños si es que eso ya no había sucedido y el impacto del suceso haría que la policía y los políticos salieran corriendo de sus madrigueras. Pero no había tenido alternativa. El marido estaba a punto de salir al café del barrio para reunirse con sus colegas, lo cual significaba que habría tenido que esperar a lo largo de todo el día hasta que todos hubieran vuelto a reunirse en casa. Y eso le habría provocado un retraso que no podía permitirse porque tenía que atender asuntos más urgentes en París. Unos asuntos en los cuales la Organización, hasta ese momento, no le había podido proporcionar ayuda.

Antenne 2, la cadena pública de televisión, había divulgado una entrevista con el administrador de un campo de golf cerca del Sena en Vernon. El sábado por la mañana temprano, un médico americano considerado por la policía como el principal sospechoso del asesinato del ex ciudadano americano Albert Merriman, se había arrastrado fuera del río y se había detenido en la sala del club para recuperarse hasta que una francesa de pelo oscuro había acudido a recogerlo.

Hasta ese momento, Bernhard Oven había eliminado rápida y efectivamente a cualquiera que hubiese mantenido algún tipo de relación con Merriman. Pero el médico americano identificado como Paul Osborn había sobrevivido. Y ahora había una mujer involucrada. Debía encontrarlos a ambos y despacharlos antes de que se le adelantara la policía. No habría sido una tarea tan difícil si no fuera por el apremio del tiempo. Era domingo, 9 de octubre. Según su programa, debía acabar con ese asunto a más tardar el viernes 14 de octubre.

– ¿Ha trabajado alguna vez con el señor Lybarger desnudo, señorita Marsh?

– No, doctor, claro que no -dijo Joanna sorprendida con la pregunta-. No ha habido razón para ello.

A Joanna, el doctor Salettl no le agradaba más en Zúrich que en Nuevo México. Su tono cortante y su distancia eran algo más que intimidatorios. El hombre la asustaba.

– Entonces, ¿nunca lo ha visto desnudo?

– No, señor.

– ¿Tal vez en ropa interior?

– Doctor Salettl, me parece que no entiendo lo que quiere decir.

A la siete de la mañana, Von Holden había despertado a Joanna en su habitación. En lugar del amante cálido y afectuoso de la noche anterior, el Pascal de ahora le habló bruscamente y sin rodeos. Dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo, pasaría a buscarla un coche para llevarla con sus cosas a casa del señor Lybarger. Sabía que estaría preparada, dijo Von Holden.

A Joanna le pareció raro aquel tono distante y sólo acertó a decir que sí. Luego se le ocurrió preguntar qué iba a hacer con su perro en la perrera de Taos.

– Ya nos hemos ocupado de eso -dijo Von Holden y colgó.

Una hora más tarde, aún afectada por la fatiga de la diferencia horaria, la cena, las copas y la sesión maratoniana de sexo con Von Holden, Joanna viajaba en el asiento trasero de una limusina Mercedes. Salieron de la autopista y al cabo de un rato se detuvieron ante una verja de seguridad.

El chofer pulsó un botón para bajar la ventanilla del pasajero lo suficiente para que el guardia uniformado mirara dentro. Satisfecho les hizo señas para que siguieran y la limusina penetró en un largo camino entre árboles que conducía hacia lo que Joanna más tarde describiría como un castillo.

Un ama de llaves de mediana edad y sonrisa amable la llevó a sus dependencias que consistían en una amplia habitación con cuarto de baño en la planta baja con vistas a una enorme extensión de césped que se perdía hasta llegar al borde de un frondoso bosque.

Al cabo de diez minutos llamaron a la puerta y la misma ama de llaves la acompañó hasta el despacho del doctor Salettl en la segunda planta de un edificio adosado, donde se encontraba ahora.

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