– Muchas gracias -sonrió Joanna. Miró hacia el grupo y vio que alguien había traído una silla de ruedas y que dos chóferes ayudaban al señor Lybarger a sentarse-. Debería hablar con el señor Lybarger.
– Él ya comprenderá -dijo Von Holden, muy amable-. Además, lo verá a la hora de la comida. Si quiere seguirme… pase por aquí, por favor.
Von Holden cogió el equipaje de Joanna y cruzó una puerta hacia un ascensor. Cinco minutos más tarde estaban en el asiento trasero de una limusina Mercedes Benz en dirección a Zúrich por la autopista N1B.
Joanna jamás había visto tanto verde. Las espesas arboledas y prados que abundaban reflejaban un verde esmeralda intenso. Más allá, como fantasmas en el horizonte, se divisaban los Alpes ya cubiertos de nieve. Su Nuevo México era una tierra desierta que, a pesar de sus ciudades y rascacielos y sus centros comerciales, seguía siendo un territorio nuevo e indómito bullente con la actividad de la frontera. Los coyotes, los leones de montaña y las serpientes aún eran los dueños de la tierra y entre sus desiertos y cañones algunos hombres habían optado por vivir en soledad. Sus montañas y praderas tapizadas de flores silvestres al comienzo de la primavera, en esta época del año eran un paisaje de tierra parda, polvorienta y seca como la yesca.
Suiza era totalmente diferente. Joanna había visto el paisaje por la ventanilla desde el avión y ahora lo gustaba más intensamente cuando la limusina entró en Zúrich a través de la ciudad vieja. Aquél era un lugar fecundo en la historia de romanos y Habsburgos, un mundo de callejones medievales flanqueado por construcciones de piedra gris de arquitectura pregótica que existía siglos antes de que en las barracas de Nuevo México se encendiera la primera lámpara de aceite de petróleo.
Joanna se había imaginado la recepción al llegar. Una familia pequeña pero afectuosa esperaría a Elton Lybarger. Él le daría un abrazo de despedida, tal vez un beso en la mejilla. Luego, una agradable habitación en un motel del Holiday Inn, y tal vez una visita a la ciudad antes de regresar el día siguiente. Sería poco tiempo, pero ella haría todo lo posible para aprovecharlo. ¡No debía olvidar los recuerdos y regalos! Para sus amigos en Taos, y para David, el logopeda de Santa Fe con quien salía desde hacía dos años pero con quien jamás se había acostado.
– ¿No había estado nunca en nuestro país? -dijo Von Holden, que la miraba sonriendo.
– No, nunca.
– Después de registrarse en el hotel y antes de la cena, si me lo permite, le mostraré algo de Suiza -dijo él, amable-. A menos que usted prefiera lo contrario, desde luego.
– No, por favor, sería estupendo. Quiero decir, me encantaría.
– Muy bien.
La limusina giró a la izquierda por la Bahnhofstrasse y dejaron atrás varias manzanas de tiendas elegantes y exclusivos cafés que se sumaban a aquella atmósfera de fortunas inmensas pero nunca ostentosas. Al final de la Bahnhofstrasse brillaban las aguas turquesas de un inmenso lago.
– Es el lago Zúrich -dijo Von Holden. Los cruceros lo surcaban en todos los sentidos dejando una estela de espuma blanca y reluciente bajo el sol.
Joanna se sintió transportada a un mundo mágico. Suiza, les diría a todos sus amigos, era un país exuberante, generoso y ancestral. Sentía que todo era cálido y hospitalario y parecía un lugar sumamente seguro. Además, se veía que había dinero.
De pronto se volvió hacia Von Holden.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó.
– Pascal.
– ¿Pascal? No había oído ese nombre. ¿Es español o italiano?
Von Holden se encogió de hombros.
– Ambos -dijo-. O ninguno de los dos. Nací en Argentina.
Capítulo 41
Osborn miró el teléfono y se preguntó si tendría suficientes fuerzas para volver a intentarlo. Lo había intentado ya tres veces y no había tenido éxito. Dudaba intentarlo otras tres.
Al salir del bosque de madrugada se encontró en lo que a la luz del alba le parecieron tierras de cultivo. En las cercanías encontró una cabaña pequeña, cerrada pero con una toma de agua en el exterior. Abrió el grifo y bebió abundantemente. Luego se rasgó la pernera del pantalón y lavó la herida lo mejor que pudo. La hemorragia externa se había detenido prácticamente y Osborn logró aflojar el torniquete sin que la pierna volviera a sangrar.
Después, seguramente se había desmayado porque cuando volvió a abrir los ojos vio a dos jóvenes con palos de golf a cuestas que lo miraban y le preguntaban en francés si se encontraba bien. Había confundido un campo de golf con terrenos agrícolas.
Ahora estaba sentado en el salón del club con la mirada fija en el teléfono de la pared. Sólo acertaba a pensar en Vera. ¿Dónde estaría? ¿En la ducha? No, no podía tardar tanto. ¿En el trabajo? Tal vez, no estaba seguro. Había perdido la noción de sus horarios, de los días que tenía libres y de los otros.
Levigne, un hombre pequeño y delgado como un lápiz que administraba el lugar, quiso llamar a la policía pero Osborn logró convencerlo de que sólo había sido un pequeño accidente y que alguien vendría a buscarlo. Le daba miedo que apareciera el hombre alto. Pero también le daba miedo la policía. Era muy probable que ya hubiesen encontrado el coche de Kanarack. Habría sido confiscado y registrado como coche robado o abandonado. Pero cuando apareciera el cadáver flotando en las aguas del Sena, lo revisarían con lupa. Las huellas dactilares de Osborn estaban en todas partes y la policía ya las tenía fichadas. El mismo Barras se las había tomado aquella primera noche al detenerlo después de agredir a Kanarack en el café y de saltar las barreras del metro para perseguirlo.
¿Cuándo había sucedido eso?
Osborn miró su reloj. Hoy era sábado. Había visto a Kanarack por primera vez el lunes. Seis días. ¿Sólo seis días? ¿Después de casi treinta años? Y ahora Kanarack estaba muerto. Teniendo en cuenta todos sus intrincados planes, a la policía, a Jean Packard… Después de todo, aún no tenía una respuesta. La muerte de su padre seguía siendo un misterio tan insoluble como en el pasado.
Escuchó un ruido y levantó la mirada. Un hombre corpulento llamaba por teléfono. Fuera, los jugadores de golf caminaban hacia el primer tee. La bruma del amanecer había dejado paso a un sol brillante, el primer día sin nubes desde que Osborn había llegado a Francia. El campo de golf estaba situado cerca de Ver-non a unos treinta kilómetros de París. El Sena, que serpenteaba de un lado a otro de la campiña, seguramente lo había arrastrado al menos el doble de esa distancia. No sabía cuánto tiempo había estado en el agua ni cuánto había caminado en la oscuridad.
En la mesa, Osborn observó el fondo de la taza de café que Levigne le había traído sin cobrarle. Cogió la taza y bebió lo que quedaba de un sorbo. El solo movimiento de levantar una taza de café y bebería le había cansado.
Al otro lado del salón, el hombre corpulento colgó y salió. ¿Qué pasaría si de pronto entraba el hombre alto? Aún llevaba la pistola de Kanarack en el bolsillo de la chaqueta. ¿Tendría la fuerza para sacarla, apuntar y apretar el gatillo? Durante años había practicado con una escopeta y era buen tirador. Se entrenaba en los clubs de Santa Mónica y en los valles de San Fernando y El Conejo. ¿Por qué lo había hecho? No lo sabía. Tal vez se trataba de liberar agresividad. Tal vez era un deporte. O una precaución ante la ola de crímenes en las grandes ciudades. ¿O había otros motivos? Algo que lo impulsaba a esperar el día en que tuviera que recurrir a un arma.
Volvió a mirar el teléfono. «Inténtalo. Una vez más. Tienes que intentarlo.»
La pierna se le empezaba a tensar y Osborn temió que con el movimiento volviera a sangrar. Además, el impacto del traumatismo comenzaba a disiparse y disminuía el efecto de la anestesia natural del organismo.