McVey tosió, el pecho se le agitó dolorosamente y cerró los ojos.
Remmer miró al médico alemán.
– Se pondrá bien -comentó Osborn, sosteniéndole aún la mano a McVey-. Hay que dejarlo descansar.
– Al diablo. Escuchadme -protestó McVey, y le apretó la mano a Osborn. Abrió los ojos-. Salettl… -dijo, y calló respirando profundamente- dijo que la fisioterapeuta de Lybarger… la chica… se iría en…
– ¡El avión a Los Angeles! ¡Por la mañana! -Intervino Osborn para arrebatarle la frase-. Dios mío, ¡por algo lo dirá! ¡Tiene que seguir viva aquí, en Berlín!
– Sí…
Capítulo 128
La habitación privada de la sexta planta de la Universitáts Klinik Berlin estaba a oscuras. A McVey lo habían internado en la unidad de quemados. A Remmer le hicieron radiografías de la muñeca y se la escayolaron, y a Osborn lo dejaron en paz. Sucio y exhausto, tenía el pelo y las cejas chamuscadas que le daban el aspecto, pensó, de Yul Brynner o de un marine duro. Después de examinarlo, lo acostaron. Quisieron darle un calmante, pero él se negó.
Cuando los policías berlineses salieron en busca de Joanna Marsh, Osborn debería haberse marchado, pero no lo hizo. Tal vez estaba demasiado cansado, o puede que el envenenamiento con cianuro tuviera efectos secundarios desconocidos y que funcionara como una dosis de adrenalina que lo mantuviera alerta. Cualquiera que fuera la razón, Osborn permanecía totalmente despierto.
Desde donde estaba, veía su ropa arrugada colgada junto al traje de McVey en el armario. Más allá, a través de la puerta abierta veía el cuarto de las enfermeras. Había una rubia de guardia y mientras hablaba por teléfono registraba datos en el ordenador. Entró un médico en ronda de noche y Osborn vio que ella levantaba la mirada cuando el médico se puso a estudiar los informes. Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que él había hecho su última ronda. Como si nunca hubiera hecho una. Ahora, en Europa le parecía haber vivido un tiempo sin límite. En rápida sucesión, un médico enamorado se había convertido en perseguidor, luego en víctima y más tarde en fugitivo. Después de nuevo en perseguidor, en connivencia con policías de tres países. Entretanto había disparado y matado a tres pistoleros terroristas, de los cuales uno era mujer. De su vida y su trabajo en California sólo quedaban retazos de recuerdos. Estaba y no estaba formando una imagen especulatoria de su vida. Sí y no a la vez. No había podido enterrar en el recuerdo la muerte de su padre. A pesar de lo vivido, seguía sin hacerlo. Era eso lo que lo mantenía despierto. Había intentado descubrir la respuesta en los cuerpos de Scholl y Salettl. Pero no la había. Todo parecía terminar allí hasta que McVey había recordado las palabras de Salettl. Podía estar diciéndoles que buscaran a Joanna Marsh. La mujer tendría alguna respuesta aunque fuera inocente. Pero era un cabo sin atar, como Scholl después de la muerte de Merriman. Así, el viaje aún no llegaba a su fin. Pero con McVey convaleciente y fuera de juego por quién sabía cuánto tiempo, la pregunta era ¿cómo continuar?
Capítulo 129
Mientras el diminuto caniche le tiraba de la correa, Baerbel Bracher hablaba con los inspectores de Homicidios de la Polizeiprasidium, la Jefatura Central de Policía.
Baerbel Bracher tenía ochenta y siete años y pasaban treinta y cinco minutos de la medianoche. Su perro Heinz, de dieciséis años, sufría de la vejiga y algunas noches debía sacarlo a pasear hasta cuatro veces. Si Heinz lo pasaba muy mal, hasta cinco o seis veces durante toda la noche. Esa noche lo había pasado mal, y en su sexto paseo Baerbel había visto los coches de la policía, y luego a los policías y a los adolescentes que se arremolinaban en torno al taxi.
– Sí, yo lo vi. Era joven y guapo y llevaba frac -dijo la anciana, y dejó de hablar cuando llegó el furgón del forense y el médico y sus asistentes de batas blancas bajaron y se acercaron al taxi-. En ese momento me pareció extraño ver a un hombre guapo vestido de frac bajar de un taxi, tirar las llaves en el interior y marcharse -explicó.
Trajeron una camilla y una funda, y la anciana los vio abrir el maletero, sacar el cuerpo de la joven taxista, meterla dentro de la funda y cerrar la cremallera.
– Bueno, ya sé que no tengo por qué entrometerme, pero llevaba un maletín blanco muy grande colgado al hombro. Pensé que era raro que un joven vestido de frac llevara una cosa tan aparatosa. Pero bueno, hoy en día se ve de todo. Yo ya no pienso nada y prefiero no opinar.
El detalle del frac relacionaba al hombre con el incendio de Charlottenburg. Hacia la una de la madrugada, llevaron a Baerbel Bracher a la jefatura a mirar fotos. Debido a la conexión con Charlottenburg, se contactó a la BKA. Inmediatamente después, Bad Godesburg se ponía en contacto con Remmer.
– Mezclad entre las fotos la del jefe de Seguridad de Scholl, la que hicimos a partir del vídeo de la casa de Hauptstrasse -ordenó Remmer desde su habitación en el hospital-. No le digáis nada, sólo metedla en medio.
Veinte minutos más tarde, Bad Godesburg llamó para confirmar la corazonada. Eso significaba que un miembro de la Organización había escapado del incendio en Charlottenburg y andaba ahora suelto. Se envió la alerta a todas las unidades y Remmer pidió una orden de captura internacional contra Von Holden, de nacionalidad argentina y portador de un pasaporte suizo, sospechoso de asesinato.
Al cabo de una hora, un juez de Bad Godesburg extendió la orden de arresto. Momentos después, la foto de Von Holden era enviada a todos los departamentos de policía de Europa, el Reino Unido, América del Norte y del Sur. El aviso llevaba el código «rojo», es decir de busca y captura. Y, más abajo: «Está armado y es extremadamente peligroso.»
– ¿Cómo se encuentra? -Eran más de las dos de la tarde cuando Remmer entró en la habitación de Osborn.
– Estoy bien -contestó Osborn, que comenzaba a dormitar en el momento en que entró Remmer-. ¿Cómo tiene la muñeca?
Remmer levantó el brazo.
– Escayolada, por ahora.
– ¿Y McVey?
– Durmiendo.
Remmer se acercó y Osborn se percató de la intensidad de su mirada.
– ¡Han encontrado a la fisioterapeuta de Lybarger!
– No.
– Entonces, ¿qué?
– El hombre que Noble identificó como miembro de la Spetsnaz, el mismo que usted encontró en el Tiergarten, escapó al incendio.
Osborn se espabiló por completo. Aún quedaban cabos sueltos.
– ¿Von Holden? -preguntó.
– Un hombre que correspondía a su descripción abordó el tren de las once menos doce minutos a Frankfurt. No estamos seguros de que se trate de él, pero yo voy hacia allá de todos modos. Hay demasiada niebla para coger un avión. No hay trenes. Voy en coche.
– Voy con usted.
– Eso veo -dijo Remmer con un amago de sonrisa-. Precisamente venía a preguntárselo.
Diez minutos más tarde salía un Mercedes gris oscuro por una de las autopistas de Berlín. El coche era de un motor de seis litros en V-8, un modelo que solía usar la policía. La velocidad máxima era asunto clasificado, pero se decía que en una recta podía alcanzar los trescientos kilómetros por hora.
– Me gustaría saber si se marea en coche -preguntó Remmer tajante.
– ¿Por qué lo pregunta?
– El tren de Berlín llega a las siete y cuatro minutos. Ahora son las dos y pico. Un conductor que va rápido por autopista desde Berlín a Frankfurt, puede hacerlo en cinco horas y media. Yo voy rápido. Y además soy policía.
– ¿Cuál es el récord?
– No hay récord.