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– Joanna, tengo un regalo para ti -dijo con su voz arrulladora-. Bueno, en realidad es para Henry.

– ¿Qué pasa con Henry? -respondió Joanna, y la puerta se abrió de golpe. Joanna estaba descalza, vestida con vaqueros y una camiseta. Había abierto, horrorizada de que alguien le hubiera hecho daño a su perro, que permanecía en la perrera de Taos. Y entonces vio al cachorro.

Cinco minutos más tarde, Von Holden estaba besando las lágrimas del rostro de Joanna, que jugaba en el suelo con al cachorro de cinco semanas. Von Holden le explicó que el vídeo que había visto de los desafueros sexuales de Lybarger era fruto de un morboso estudio al que él se había opuesto tajantemente. Pero la junta de accionistas de Lybarger había terminado por imponerse porque insistían en comprobar la capacidad de Lybarger para recuperar el control de su corporación, una multinacional de cincuenta mil millones de dólares. Temiendo que sufriera un segundo infarto, su agencia de seguros quería tener una prueba inequívoca de su fuerza y energía tras un día de trabajo intenso. La agencia de seguros opinaba que las pruebas habituales no constituían una garantía suficiente y le pidió a su representante médico que, con Salettl, diseñara una estrategia.

Salettl, sabiendo que Lybarger no tenía mujer, ni relaciones afectivas, y consciente de que estimaba a Joanna y confiaba en ella, pensó que era la única con la que se podría sentir cómodo. Temiendo que rechazaran la propuesta si llegaban a preguntarles, Salettl ordenó que los drogaran a los dos. El experimento se llevó a cabo, se grabó y los resultados fueron analizados por la junta de accionistas. Aquella única cinta de vídeo se había destruido hacía tiempo. Nadie más había estado presente. Las cámaras eran manejadas por control remoto.

– Joanna, para ellos era una cuestión de negocios y nada más. Intenté oponerme hasta el punto que me dijeron que si persistía tendría que renunciar a la corporación. No podía hacer eso por el bien del señor Lybarger ni por el tuyo. Porque al menos sabía que podía estar cerca y no acabar como una persona ajena. Lo siento… -dijo en un suspiro, y a Joanna se le llenaron los ojos de lágrimas-. Te pido un día más, Joanna, por el señor Lybarger. Sólo el viaje a Berlín, y luego vuelves a casa.

Von Holden se agachó y le frotó el vientre al cachorro que jugueteaba estirado sobre el lomo.

– Si te quieres ir ahora -precisó-, entiendo tu decisión y puedo poner a tu disposición un coche hasta el aeropuerto. Contrataremos a otra terapeuta mañana y haremos todo lo posible por el señor Lybarger. Joanna se quedó mirando a Von Holden sin saber qué hacer. Sentía la indignación y la ira por lo que le habían hecho con total impunidad y también estaba confundida al saber que, como ella, Elton Lybarger había sido víctima de la misma maquinación. Seguía sintiéndose responsable del bienestar físico de su paciente.

Von Holden mantuvo la mano alzada y la bola peluda y negra se incorporó para lamérsela. Le frotó la cabeza y le hizo cosquillas en las orejas con la misma sonrisa cálida y afectuosa que había seducido a Joanna el día que lo había visto por primera vez. Joanna decidió de pronto que lo que le había contado era verdad y que, bajo esas circunstancias, su oferta no era del todo irrazonable.

– Iré contigo a Berlín -decidió, con una sonrisa triste y tímida a la vez.

Von Holden se inclinó y le rozó la frente con los labios, agradeciéndole una vez más su comprensión.

– Joanna, debo volver hoy a Berlín para preparar los últimos detalles. Lo siento, pero no tengo alternativa. Tú vendrás mañana con el señor Lybarger y los demás.

Joanna vaciló y por un momento Von Holden pensó que cambiaría de parecer, pero entonces vio que cedía.

– Y cuando lleguemos allá, ¿te veré?

– Claro que me verás -respondió él con una sonrisa generosa

Joanna sonrió. Por primera vez después de haber visto la cinta, se sintió tranquila. Von Holden volvió a jugar con las orejas del cachorro, se incorporó, le cogió la mano a Joanna y la ayudó a ponerse de pie. Deslizó la mano libre en el bolsillo y sacó un sobre que dejó sobre la mesa a su lado.

– Con esto, la corporación quisiera ayudarte a olvidar los malos ratos y a curar tus heridas. Lamento que no sea nada muy personalizado, pero te irá bien. Te veré en Berlín -murmuró, y salió.

Joanna miró el sobre mientras el cachorro gemía a sus pies. Finalmente, lo cogió y lo abrió. Al ver lo que había en el interior, sintió que se le cortaba la respiración. Era un talón bancario a su nombre con una cifra de medio millón de dólares.

Capítulo 93

Remmer hizo girar el Mercedes por la Hardenbergstrasse hacia el garaje subterráneo de un edificio de hormigón y vidrio en el número 15. Los siguió uno de los coches escolta de la Policía Federal y aparcó en el espacio frente a ellos. Al bajar y caminar con los otros hacia el ascensor, Osborn observó a los agentes. Eran más jóvenes de lo que habría esperado y no tendrían ni treinta años. Se sorprendió pensando que toda una generación de personajes más jóvenes que él surgían ahora como profesionales. No era que aquello lo hiciera sentirse viejo sino que establecía cierto desequilibrio. Los policías siempre habían sido mayores que él, así como él siempre se había encontrado entre los jóvenes que ascendían -cuando los otros chavales aún iban al instituto. Pero ahora esos chicos ya no estaban en el instituto. No supo por qué pensaba eso en ese momento, aunque tal vez intentaba no pensar hacia dónde se dirigían y qué sucedería cuando llegaran a su destino.

Permanecieron en el comedor privado del restaurante durante más de dos horas comiendo y tomando café. Esperando. Luego Honig les comunicó que el juez Otto Gravenitz los esperaba en su despacho a las tres.

Durante el trayecto, McVey instruyó a Osborn acerca de lo que tenía que decir en su declaración. Lo único importante eran las palabras de Merriman justo antes de morir y Osborn debía hablar sólo de lo esencial del asunto. En otras palabras, no tenía que mencionar para nada al detective privado Jean Packard. Ni mencionar las jeringas ni el fármaco que le había administrado a Merriman. McVey quería encontrar una forma de mitigar el miedo de Osborn, no confesado pero muy latente. El médico iba a encontrarse en una situación donde podría verse obligado a incriminarse en una acusación de intento de asesinato.

El gesto de McVey con Osborn intentaba ser una demostración de generosidad y era de esperar que lo apreciara. Osborn lo apreciaba, pero sabía que el asunto tenía su doble filo. A McVey no le preocupaba que Osborn se viera implicado en un lío. No quería complicaciones que hicieran peligrar sus planes para conseguir una orden de arresto contra Scholl. Eso significaba que la audiencia debía ser sencilla y apuntar únicamente a Scholl, tanto ante el juez como ante Honig cuya opinión tenía un peso evidente. Si Osborn iba demasiado lejos en sus declaraciones, el asunto cambiaría de cariz y en lugar de proyectarse sobre Scholl se cerniría sobre Osborn y la causa principal se vería seriamente dañada.

– ¿Qué piensas? -Le preguntó McVey a Remmer cuando se cerraron las puertas del ascensor-. ¿Saben que estamos aquí?

Remmer se encogió de hombros.

– Lo único que te puedo decir es que no nos siguieron desde el avión hasta Berlín. Ni del restaurante hasta aquí. Pero quién sabe, hay ojos que no vemos.

Creo que es más seguro suponer que lo saben, ¿no te parece?

Noble miró a McVey. Remmer tenía razón. Era preferible estar alerta. Aunque la Organización no supiera que estaban allí, tenían que contar con que lo sabrían pronto. Ya habían constatado de sobras cómo funcionaban.

El ascensor se detuvo en el sexto piso y salieron a una sala de recepción. Los condujeron a un despacho privado y les pidieron que esperaran.

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