Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Decidió que Paul Osborn resultaría inofensivo si en algún momento tenía que vérselas con él. Tenían más o menos la misma edad y a juzgar por sus facciones delgadas, Osborn estaba en buena forma física. Pero ése era el único rasgo que tenían en común. Cuando un hombre estaba entrenado para el combate o la defensa personal, se le notaba. Osborn no tenía nada de eso. Por su apariencia, se diría que era un tipo fuera de contexto.

McVey era diferente. El hecho de que fuera algo maduro y ligeramente obeso no significaba nada. Von Holden entendió de inmediato por qué McVey había podido acabar con Bernhard Oven. Actuaba de manera poco habitual en los hombres y tenía grabado en la mirada todo lo que había visto y hecho a lo largo de su ejercicio de policía. Von Holden supo instintivamente que si McVey llegaba a cogerlo, en sentido figurado o en sentido literal, no lo soltaría más. De su entrenamiento en la Spetsnaz, Von Holden había aprendido que había sólo una manera de tratar con individuos como McVey. Tenía que matarlos al instante. Si no, lo lamentaría para siempre.

Von Holden entró en su habitación, cerró la puerta y se sentó ante una pequeña mesa. Abrió un maletín y sacó un aparato compacto de radio de onda corta. Lo encendió, tecleó un código y esperó. Tardaría ocho segundos en tener acceso a un canal libre.

– Lugo -dijo, a modo de identificación-. Éxtasis -añadió. Era el código de la operación que había comenzado con Merriman y que ahora se ocupaba de Osborn y McVey-. E.B.D. -dijo. Eran las siglas de European Bloc División-. Nichts. Nada -informó por toda respuesta.

Von Holden pulsó el código para cerrar la comunicación y apagó el aparato. Acababa de informar a la División Europea de la Organización que los fugitivos de la operación Éxtasis no habían muerto. Oficialmente aún andaban «sueltos» y se declaraba la alerta para todos los agentes del bloque europeo.

Von Holden guardó la radio, apagó la luz y miró por la ventana hacia fuera. Se sentía cansado y frustrado. Tendrían que haber encontrado al menos a uno de ellos. Los habían visto subir al tren, que no hacía paradas antes de Meaux. O bien se encontraban aún bajo los escombros de la catástrofe o se habían desvanecido por arte de magia.

Se sentó en la cama, encendió la luz y llamó por teléfono a Joanna en Zúrich.

No había vuelto a verla desde la noche en que salió corriendo de su apartamento, histérica y totalmente desnuda.

– Joanna, soy Pascal. ¿Te encuentras mejor?

Por un momento, sólo hubo silencio.

– ¿Joanna?

– No me encuentro muy bien -dijo ella.

Von Holden percibía la distancia y la ansiedad en su voz. Era evidente que algo le había sucedido esa noche. Pero no guardaría ningún recuerdo porque las drogas que le había administrado eran demasiado potentes. La reacción que había experimentado más tarde se parecía a un mal viaje de LSD y era eso lo que recordaba ahora.

– Estaba muy preocupado. Quería llamar antes, pero me ha sido imposible… Sinceramente, estuviste un poco rara la otra noche. Puede que no sea buena idea mezclar el coñac con la diferencia horaria. Puede que también haya sido un exceso de pasión, ¿no crees? -preguntó riendo.

– No, Pascal, no ha sido eso. -Joanna estaba enfadada-. He tenido que trabajar mucho con el señor Lybarger. De pronto resulta que tiene que caminar sin bastón este mismo viernes. Y no me han dicho por qué. No sé qué sucedió la otra noche. No me gusta forzar tanto al señor Lybarger. No es bueno para él. Tampoco me gusta cómo me trata el doctor Salettl ni su manera de dar órdenes.

– Joanna, déjame que te explique algo. El doctor Salettl probablemente actúa de esa manera porque está nervioso. Este viernes, el señor Lybarger tiene que leer un discurso ante los principales accionistas de su compañía. El éxito y el rumbo de la compañía en el futuro dependen de que los accionistas reconozcan que el señor Lybarger está capacitado para volver a dirigir la corporación. Salettl está quisquilloso porque lo han hecho responsable de la recuperación del señor Lybarger. ¿Me entiendes?

– Sí… No. Lo siento, no lo sabía. De todos modos, no es razón para…

– Joanna, el señor Lybarger tiene que pronunciar un discurso en Berlín. El viernes por la mañana, tú, yo, el señor Lybarger y Eric y Edward iremos allá en el avión de la empresa.

– ¿Berlín? -Joanna no había oído el resto de la frase, sólo Berlín. Por su tono de voz, Von Holden intuyó que la idea le disgustaba. Joanna ya estaba harta y ahora sólo quería volver a su querido Nuevo México lo antes posible.

– Joanna, entiendo que te sientas cansada. Tal vez yo mismo te haya presionado demasiado. Ya sabes lo que siento por ti: La verdad es que es parte de mi carácter dejarme llevar por mis sentimientos. Por favor, Joanna, sólo te pido que aguantes un poco más. El viernes llegará antes de que te des cuenta y el sábado podrás volver a casa en un vuelo directo desde Berlín, si quieres.

– ¿A casa? ¿A Taos? -Von Holden sintió la ola de entusiasmo.

– ¿Te parece bien?

– Sí, me alegro mucho. -Joanna había decidido que, aparte de los diseños de alta costura y los castillos, ella no era más que una chica de Nuevo México satisfecha con su vida sencilla en Taos. Quería volver allí más que nada en el mundo.

– Entonces puedo contar contigo. ¿Nos acompañarás hasta el final? -La voz de Von Holden era suave y arrulladora.

– Sí, Pascal. Puedes contar conmigo. Iré.

– Gracias, Joanna. Disculpa todas las incomodidades que has tenido que sufrir. No estaba previsto. Si quieres, me gustaría mucho que pasáramos una última noche en Berlín. Los dos solos, para bailar y despedirnos. Buenas noches, Joanna.

– Buenas noches, Pascal.

Von Holden se imaginaba la sonrisa de Joanna al colgar. Había dicho justo lo necesario.

Capítulo 80

Un timbre de carrillones despertó a Benny Grossman de un sueño profundo. Eran las tres y cuarto de la tarde. ¿Por qué diablos sonaba el timbre? Estelle aún estaba en el trabajo. Matt estaría a esa hora en clase de lengua hebrea y David en su entrenamiento de rugby. Benny no estaba de ánimo para atender a nadie, sobre todo si era alguien que se había equivocado de puerta. Empezaba a dormirse cuando volvió a sonar el timbre.

– Hostia -gruñó. Se levantó y miró por la ventana. No había nadie en el jardín y no alcanzaba a ver la puerta de entrada, que se encontraba justo debajo.

– ¡Vale, vale! -exclamó cuando volvió a sonar. Se puso el pantalón del chándal y bajó las escaleras hasta la puerta de entrada. Abrió el mirador. Vio a dos rabinos, uno de ellos joven y sin barba, el otro anciano, con una larga barba entrecana.

«¡Dios mío! -pensó-. ¿Qué habrá pasado?»

Con el corazón en la boca, abrió la puerta de un golpe.

– ¿Sí? -preguntó.

– ¿Inspector Grossman? -preguntó el rabino anciano.

– Sí, soy yo. -A pesar de sus largos años como policía y después de todo lo que había visto, Benny Grossman se volvía frágil como un niño cuando se trataba de su propia familia-. ¿Qué sucede? ¿Pasa algo? ¿Le ha ocurrido algo a Estelle? ¿Matt? ¿Ó David…?

– Se trata de usted mismo, inspector -dijo el rabino viejo.

Benny no tuvo tiempo para reaccionar. El rabino joven levantó la mano izquierda y le descargó un disparo entre ceja y ceja. Benny cayó hacia atrás como una losa. El rabino joven entró y le disparó por segunda vez, para asegurarse. Entretanto, el rabino viejo recorrió la casa. Arriba, en la cómoda, encontró las notas que Benny había usado en su llamada a Scotland Yard. Las dobló cuidadosamente y volvió a bajar.

En el jardín de al lado, a la señora Greenfield le pareció raro ver salir a dos rabinos de casa de los Grossman y cerrar la puerta a su espalda, sobre todo a esa hora de la tarde.

89
{"b":"115426","o":1}