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A continuación, McVey tuvo que pasar diez días en una fría oficina del tercer piso de Scotland Yard revisando los extensos informes policiales de cada uno de los crímenes, a menudo obligado a consultar ciertos detalle con Ian Noble, que disponía de una oficina mucho más cómoda y caldeada en el primer piso. Afortunadamente, McVey se dio un respiro cuando lo llamaron de Los Ángeles para que volviera a declarar durante dos días en el juicio por asesinato de un traficante de drogas vietnamita que el propio McVey había detenido cuando el tipo intentaba matar a un conductor de autobús en el restaurante donde McVey estaba comiendo. En realidad, el acto de heroísmo de McVey había consistido en colocarle al tipo su revólver reglamentario del calibre 38 detrás de la oreja, y aconsejarle que se relajara.

Después del juicio, McVey iba a tomarse dos días libres como asuntos personales para volver luego a Londres. Pero por algún motivo, al inspector se le ocurrió someterse a unas sesiones de cirugía dental y convirtió los dos días en dos semanas. La mayor parte del tiempo lo pasó en un campo de golf cercano al estadio de Rose Bowl, donde el cálido sol que se filtraba a través de la niebla lo ayudó, entre golpe y golpe, a meditar sobre los asesinatos.

Hasta ese momento, lo único que las víctimas parecían tener en común, el único hilo conductor, era el corte quirúrgico practicado en las cabezas. Se trataba de algo que a primera vista parecía ser obra de un cirujano o de alguien con habilidades de cirujano que tenía acceso a los instrumentos necesarios.

Exceptuando eso, no había nada más que cuadrara. Tres de las víctimas habían sido asesinadas en el mismo lugar donde se las había encontrado. Las otras cuatro habían sido asesinadas en otro lugar, y tres de ellas habían sido abandonadas a la orilla de un camino, mientras que la cuarta había sido lanzada a las aguas del puerto de Kiel. Después de tanto tiempo en Homicidios, éste era el caso más confuso y extraño de todos los que había conocido McVey.

Y luego, después de guardar los palos de golf y tener que regresar a la humedad de Londres, agotado y desorientado por el largo viaje, no bien había dejado caer la cabeza sobre aquella cosa que el hotel pretendía hacer pasar por almohada, y cuando ya había cerrado los ojos, sonó el teléfono. Era Noble, llamando para informarle que una cabeza ajustaba con uno de los cuerpos.

Y eran las cuatro menos cuarto de la mañana, hora de Londres, y McVey estaba sentado ante lo que servía como mesa de escritorio en el armario que era su habitación, junto a dos dedos de whisky Famous Grouse, hablando en conferencia con Noble y el capitán Cadoux, en la línea de Interpol de Lyón.

Cadoux, un enérgico y macizo individuo con un enorme bigote daliniano que no podía dejar de acariciarse entre el índice y el pulgar, tenía ante sus ojos el fax del informe preliminar de la autopsia enviado por el joven forense Evans. En él se describía, entre otras cosas, el punto exacto en que la cabeza había sido separada del cuerpo. Era precisamente el mismo punto en el que se había producido la separación de la cabeza en los otros siete cuerpos.

– Ya lo sabemos, Cadoux, pero no es suficiente para que digamos con seguridad que los asesinatos están relacionados -dijo McVey, con voz cansina.

– Corresponde al mismo grupo de edad.

– Aun así, no es suficiente.

– McVey, tengo que advertirle que estoy de acuerdo con el capitán Cadoux -dijo Noble, pausado, como si estuvieran bebiendo el té de las cinco. McVey volvió a mirar su reloj. Ya no tenía una idea clara de si era de día o de noche.

– Aunque no establezca una relación, se le parece demasiado como para ignorarla -concluyó Noble.

– Vale…, hay que preguntarse qué tipo de loco anda suelto por ahí -dijo McVey, aventurando la idea que siempre había tenido. Desde el momento en que lo dijo, Scotland Yard e Interpol reaccionaron del mismo modo.

– ¿Cree que se trata de un solo hombre? -preguntaron al unísono.

– No lo sé. Sí… -dijo McVey-. Creo que es un solo hombre.

Luego, alegando que el desfase horario estaba a punto de derrumbarlo y preguntando qué tal si se ocupaban de aquello más tarde, McVey colgó. Podía haberles pedido su opinión, pero no lo había hecho. Eran ellos quienes habían solicitado su ayuda. Además, si pensaban que se equivocaba, lo habrían dicho. En cualquier caso, no era más que una corazonada.

Cogió el vaso de whisky y miró por la ventana. Al otro lado de la calle había otro hotel, pequeño, como el suyo. La mayoría de las ventanas estaban apagadas, pero en la cuarta planta brillaba una luz tenue. Alguien estaba leyendo, o tal vez ya se había dormido leyendo, o había dejado la luz encendida al salir y aún no había vuelto. O tal vez había un cadáver en la habitación, a la espera de que lo encontraran al día siguiente. Eso era lo que sucedía cuando se trabajaba como detective, las posibilidades para casi todo eran infinitas. Sólo con el tiempo conseguía uno desarrollar una intuición sobre las cosas, un sentido de lo que había en la habitación antes de entrar en ella, de lo que podía encontrar, de qué tipo de gente habría allí o había estado allí, y qué habrían estado urdiendo.

Pero en el asunto de la cabeza cercenada, no había habitaciones con luz tenue de por medio. Si tenían suerte, tal vez la encontrarían más tarde. Una habitación los conduciría a otra habitación y, finalmente, al lugar donde se encontraba el asesino. Pero antes, debían identificar a la víctima.

McVey terminó de beber su whisky, se frotó los ojos y lanzó una mirada atenta a la nota que había escrito en su libreta de apuntes: Cabeza/Artista/Esbozo/Periódico/DNI.

Capítulo 6

A las cinco de la mañana, las calles de París estaban desiertas. El metro comenzaba a circular a las cinco y media, de modo que para llegar a la fábrica, Henri Kanarack dependía de Agnès Demblon, contable jefa de la panadería donde trabajaba. Ella, con un religioso sentido del deber, llegaba todos los días a las cuatro y cuarenta y cinco minutos, con su Citroen blanco adquirido hacía cinco años, y lo esperaba frente a su piso. Y todos los días, Michèle Kanarack miraba por la ventana de la habitación, veía a su marido salir a la calle, entrar en el Citroen y partir con Agnès. Luego se ceñía la bata, volvía a la cama y se quedaba despierta pensando en Henri y Agnès. Agnès era una solterona de cuarenta y tres años, una contable que nunca se quitaba las gafas, carente de atractivo para la imaginación de cualquiera. ¿Qué veía Henri en ella que no veía en Michèle? Michèle era mucho más joven, diez veces más guapa, con un cuerpo igualmente bonito, y se aseguraba de darle a Henri todo el sexo que quisiera, razón por la cual finalmente había quedado encinta.

Lo que Michèle no podía saber, y nadie jamás le contaría, era que Henri había conseguido el empleo en la panadería gracias a Agnès. Era ella quien había convencido al dueño, a pesar de que Henri no tenía ninguna experiencia como panadero. El dueño, un hombre pequeño e impaciente, de apellido Lebec, no había demostrado ningún interés en contratar a un nuevo empleado, sobre todo si tenía que costear su aprendizaje, pero cambió de parecer inmediatamente cuando Agnès amenazó con despedirse si no lo contrataba. Era difícil encontrar contables como Agnès, que conocieran los subterfugios de las leyes de impuestos. Finalmente, a Henri Kanarack lo habían contratado, no había tardado en aprender su oficio, se podía confiar en él y no estaba pidiendo aumentos de sueldo constantemente, como cualquier otro. En otras palabras, era un empleado ideal y, por esa razón, Lebec no había discutido con Agnès por el hecho de haberlo traído. Pero Lebec se preguntaba por qué Agnès había estado dispuesta a dejar su empleo por un individuo tan anodino y banal como Henri Kanarack.

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