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«Sí -pensaba Von Holden mientras caminaba-, haremos lo que corresponda. Con rapidez y eficiencia.»

Sin embargo, había algo que no dejaba de inquietarlo. Sabía que Scholl los menospreciaba, sobre todo a McVey. Eran listos y tenían experiencia, además de mucha suerte. No era una buena combinación y significaba que su plan tenía que ser de una eficacia excepcional, un plan donde esa experiencia y suerte intervinieran lo menos posible. Prefería tomar la iniciativa y actuar con rapidez, antes de que ellos pudieran idear su propio plan. Pero en un hotel que formaba parte de un complejo de las dimensiones del Europa Center, era prácticamente imposible liquidar a cuatro hombres, al menos tres de los cuales iban armados y protegidos por la policía. Aquello exigía una operación al descubierto, demasiado sangrienta y aparatosa, y el éxito no estaría garantizado. Además, si algo iba mal y cogían a uno de los suyos, toda la Organización se vería amenazada en el momento menos indicado.

Así, a menos que cometieran un error impensable y que por algún motivo quedaran al descubierto, Von Holden respetaría las órdenes de Scholl y esperaría que ellos dieran el primer paso. A Von Holden la experiencia le decía que, si él dirigía personalmente la operación, no cabía dudar de que su estrategia funcionara. También sabía que aprovechaba mejor su energía en la logística de un plan de trabajo que en preocuparse de sus adversarios. Sin embargo, la presencia de McVey y los suyos no dejaba de inquietarlo, hasta tal punto que pensó en pedirle a Scholl que aplazara la celebración de Charlottenburg hasta que los hubieran liquidado. Pero eso era inconcebible y Scholl había dicho que no desde el principio.

Dobló en una esquina, caminó media manzana y subió las escaleras de un edificio de apartamentos en el número 37 de Sophie Charlottenburgstrasse. Tocó el timbre.

– ¿Ja? -preguntó una voz por el interfono.

– Von Holden -dijo él. Se oyó el zumbido de la cerradura electrónica y Von Holden subió hasta el gran apartamento de la segunda planta donde se había montado el centro de seguridad para la recepción de Lybarger. Un guardia uniformado le abrió la puerta y Von Holden entró por un pasillo junto a las mesas donde aún trabajaban las secretarias.

– Guten Abend. Buenas noches -dijo en voz baja, y abrió la puerta de una habitación pequeña habilitada como despacho. El problema, barruntó siguiendo su hilo de pensamiento, era que cuanto más se quedaran en el hotel sin establecer contacto con Scholl, más tiempo tendrían ellos para idear su propio plan y menos él para armar su estrategia. Pero Von Holden ya había comenzado a sacarle partido a la situación. El tiempo corría en ambos sentidos y mientras los policías permanecieran en el hotel, tendría tiempo para organizar a sus hombres y descubrir lo que sabían y qué tramaban.

Capítulo 97

– Gustav Dortmund, Hans Dabritz, Rudolf Kaes, Hilmar Granel… -leyó Remmer y dejó la hoja del fax. Miró hacia McVey, sentado enfrente, que sostenía una copia de la lista de invitados a Charlottenburg, de cinco páginas-. Herr Lybarger tiene amigos muy adinerados e influyentes.

– Y algunos no tan adinerados pero igualmente influyentes -dijo Noble estudiando su propia lista-. Gertrude Biermann, Mathias Noli, Henryk Steiner.

– Políticamente, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Por lo general sería difícil verlos juntos en una misma habitación -dijo Remmer. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se inclinó sobre la mesa para servirse un vaso de agua mineral.

Apoyado contra la pared, Osborn observaba. No le habían dado una copia de la lista de invitados ni él la había pedido. En las últimas horas, a medida que llegaba la información y los policías se concentraban en su trabajo, lo habían ignorado casi por completo. Como resultado, se sentía aún más ajeno y se intensificaba su presentimiento de que cuando fueran a por Scholl no contarían con él.

– Aunque sea nacionalizado, Scholl parece ser el único americano, ¿no? -preguntó McVey, volviendo a mirar la lista.

– Sí, todos los demás son alemanes -dijo Remmer, y soltó una nube de humo que McVey apartó de un manotazo cuando pasaba junto a él.

– Dime una cosa, Manfred, ¿por qué no lo dejas y ya está, eh? -protestó McVey.

Remmer le lanzó una mirada dura y se disponía a contestar, pero McVey lo interrumpió levantando una mano.

– Ya sé que voy a morir. Pero no quiero que seas tú el responsable.

– Lo siento -dijo Remmer, y apagó el pitillo.

Retazos de conversación cada vez más encrespados, jalonados por largos silencios, acusaban la frustración colectiva. Los tres hombres, visiblemente cansados, seguían empecinados en descifrar lo que estaba sucediendo. Aparte del hecho de que la celebración tendría lugar en Charlottenburg y no en la sala de conferencias de un gran hotel, a primera vista no parecía ser otra cosa que eso, a saber, uno de los miles de acontecimientos celebrados todos los años por agrupaciones en todo el mundo. Pero eso no era más que el aspecto superficial y a ellos les interesaba saber qué había debajo. Entre los tres, sumaban más de cien años de experiencia como policías profesionales y eso les procuraba un singular instinto para descifrar los hechos. Habían venido a Berlín por Erwin Scholl y, según observaban, Erwin Scholl estaba en Berlín por Elton Lybarger. La pregunta era ¿por qué?

El «¿por qué?» se volvió aún más intrigante cuando uno de ellos cayó en la cuenta de que, de todos los invitados ilustres de la reunión en honor de Elton Lybarger, éste era el menos ilustre y conocido de todos.

Una búsqueda en los archivos de Bad Godesburg había revelado que había nacido Elton Karl Lybarger en Essen, Alemania, en 1933, siendo el hijo único de un albañil de escasos recursos. Después de terminar sus estudios en 1951, había desaparecido en la Alemania de la posguerra. Y luego, algo más de treinta años después, en 1983 había reaparecido como millonario rodeado de sirvientes y residiendo en Anlegeplatz, una mansión que parecía un castillo, a veinte minutos de Zúrich. Además figuraba como propietario de una cantidad considerable de acciones de innumerables empresas de primera línea en Europa occidental. La pregunta era ¿cómo?

Las primeras declaraciones de impuestos desde 1956 hasta 1980 consignaban su profesión como «contable» y las direcciones que figuraban eran complejos de apartamentos en barrios grises de clase baja en Hannover, Dusseldorf, Hamburgo y Berlín y, finalmente, en 1983 en Zúrich. Todos los años, hasta 1983, su declaración había superado apenas la de un salario medio. Luego, en la declaración de ese año, sus ingresos se dispararon. Hacia 1989, el año de su infarto, los ingresos alcanzaron una suma estratosférica, más de cuarenta y siete millones de dólares.

Y no había nada en ninguna parte que lo explicara. Era verdad que la gente triunfaba. A veces de la noche a la mañana. Pero ¿cómo era posible que, después de años de trabajo como contable itinerante, viviendo en condiciones apenas por encima de la pobreza, alguien pudiera aparecer de pronto como dueño de una inmensa fortuna e influencia?

Hasta ahora seguía siendo un misterio. Lybarger no era miembro de ninguna de las juntas de sus empresas, universidades, hospitales o instituciones de beneficencia en Europa. No pertenecía a ningún club privado y no se le conocía filiación política. Ni carné de conducir ni acta de matrimonio, Lybarger ni siquiera tenía una tarjeta de crédito a su nombre. ¿Quién era, entonces? ¿Y por qué razón habrían de venir de todas partes a felicitarlo por su estado de salud cien ciudadanos de los más importantes e influyentes de Alemania?

Remmer suponía fundadamente que durante todos esos años Lybarger había tenido negocios con el mundo de la droga, que había vivido en distintas ciudades amasando una fortuna en dinero efectivo y blanqueándolo en bancos suizos. En 1983 había llegado a acumular lo suficiente para tener una fachada legal.

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