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Osborn dejó escapar un aullido de dolor y se retorció. Oven echó a Vera a un lado y buscó la Walther en su cintura. El chillido de Vera fue apagado por una descarga de fuego seguido de una violenta explosión. Oven cayó hacia el lado y Osborn, que seguía clavado contra la puerta, volvió a disparar. Las tres descargas sucesivas de la potente pistola convirtieron el pasillo en una tormenta de fuego escupida por el cañón, seguido de la detonación ensordecedora de los disparos.

Desde el suelo Vera vio que Oven corría por el pasillo hasta llegar a la puerta de la cocina. Osborn arrancó la mano que lo clavaba a la puerta y corrió cojeando tras él.

– ¡Quédate aquí! -gritó.

– ¡Paul! ¡No!

A Oven le corría la sangre por el rostro cuando tropezó contra la despensa. Cayó sobre una estantería con ollas y sartenes, abrió de un tirón la puerta de servicio y se lanzó escaleras abajo.

Unos segundos después Osborn salió a la escalera apenas iluminada y aguzó el oído para escuchar. Sólo el silencio. Estiró el cuello y miró por las escaleras hacia arriba, luego hacia abajo. Nada.

«¿Dónde diablos se ha metido? -Osborn respiraba pesadamente-. Ten cuidado. Ten mucho cuidado.»

Y luego desde abajo percibió un leve crujido. Al mirar creyó ver la puerta de la calle que se cerraba. Más allá, al otro lado del rellano había una oscuridad total donde las escaleras continuaban en curva hacia abajo hasta desaparecer en el sótano.

Con la automática apuntando la puerta Osborn bajó cauteloso un peldaño. Luego otro. Y un tercero. Luego un peldaño de madera crujió bajo sus pies y Osborn se detuvo, los ojos fijos en la oscuridad más allá de la puerta.

¿Habría salido? ¿Acaso estaba en el sótano esperándolo? Escuchando cómo bajaba la escalera.

Por algún motivo pensó que tenía la mano izquierda fría y pegajosa. Se la miró y vio que aún tenía la navaja clavada. Pero no podía hacer nada. Si la sacaba empezaría a sangrar y no tenía nada para detener la hemorragia. No le quedaba más que ignorarla.

Un peldaño más y se encontró en el rellano al otro lado de la puerta. Conteniendo la respiración inclinó la cabeza en dirección al sótano pero no oyó nada. Miró desde la puerta a la calle y luego otra vez a la oscuridad abajo. Sentía la sangre palpitando en torno a la navaja clavada en la mano. La conmoción se disiparía pronto y comenzaría a dolerle. Se apoyó sobre la otra pierna, avanzó un peldaño hacia abajo. No tenía idea cuánto se alargaban las escaleras hasta la puerta del sótano o qué habría más allá. Se detuvo y volvió a aguzar el oído esperando oír la respiración del hombre alto.

De pronto el silencio fue roto por la aceleración del motor de un coche y ruedas chirriando en la calle. En un segundo, Osborn se apoyó en la pierna sana y llegó hasta la puerta. Unos faros delanteros le iluminaron la cara cuando la cruzó. Levantó el brazo y disparó a ciegas contra la mancha verde del coche que pasaba a toda velocidad. Las ruedas volvieron a chirriar cuando giró en la esquina, el coche lanzó un destello al pasar bajo una farola y luego desapareció.

Osborn dejó caer el brazo que sostenía la pistola y lo siguió con la mirada sin percatarse de que la puerta se abría suavemente a sus espaldas. De pronto algo lo alertó. Aterrorizado giró sobre sus talones y levantó la pistola para disparar.

– ¡Paul! -Vera estaba en el umbral.

– ¡Dios mío! -Exclamó él, que la vio justo a tiempo

A lo lejos se oyó el ulular de las sirenas. Vera lo cogió por el brazo, lo atrajo hacia dentro y cerró la puerta.

– La policía estaba esperando afuera.

Osborn vaciló como si estuviera desorientado. Vera vio que aún tenía el cuchillo clavado en la mano.

– ¡Paul! -exclamó.

Por encima de ellos se abrió una puerta. Siguieron unos pasos.

– \Mademoiselle Monneray! -La voz de Barras bajó retumbando entre las paredes de la escalera.

La realidad de la policía le hizo recuperar el sentido de alerta a Osborn. Sostuvo la pistola bajo la axila, se inclinó, cogió la navaja por la empuñadura y se la arrancó de la mano. Un chorro de sangre fluyó al suelo.

– Mademoiselle! -gritó Barras ahora más cerca. Por el sonido de las pisadas más de un hombre bajaba las escaleras.

Vera se sacó una bufanda de seda y tensándola le envolvió la mano a Osborn.

– Dame la pistola -dijo-. Baja al sótano y quédate ahí.

Las pisadas se escuchaban más cerca. Los policías habían llegado al piso de arriba y seguían bajando.

Osborn vaciló, luego le entregó la pistola. Quiso decir algo y en ese momento sus miradas se encontraron. Por un momento pensó que ya no volvería a verla.

– ¡Venga, vete! -murmuró, y él se volvió y se alejó cojeando hasta desaparecer en el oscuro rellano de la escalera que daba al sótano. Un segundo y medio más tarde, Barras y Maitrot estaban allí.

– Mademoiselle, ¿se encuentra usted bien?

Con la pistola de Henri Kanarack en la mano, Vera se volvió hacia ellos.

Capítulo 59

Eran las nueve y veinte cuando McVey se enteró de lo que sucedía. Su visita a la cervecería Stella en la rué Saint Antoine había comenzado dos horas antes bajo el signo del fracaso, estuvo a punto de convertirse en un fiasco y terminó con un golpe de suerte.

Al llegar a las siete y cuarto, el lugar estaba repleto y los camareros corrían de un lado a otro como hormigas. El maitre, que al parecer era el único que hablaba algo de inglés, le informó a McVey que si quería una mesa tendría que esperar al menos una hora, tal vez más. Cuando McVey explicó que no quería una mesa sino hablar con el administrador, el maitre miró al techo y levantó unos brazos implorantes para advertirle que esa noche ni siquiera el administrador podía conseguirle una mesa porque el propietario celebraba una fiesta que ocupaba la sala principal. Luego desapareció.

McVey se quedó parado y se guardó en el bolsillo el retrato que había dibujado la policía de Albert Merriman. Tenía que intentar otra manera de establecer contacto. Tal vez tenía aspecto de solitario o de perdido, o de las dos cosas porque de pronto apareció una mujer pequeña ligeramente intoxicada, vestida de rojo brillante y, cogiéndolo del brazo, lo llevaba hasta la mesa que ocupaba en la sala grande y comenzaba a presentarlo como su «amigo americano». Mientras él intentaba librarse de la situación con cierto decoro, alguien le preguntó, hablando un inglés rudimentario, de qué parte de Estados Unidos era. Cuando él respondió «Los Ángeles», otras dos personas empezaron a preguntar por los Rams y los Raiders. Una tercera persona habló de la Universidad de California. De pronto, una joven delgada con aspecto de top model, y vestida como tal, se sentó a su lado. Sonrió, seductora, y le preguntó si conocía a alguno de los Dodgers. Un negro le tradujo a McVey y se lo quedó mirando esperando una respuesta. Lo único que McVey deseaba en ese momento era largarse de allí, pero por algún motivo había dicho que conocía a Lasorda. Era la verdad porque Tommy Lasorda, el técnico de los Dodgers, había trabajado en varias campañas benéficas para la policía y a lo largo de los años se había entablado cierta amistad entre los dos. Al oír el nombre de Lasorda, otro hombre se volvió.

– Yo también lo conozco -confesó hablando un inglés impecable.

El hombre resultó ser el dueño de la cervecería Ste11a. Quince minutos más tarde, dos de los tres camareros que habían impedido a Osborn atacar al francés estaban reunidos en la oficina del administrador estudiando el esbozo de Albert Merriman.

– Oui -dijo el primero que lo miró, y se lo entregó a su compañero. Éste lo estudió un momento y se lo devolvió a McVey.

– Ése es el hombre -dijo-. C'est l'bomme.

Los Ángeles.

– Robos y Homicidios, Hernández -contestó la voz. Rita Hernández era joven y sexy. Demasiado sexy para ser policía. A sus veinticinco años tenía tres hijos y su marido estudiaba Derecho en la facultad. Acababa de integrarse al equipo y era probablemente la inspectora más inteligente de todo el Cuerpo de Policía.

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