En más de una ocasión, Paul se había excitado. La primera vez, miraban pasteles en un gran almacén. Estaba lleno de gente, y Osborn tenía la certeza de que todas las miradas estaban fijas en su entrepierna. Cogió un pan grande y lo sostuvo discretamente delante de sí mientras simulaba mirar buscando algo. Vera lo vio y rió. Era como si fuesen amantes hacía mucho tiempo y compartieran una emoción secreta al mostrarlo en público.
Después de la cena, caminaron por la rué des Alpes y miraron la luna que salía sobre el lago Ginebra. A sus espaldas quedaba el Beau Rivage, el hotel de Paul. Él había pensado en la cena, en el paseo, en la noche, en todo lo que debía suceder hasta entonces. Pero ahora que estaba al alcance de la mano, no se sentía tan seguro de sí mismo como había creído. Habían pasado menos de cuatro meses desde su divorcio, apenas tiempo suficiente para recuperar la confianza de un joven médico, soltero y atractivo.
Intentó recordar cómo lo hacía en los viejos tiempos. ¿Le pedía a la mujer que subiera a su habitación? Tenía la mente en blanco y no lograba recordar nada. Pero no era necesario, porque Vera le llevaba una buena ventaja.
– Paul ^dijo, cobijando un brazo en el suyo y atrayéndolo hacia sí para protegerse del aire helado que soplaba desde el lago-, lo que nunca se debe olvidar de una mujer es que sólo la llevas a la cama si es ella quien toma la decisión.,
– No me digas. -Osborn quería ganar tiempo.
Tal como lo oyes.
Él metió la mano en el bolsillo, sacó una llave y la sostuvo en el aire.
– A la habitación de mi hotel -dijo.
– Tengo que tomar un tren. El TGV de las diez a París -respondió ella, como dando por sentado que él lo sabía.
– No entiendo -dijo Osborn, desconcertado. Ella no le había hablado del tren, ni le había dicho que se iba de Ginebra aquella noche.
– Paul, es viernes. Tengo cosas que hacer en París este fin de semana, y el lunes a mediodía tengo que estar en Caláis. Mi abuela cumple ochenta y un años.
– ¿Qué tienes que hacer en París este fin de semana que no pueda esperar hasta el próximo?
Vera lo miró sin decir nada.
– ¿Entonces? ¿Qué dices?
– ¿Qué pasaría si te dijera que tengo un novio?
– ¿Qué hacen las bellas médicas residentes con los novios? ¿Salen de la ciudad para enrollarse con otros amantes? ¿Así es el mundo médico en París?
– TYO no me he «enrollado» contigo -dijo Vera, y dio un paso atrás, indignada. Pero de la comisura de los labios se le escapó una leve sonrisa. Él la vio, y ella se dio cuenta de que la había visto.
– ¿Hay un aeropuerto en Caláis? -preguntó Osborn.
– ¿Por qué? -Vera volvió a apartarse.
– La pregunta es fácil -dijo él-. Sí, hay un aeropuerto en Caláis. O no, no hay un aeropuerto en Caláis.
Los ojos de Vera titilaron a la luz de la luna. Una brisa del lago le sopló sobre el pelo.
– No estoy segura…
– Pero hay un aeropuerto en París.
– Hay dos.
– Entonces el lunes por la mañana puedes volar a
París y tomar el tren a Caláis. -Si lo que ella quería era esto, que él se liara, lo estaba consiguiendo.
– ¿Qué iba a hacer aquí hasta el lunes por la mañana? -preguntó, y esta vez la sonrisa fue más abierta. Era evidente que quería liarlo.
– Para que un hombre consiga llevar a una mujer a la cama, tiene que ser ella la que tome la decisión -dijo, suavemente, y volvió a mostrar la llave de su habitación. La mirada de Vera se encontró con la suya. Estiró sus dedos y envolvió lentamente la llave con la mano.
Capítulo 10
Dos días no serían suficientes, pensó Osborn a la mañana siguiente. Vera acababa de salir de la cama y él la vio caminar por el lado y luego entrar al baño. Con los hombros hacia atrás, mostrando sin pudor sus pequeños pechos de alabastro, había cruzado la habitación con el paso de una bestia apenas domesticada, inconsciente de su grandeza. «Deliberadamente -pensó él- no lleva nada encima», ni la camiseta de los Kings de Los Ángeles que le había prestado para dormir y que ella no había usado, ni una de las tantas toallas desparramadas por el suelo en la ducha, rastros de tres episodios sexuales en la ducha. Era la manera que tenía de decirle que, para ella, la noche no había sido una simple travesura de la que estuviera avergonzada.
En algún momento durante las horas del amanecer, entre dos sesiones de amor, habían decidido pasar el resto del día viajando por Suiza en tren. Ginebra, Lausana, Zúrich y Lucerna. Osborn habría querido ir a Lugano, en la frontera con Italia, pero iba a faltarles tiempo. «Lugano será el próximo viaje», recordó haber pensado antes de caer en un sueño bien ganado y profundo. Lugano e Italia.
Ahora, mientras la oía entrar en la ducha, tuvo una idea. Era sábado, 1 de octubre. Vera tenía que estar en Caláis el lunes, 3 de octubre. Aquel mismo día estaba programado su viaje de Londres a Los Ángeles. ¿Qué pasaría si hoy, en lugar de estar paseando por Suiza, viajaran a Inglaterra? Tendrían esta noche y todo el domingo día y noche en Londres o adonde Vera quisiera ir en Inglaterra. El lunes por la mañana la dejaría en un tren a Dover, y de ahí cogería el ferry o el trasbordador hasta Caláis, al otro lado del canal.
La idea de que todo estaba bien pensado le vino súbitamente y, sin pensárselo dos veces se volvió hacia el teléfono. Al empezar a hablar con la recepcionista para llamar a Air Europe, se dio cuenta de que estaba desnudo. Y que, además, tenía una erección, lo cual parecía ocurrirle cada vez que Vera estaba cerca de él. De pronto se sintió como un adolescente durante un fin de semana ilícito. A no ser porque, siendo adolescente, jamás había pasado un fin de semana ilícito. Esas cosas les sucedían a los demás, no a él. Fuerte y guapo como era -y había sido, incluso en aquel entonces- había sido virgen hasta casi los veintidós años, cuando aún era alumno de la Facultad de medicina. Las cosas que los otros chicos hacían él no las había hecho nunca, a pesar de que se jactaba de lo contrario para no parecer tonto. El culpable era, como de costumbre, el temor intenso y descontrolado de que el sexo llevara a la amistad, y la amistad al amor. Y una vez entregado al amor* sólo era cuestión de tiempo encontrar un medio de destruirlo.
Al principio, Vera dijo que no, que Inglaterra era demasiado caro, que todo era demasiado impulsivo. Pero entonces él le había cogido la mano, la atrajo hacia sí y la besó intensamente. Nada, le dijo, era más caro y más impulsivo que la vida misma. Y nada era tan importante para él como pasar con ella todo el tiempo que fuera posible, y eso podían hacerlo mejor si viajaban a Londres juntos ese mismo día. Hablaba en serio. Vera lo notó en sus ojos cuando se apartó para mirarlo, y lo sintió en su contacto, cuando él sonrió y le acarició suavemente una mejilla.
– Sí -dijo, sonriendo-. Vamos a Inglaterra. Pero después, se acabó, ¿vale? -La sonrisa había desaparecido, y por primera vez desde que la conocía, Osborn vio una expresión de inquietud-. Tienes tu carrera, Paul. Yo tengo la mía y quiero que las cosas sigan así.
– Vale -dijo él, y asintió con una sonrisa. Pero cuando se inclinó para besarla ella se apartó.
– No, primero tienes que decir que estás de acuerdo. Después de Londres no volveremos a vernos.
– ¿Tanto significa tu trabajo para ti?
– Lo que he tenido que hacer para terminar mis estudios de medicina… Y lo que aún me queda por hacer. Sí, significa mucho para mí. Y no pediré perdón por decirlo o por ser tan franca.
– Entonces -dijo Osborn-, vale, estoy de acuerdo.
Londres había sido un tiro al aire. Vera quería hospedarse en algún lugar discreto, donde no existiera la posibilidad de encontrarse con un antiguo amigo de la facultad -«¿o con algún profesor o novio?», -preguntó Paul, provocador- y tener que rechazar una invitación a tomar té o a cenar. Osborn se registró en el Connaught, uno de los hoteles más selectos, más pequeños, mejor vigilados y más «ingleses» de Londres.