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– No entiendo -dijo McVey.

– Cuando usted se fue, tomé la temperatura de la cabeza y seleccioné algunas muestras de tejidos que envié a analizar al laboratorio.

– ¿Y…? -McVey bostezó. Ya era tarde, y comenzaba a pensar más en el sueño que en el crimen.

– La cabeza había sido congelada. Y luego descongelada, antes de que la dejaran en el callejón.

– ¿Está seguro?

– Sí, señor.

– No diría que no lo haya visto antes -dijo McVey-. Pero normalmente se puede saber de inmediato porque los tejidos del interior del cerebro tardan mucho en descongelarse. El interior de la cabeza está más frío que las capas del exterior del cráneo.

– No fue eso lo que sucedió en este caso. La cabeza estaba completamente descongelada.

– Acabe lo que tenga que decirnos, doctor Michaels -urgió Noble.

– Cuando las muestras de tejido nos demostraron que la cabeza había sido congelada, me llamó la atención el hecho de que la piel del rostro se movía bajo la presión de mis dedos como lo haría en condiciones normales, como si no hubiese sido congelada.

– ¿Qué está insinuando?

– Le mandé la cabeza al doctor Stephen Richards, un especialista de micropatología en el Royal College of Pathology para que me explicara algo sobre la congelación. Me llamó en cuanto descubrió lo que había sucedido.

– ¿Y qué había sucedido? -McVey comenzaba a impacientarse.

– Nuestro amigo tiene una placa metálica en el cráneo. Es, sin duda, el resultado de una operación en el cerebro realizada hace años. Los tejidos del cerebro no habrían mostrado nada, pero la placa sí. La cabeza había sido congelada, no únicamente solidificada, a una temperatura cercana al cero absoluto.

– Soy un poco lento a estas horas de la noche, doctor. No le entiendo.

– El cero absoluto es un grado de frío inalcanzable en los procesos de congelación. Esencialmente, es una temperatura hipotética caracterizada por la ausencia de calor. Para aproximarse a ella se requieren técnicas de laboratorio sumamente sofisticadas que emplean helio líquido o enfriamiento magnético.

– ¿Cuan frío es este cero absoluto? -preguntó McVey, que nunca había oído hablar de eso.

– ¿En términos técnicos?

– En los términos que sean.

– Doscientos setenta y tres, coma, uno, cinco grados Celsius bajo cero, o cuatrocientos cincuenta y nueve, coma, seis, siete grados Fahrenheit bajo cero.

– ¡Jooder! ¡Esos son casi quinientos grados bajo cero!

– Exactamente.

– ¿Y qué sucede entonces, suponiendo que se alcance el cero absoluto?

– Lo he estado mirando, McVey -intervino Noble-. Significa que se llega a un punto en que cesaría todo movimiento linear del conjunto de las moléculas de una sustancia.

– Todos los átomos de su estructura se habrían detenido absolutamente -añadió Michaels.

Clic.

Esta vez McVey miró el reloj. Marcaba las tres y dieciocho minutos, viernes, 7 de octubre.

Ni el comandante Noble ni el doctor Michaels tenían idea alguna de por qué alguien iba a congelar una cabeza hasta tal grado y a deshacerse luego de ella. McVey tampoco lo entendía. Existía la posibilidad de que proviniese de una empresa especializada en congelación criogénica, donde se aceptan los cuerpos de los recién fallecidos y se los congela a bajas temperaturas con la esperanza de que en el futuro, cuando existiera una cura para los males de los que hubieran fallecido, se pudiera descongelar los cuerpos, operarlos y devolverlos a la vida. Para los científicos de todo el mundo, aquello no era más que un sueño, pero la gente lo pagaba y algunas empresas legalmente establecidas proporcionaban el servicio.

Había dos empresas de esas características en Gran Bretaña. Una en Londres y la otra en Edimburgo, y Scotland Yard las investigaría por la mañana a primera hora. Tal vez John Doe no había sido asesinado, y puede que le hubieran cortado la cabeza después de muerto, y se quisiera conservar legalmente para un futuro lejano. Puede que fuera la inversión del muerto, que hubiera destinado sus ahorros de toda la vida a la congelación criogénica de su cabeza. Otros hacían cosas más descabelladas.

McVey había colgado diciendo que volvería a Londres al día siguiente, y pidió que hicieran radiografías de los siete cuerpos encontrados para verificar que no aparecían operaciones en que se les hubiera implantado una placa metálica. Huesos de la cadera, tornillos que afirmaran huesos rotos, metales que pudieran ser analizados, como la placa en la cabeza de John Doe. Y si alguno tenía una placa metálica, debían mandar inmediatamente el cadáver al doctor Richards del Royal College para descubrir si también había sido congelado.

Tal vez ésa era la pista que buscaban, el tipo de elementos incidentales que normalmente un inspector tenía delante de su nariz pero que permanecía invisible durante una, dos, tres, hasta diez revisiones. El tipo de detalle que siempre cambiaba el curso de las investigaciones de homicidios más difíciles, eso siempre que el poli encargado de investigar perseverara el tiempo suficiente para revisar las cosas una vez más.

Clic.

03.19

McVey dejó la silla, abrió la cama y se dejó caer encima. Ya era el día siguiente. Apenas recordaba el jueves. McVey pensó que no le pagaban suficiente para este tipo de faenas. La verdad es que nunca les pagaban suficiente a los policías. Tal vez la cabeza congelada los conduciría a algún lado, tal vez no, no más de lo que habían avanzado con el asunto Osborn. Osborn era un tipo simpático, metido en problemas y enamorado. Qué casualidad, salir de viaje de negocios y terminar enrollado con la amiga del Primer Ministro.

McVey estaba a punto de apagar la luz y meterse bajo las sábanas cuando vio sus zapatos llenos de lodo seco bajo la mesa donde los había dejado. Suspiró, salió de la cama, los llevó al baño y los dejó en el suelo.

Clic.

3.24

McVey se metió bajo las sábanas, se dio media vuelta, apagó la luz y apoyó la cabeza contra la almohada.

Si Judy aún estuviese viva, lo habría acompañado en este viaje. El único lugar al que habían viajado juntos, sin tener en cuenta los viajes a Big Bear para pescar, había sido Hawai. Dos semanas en 1975. Jamás habrían podido pagar unas vacaciones en Europa. Y bien, esta vez se las habrían pagado. No habría sido en primera clase, pero daba igual, lo habría pagado Interpol.

Clic.

3.26

– ¡El lodo! -exclamó McVey de pronto y volvió a sentarse. Encendió la luz, echó a un lado las sábanas y fue al baño. Se inclinó, cogió uno de sus zapatos y lo miró. Cogió el otro e hizo lo mismo. El lodo seco que cubría los zapatos era gris, casi negro. El lodo que había visto en el calzado de Osborn era rojo.

Capítulo 29

Michéle Kanarack miró el reloj cuando el tren salía de la estación de Lyón hacia Marsella. Eran las seis cincuenta y cuatro de la mañana. No había traído maleta, sólo un bolso de mano. Había cogido un taxi en el apartamento quince minutos después de haber visto el Citroen de Agnés Demblon esperando fuera. En la estación, compró un billete de segunda clase a Marsella y luego se sentó en un banco. Iba a esperar cerca de nueve horas, pero no le importaba.

No quería nada de Henri, ni siquiera ese hijo concebido en el amor hacía menos de ocho semanas. Lo repentino de los acontecimientos era abrumador. Y tanto más cuanto todo había parecido surgir de la nada.

Después de abandonar la estación, el tren cobró velocidad y París se transformó en una nebulosa. Veinticuatro horas antes, su mundo había parecido cálido y vivo. Cada día que pasaba, el embarazo la colmaba con más y más felicidad, y entonces Henri había llamado para decir que viajaba a Rouen con el señor Lebec para mirar una nueva panadería, tal vez, pensó ella, con la posibilidad de un trabajo administrativo. Y luego, de un manotazo, todo había desaparecido. Todo. La habían engañado y le habían mentido. No sólo eso, es que era tonta. Debería haber comprendido el poder que esa puta de Agnés Demblon tenía sobre su marido. Tal vez siempre lo había sabido y se había negado a aceptarlo. Sólo ella era la culpable de todo. ¿Qué mujer dejaría que a su marido lo recogiera y llevara al trabajo, día tras día, una mujer soltera, por muy poco atractiva que fuera? Sin embargo, cuántas veces Henri le había asegurado: «Agnés es una vieja amiga, mi amor, una solterona. ¿Qué interés podría tener yo por ella?»

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