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«Mi amor.» La manera en que lo decía la ponía enferma. Tal como se sentía en ese momento, los habría matado a los dos sin la menor contemplación. Fuera, la ciudad se transformaba en campos. Un tren pasó rugiendo en dirección contraria. Michéle Kanarack jamás volvería a París. Henri y todo lo que él significaba se había acabado. Definitivamente. Su hermana tendría que entenderlo y no intentar convencerla de que volviera.

– Vuelve a usar tu nombre de soltera. – ¿Eso es lo que había dicho?

Eso es lo que haría. No bien hubiese encontrado un empleo y consiguiera un abogado. Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó el ruido del tren deslizándose por la vía rápida hacia el sur de Francia. Era el 7 de octubre. Exactamente dentro de un mes y dos días, ella y Henri habrían cumplido ocho años de casados.

En París, Henri Kanarack estaba enroscado como un feto, durmiendo en un sillón en el salón de Agnés Demblon. A las cuatro cuarenta y cinco había llevado a Agnés al trabajo y luego había regresado a su piso con el Citroen. Su propio piso, en el 175 de la avenida Verdier, estaba vacío. Si alguien entraba, no encontraría a nadie en casa, ni encontraría ninguna pista que indicara dónde podían haber ido. Las bolsas de plástico de basura verdes con su ropa de trabajo, su ropa interior, zapatos y calcetines habían desaparecido en la caldera del sótano en cuestión de segundos.

Hasta la última prenda de ropa que llevaba puesta en el momento de matar a Jean Packard se había esfumado por los filtros hacia el aire y ahora estaba suspendida en partículas microscópicas sobre el barrio de Montrouge.

A quince kilómetros de allí, al otro lado del Sena, Agnés Demblon estaba sentada a su mesa de trabajo en la panadería, ocupada con las facturas que siempre enviaba el 7 de cada mes. Ya le había advertido al señor Lebec y a sus empleados que Henri Kanarack se había ausentado de la ciudad debido a problemas familiares, y que no se presentaría a trabajar al menos durante una semana.

A las seis y media ya había colocado unas notas escritas a mano sobre la mesa del teléfono y en el mostrador de la tienda, pidiendo que cualquier pregunta sobre Henri Kanarack fuera dirigida a ella.

A casi la misma hora, McVey recorría minuciosamente el parque del Campo de Marte frente a la torre Eiffel. La luz bajo la lluvia fina revelaba los mismos jardines rectangulares que había visto la noche anterior. Más allá, McVey vio otras zonas del camino en trabajos de remodelación. Más allá había los senderos, aún no removidos, paralelos unos a otros, intersectando con las líneas a intervalos de cincuenta metros. Caminó por todo el largo del parque por un lado, cruzó y volvió por el lado opuesto, estudiando el suelo al caminar. Sólo vio la tierra grisácea que nuevamente le ensuciaba los zapatos. Volvió sobre sus pasos para ver si había algo más. Vio venir hacia él a uno de los vigilantes. El hombre no hablaba inglés y el francés de McVey era imperdonable. Pero lo intentó de todas maneras.

– Tierra roja. ¿Me entiende? Tierra roja. ¿Hay tierra roja por aquí? -preguntó McVey y señaló el suelo.

– Tie-rroja -contestó el hombre.

– No. ¡Roja! El color ro-jo -deletreó Mc Vey.

– Ro-jo -repitió el hombre, y miró a McVey como si estuviera loco.

Era demasiado temprano para aquello. Buscaría a Lebrun y lo traería para hacer las preguntas.

– Perdón -dijo, con el mejor acento que tenía, y estaba a punto de irse cuando vio el pañuelo rojo que colgaba del bolsillo trasero del hombre-. Rojo -dijo, señalándolo.

El hombre entendió, se sacó el pañuelo y se lo ofreció a McVey.

– No, no -dijo éste, y lo rechazó-. ¡El color!

– ¡Ah! -Al hombre se le iluminó la cara-. La couleur!

– La couleur -repitió McVey, triunfante.

– -Rouge -dijo el hombre.

– Rouge -repitió McVey, intentando imitar el sonido de la «r» como el parisino. Luego se inclinó, cogió un puñado del lodo gris en la mano-. ¿Rouge? -preguntó.

– Le terrain}

McVey asintió.

– Rouge terrairñ -preguntó, y con un gesto del brazo abarcó los terrenos del parque.

El hombre lo miró.

– Rouge terran -dijo, y señaló con el brazo como McVey.

– ¡Sí! -se alegró el inspector.

– Non -replicó el hombre.

– ¿No?

– No.

De regreso en el hotel, McVey llamó a Lebrun y le comunicó que estaba preparando su equipaje para volver a Londres, y que tenía el sentimiento cada vez más acuciante de que Osborn quizá no era tan legal como había pensado al principio, y que tal vez valiera la pena vigilarlo hasta el día siguiente, cuando debía recoger su pasaporte y volver a Los Ángeles.

– Ah, me olvidaba -dijo-. Tiene las llaves de un Peugeot.

Treinta minutos más tarde, a las ocho y cinco de la mañana, un coche de policía camuflado se estacionó en la acera frente al hotel de Paul Osborn en la avenida Kléber. En el interior, un inspector de civil se desabrochó el cinturón y se sentó a observar. Si Osborn salía -ya fuera a pie o a esperar que le trajeran el coche-, el inspector lo vería. Gracias a una llamada de teléfono y excusándose por haberse equivocado de número, había confirmado que Osborn aún estaba en su habitación. Una búsqueda de las empresas de alquiler de coches había proporcionado el año, color y placa del Peugeot que Osborn había alquilado.

A las ocho y diez, un segundo coche camuflado recogía a McVey en su hotel para llevarlo al aeropuerto. Era una cortesía del inspector Lebrun y de la Prefectura Central de Policía de París. Quince minutos más tarde, aún estaban en medio del tráfico. McVey, que a esas alturas conocía bien la ciudad, se dio cuenta de que su chofer no había elegido la vía más rápida para llegar al aeropuerto. Tenía razón. Cinco minutos más tarde entraron en el garage del cuartel de policía.

A las ocho y cuarenta y cinco, siempre con el mismo traje gris arrugado que lamentablemente comenzaba a ser su distintivo, McVey estaba sentado frente a Lebrun en su mesa de trabajo estudiando la ampliación de quince por veinte centímetros de una huella dactilar. Era un dedo entero y la imagen clara, recogida de una mancha en el trozo del vaso roto que el equipo técnico de Homicidios había encontrado en el piso de Jean Packard. Habían enviado el vaso al laboratorio de huellas dactilares de Interpol en Lyón, donde un experto en informática pudo extraer de la mancha una huella perfectamente identificable. La huella había pasado por un escáner, ampliada, fotografiada y devuelta a Lebrun en París.

– ¿Conoce usted al doctor Hugo Klass? -preguntó Lebrun, y encendió un cigarrillo y volvió a mirar la pantalla en blanco del ordenador.

– Especialista alemán en cuestiones de huellas dactilares -dijo McVey, y devolvió la foto a la carpeta y la cerró-. ¿Por qué?

– Usted tenía la intención de preguntar acerca de la precisión de esta huella, ¿no es así?

McVey asintió.

– Klass trabaja ahora fuera de la oficina de Interpol. Con el experto informático, trabajaron a partir de la mancha original hasta encontrar un patrón más o menos legible. A continuación, Rudolf Halder, de Interpol en Viena, realizó una prueba de verificación con un nuevo instrumento óptico de comparación que él y Klass han desarrollado en equipo. Un misil inteligente no podría ser más preciso.

Lebrun volvió a mirar la pantalla que permanecía en blanco. Esperaba una respuesta de una información que había solicitado a la base de datos del archivo criminal de Interpol en Lyón. Su primera solicitud le había sido devuelta como «no se encuentra en archivo», Europa. La segunda volvió con un «no se encuentra en archivo», América del Norte. Un tercer intento de «búsqueda automática» y el ordenador empezó a buscar «datos anteriores».

McVey se inclinó y cogió una taza de café. A pesar de que intentaba tenazmente actuar como un poli moderno y de utilizar el amplio espectro de tecnologías punta que tenía a su disposición, seguía sin poder desprenderse de la vieja escuela. Para McVey, el trabajo se cubría cuando se tenía al hombre y las pruebas para respaldarlo. Luego, se iba tras él, poco a poco, hasta que se derrotaba. De todos modos, sabía que tarde o temprano tendría que acostumbrarse y tomarse las cosas con más calma.

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