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McVey estaba ahora exactamente debajo de Osborn. Se había detenido y miraba a su alrededor. Osborn sonrió sin saber por qué. Si McVey hubiera llevado un sombrero como los inspectores de homicidios en los años cuarenta, podría haber estirado la mano para cogérselo. Se imaginó la expresión de McVey si hubiera sucumbido a la tentación.

– A propósito, doctor, la policía de Los Ángeles está elaborando un completo perfil de sus antecedentes. Cuando vuelva al hotel estará esperándome un fax con los primeros datos. Uno de esos datos es su grupo sanguíneo.

McVey esperó, el oído alerta. Luego volvió por donde había venido, lenta y pausadamente, esperando que Osborn cometiera el error que lo delatara si se encontraba allí.

– Si usted no lo sabe, yo tampoco sé quién es el hombre alto y qué es lo que trama. Pero creo que debería saber que ese individuo es directamente responsable de otros asesinatos en relación a un hombre llamado Albert Merriman que usted seguramente conoció como Henri Kanarack. La amiga de Merriman, Agnés Demblon, murió quemada en un incendio que provocó el hombre alto en el edificio donde vivía. En el incendio murieron otros diecinueve adultos y dos niños y sospechamos que ninguno de ellos había conocido a Albert Merriman.

» Luego, el hombre alto se dirigió a Marsella y dio con el paradero de la mujer de Merriman, con su hermana, el marido de su hermana y sus cinco hijos. A todos los liquidó de un disparo en la cabeza.

McVey guardó silencio y apagó una hilera de luces.

– Era a usted a quien perseguía, doctor Osborn, no a la señorita Monneray. Pero, desde luego, puesto que esta noche su amiga lo ha visto, también tendrá que ocuparse de ella.

Cuando McVey apagó la segunda hilera de luces, Osborn oyó un «clic» sordo. Luego sintió que McVey se volvía hacia él en la oscuridad.

– Sinceramente, doctor Osborn, se ha metido usted en un buen lío. Yo lo estoy buscando. La policía de París también. Y el hombre alto también. Si lo coge la policía, le apuesto lo que quiera que el hombre alto encontrará un medio para despacharlo a usted en la cárcel. Y después irá a por la señorita Monneray. No en seguida porque durante un tiempo estará protegida. Pero en algún momento, un día que ella vaya de compras o en el metro, tal vez en la peluquería o en la cafetería del hospital, a las tres de la mañana…

McVey se acercó. Cuando se situó justo debajo de Osborn, se volvió una vez más hacia el sótano a oscuras.

– Nadie más sabe que está aquí, sólo usted y yo. Tal vez si habláramos, podría ayudarle. Piénselo, ¿vale?

Luego volvió el silencio. Osborn sabía que McVey esperaba un leve ruido y contuvo la respiración. Pasaron unos cuarenta largos segundos hasta que Osborn lo oyó volver sobre sus pasos, llegar a la escalera y comenzar a subir. Pero de pronto volvió a detenerse.

– Me hospedo en un hotel barato que se llama Le Vieux París en la calle de Git le Coeur. Las habitaciones son pequeñas pero tienen el encanto de antigualla francesa. Déjeme un mensaje para saber dónde podemos hablar usted y yo. Vendré solo. Sólo usted y yo. Si le pone nervioso, no use su nombre. Diga que llama Tommy Lasorda. Dígame dónde y cuándo.

McVey subió por la escalera y desapareció. Al cabo de un rato, Osborn oyó que la puerta de servicio que daba a la calle se abría y luego se cerraba. Después todo volvió a quedar en completo silencio.

Capítulo 62

Se llamaban Eric y Edward y Joanna jamás había visto dos hombres tan perfectos. A sus veinticuatro años parecían especimenes perfectos del macho humano. Ambos medían un metro ochenta y cinco y pesaban exactamente lo mismo, a saber, setenta y cinco kilos.

Los había visto a primera hora de la tarde mientras trabajaba con Elton Lybarger en la parte baja de la piscina del edificio que albergaba el gimnasio de la propiedad. La piscina tenía dimensiones olímpicas de cincuenta metros de largo por veintitrés de ancho. En ese momento, Eric y Edward la cruzaban de una a otra punta nadando estilo mariposa. Joanna había visto nadar ese estilo pero sólo en tramos cortos dado que exigía un esfuerzo considerable. En un extremo de la piscina había un contador que registraba el rendimiento de los nadadores.

Cuando Joanna y Lybarger entraron, los jóvenes ya habían cubierto ocho vueltas equivalentes a doscientos metros. Cuando terminó su trabajo con Lybarger, los dos jóvenes seguían nadando mariposa, brazada a brazada, lado a lado. El contador registraba sesenta y dos vueltas, algo más de tres kilómetros. ¿Tres y un kilómetros ininterrumpidos en estilo mariposa? Aquello era increíble e incluso totalmente imposible. Pero no cabía duda porque Joanna los había visto.

Una hora más tarde cuando uno de los asistentes llevó a Lybarger a su terapia de logopedia, Eric y Edward habían salido de la piscina y se preparaban para salir a correr por el bosque. Von Holden se los presentó a Joanna.

– Son los sobrinos del señor Lybarger -dijo, sonriendo-. Estudiaban en el Instituto de Cultura Física en la ex Alemania del Este. Cuando anunciaron que lo cerraban, regresaron a casa.

Los dos jóvenes eran muy correctos.

– Hola, un placer conocerla -dijeron, y luego se alejaron corriendo.

Joanna preguntó si se estaban entrenando para los Juegos Olímpicos. Von Holden sonrió.

– No, para las Olimpiadas no. ¡Para la política! El señor Lybarger los incitaba a dedicarse a la política desde que eran jóvenes y murió su padre. Pensaba que algún día Alemania se reunificaría. Y tenía razón.

– ¿Alemania? Yo creía que el señor Lybarger era suizo.

– Alemán. Nació en la ciudad industrial de Essen.

A las siete en punto, la familia y los invitados se sentaron a cenar en el comedor principal de la mansión Lybarger que según se había enterado Joanna se llamaba «Anlegeplatz.», es decir, «embarcadero». Si alguien se iba de allí, siempre podría regresar.

Al volver a su habitación después de una larga sesión de trabajo con el señor Lybarger, Joanna encontró un vestido de noche escogido y diseñado a la perfección por la célebre Uta Baur a partir de una simple fotografía. Joanna la había conocido la noche anterior a bordo del crucero y ahora se enteraba de que era una de las huéspedes en Anlegeplatz.

Era un vestido largo y ajustado y en lugar de poner de relieve su generosa silueta, la halagaba ciñéndola y acentuando lo mejor. Era algo único, absolutamente erótico y tan atrevido como para llevarlo sin ropa interior, lo cual eliminaba las líneas o el abultamiento provocado por los elásticos ajustados. Estaba confeccionado con terciopelo negro, llevaba una abertura varios centímetros por debajo de la garganta y un ligero dibujo de filigrana dorada desde la parte posterior del cuello le cruzaba el escote y volvía a la parte posterior como una boa constrictora que la ciñera, reluciente. En los hombros, todo un detalle, colgaban unas pequeñas borlas doradas.

Al principio Joanna sintió cierta reserva. Jamás había esperado ponerse algo así. Pero no había traído ningún vestido elegante y en Anlegeplatz la cena era un acontecimiento formal. De modo que no tenía más alternativa que probárselo. Se dio cuenta de que aquella prenda la transformaba, como algo mágico. Con el maquillaje y el pelo recogido en un nudo a la francesa, ya no era la terapeuta de aspecto corriente e inocente de Nuevo México. Se había convertido en una distinguida y sexy mujer de mundo y sabía conducirse con gracia y garbo.

El enorme salón del comedor en Anlegeplatz podía haber sido el escenario de un auténtico drama medieval. Los doce invitados estaban sentados en sillas de madera tallada a lo largo de una larga y angosta mesa donde se podían sentar cómodamente treinta comensales. Media docena de camareros atendían a todas sus necesidades. La sala tenía una altura equivalente a dos plantas y estaba construida enteramente de piedra. Del techo colgaban banderas con escudos de grandes familias, a la manera de estandartes, y todo hacía pensar que aquello había servido de morada a reyes y caballeros.

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