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Había tardado casi tres minutos en meter al desmayado y atemorizado Kanarack en el asiento trasero del Citroen, encontrar las llaves y poner el coche en marcha. Tres minutos era demasiado. Osborn sabía que estaría aún en camino cuando los efectos de la sucinilcolina comenzaran a desvanecerse. Cuando eso sucediera, tendría que lidiar con un Kanarack totalmente despierto que, además, tendría la ventaja de encontrarse en el asiento trasero. Su único recurso era darle al francés una segunda inyección de la droga. El efecto de ambas dosis, una tan rápidamente después de la otra, habían tumbado a Kanarack en un abrir y cerrar de ojos. Durante un momento, Osborn tuvo miedo de haberse sobrepasado, que los pulmones de Kanarack dejaran de funcionar y muriera por asfixia. Pero entonces una tos ronca seguida de una respiración entrecortada le aseguró que todo marchaba bien.

El problema era que ahora sólo le quedaba una jeringa. Si algo pasaba con el coche o si los retrasaba el tráfico, la jeringa sería su última defensa. A partir de entonces contaría, sólo consigo mismo.

Eran casi las cuatro y cuarto y la lluvia era más tupida. El parabrisas comenzó a empañarse y Osborn buscó torpemente la calefacción. La encontró, encendió el ventilador y se inclinó para limpiar el interior con la mano. Seguro que ese día no habría nadie en el parque. Al menos podía agradecer que esta vez tenía el tiempo a su favor.

Miró por encima del hombro a Kanarack en el asiento trasero. Cada contracción y expansión de los pulmones le costaba un esfuerzo supremo. Por su mirada, Osborn se percató del pánico que estaba viviendo Kanarack, preguntándose a cada respiro si tendría fuerzas para el siguiente.

La luz de un semáforo cambió de amarilla a roja y Osborn se detuvo detrás de un Ferrari negro. Volvió a mirar a Kanarack. En ese momento no sabía cabalmente cómo se sentía. Era increíble, pero no tenía la sensación de triunfo descomunal que había esperado. Ante sí, no había más que un ser humano impotente, aterrorizado hasta lo indecible, sin idea de lo que le estaba sucediendo, luchando con todas sus fuerzas por el aire que lo mantenía vivo. Aquel ser era inherentemente perverso, había asesinado a dos personas y le había arrancado a Paul Osborn horrible e inexorablemente su infancia, pero a esas alturas todo eso parecía tener poca importancia. Ya era suficiente haber conducido a la bestia hasta allí. Si Osborn seguía adelante con su plan se convertiría en alguien igual a Kanarack y él no era igual. Si no había nada más, tanto daba detener el coche allí mismo y marcharse y devolverle la vida a Kanarack. Pero había algo más. Aún tenía que tratar un asunto pendiente.

El porqué. ¡Por qué Kanarack había asesinado a su padre!

La luz cambió a verde y el tráfico continuó. Estaba cada vez más oscuro y los conductores y motoristas comenzaban a encender los faros. Allí delante discurría la avenida de Clichy. Osborn giró a la izquierda y se dirigió al camino que bordeaba el río.

A menos de un kilómetro y medio más atrás, un flamante Ford verde aceleró y cambió de carril para adelantar. Llegó a la avenida de Clichy, giró rápidamente y volvió al carril derecho conservando una distancia de tres coches con el Citroen de Osborn. El conductor era un hombre alto de ojos azules y tez clara. Tenía las cejas rubias como el pelo y el vello del dorso de las manos. Vestía un impermeable marrón claro encima de una chaqueta deportiva a cuadros, pantalón gris oscuro y un yérsey gris de cuello alto. En el asiento de al lado llevaba un sombrero de ala corta, una maleta de cubierta dura y un plano de las calles de París que permanecía plegado. Se llamaba Bernhard Oven y ese día cumplía cuarenta y dos años.

Capítulo 36

– ¿Me oyes? -preguntó Osborn al girar con el Citroen al noreste siguiendo el camino del río. La lluvia caía con más fuerza y los limpiaparabrisas marcaban un ritmo regular sobre el vidrio. A la izquierda, se divisaba el Sena a través de la arboleda oscura junto al camino. Faltaba casi un kilómetro y medio para la salida del parque.

– ¿Me oyes? -repitió Osborn. Miró primero por el retrovisor y luego se volvió para mirar al asiento trasero.

Kanarack estaba tendido mirando el techo y volvía a recuperar una respiración regular.

– Ya -gruñó.

Osborn volvió a mirar hacia el camino.

– Me preguntabas si sabía lo que le había sucedido a Jean Packard. Te he dicho que sí. Ahora, puede que quieras saber lo que te ha sucedido a ti. Te he inyectado una droga llamada sucinilcolina que te paraliza los músculos. Te he administrado bastante para que sepas lo que puede hacerle a tu organismo. Tengo otra jeringa llena con una dosis mucho más potente. De ti depende que te la inyecte o no.

Kanarack fijó la mirada en un botón del tapizado del techo del Citroen. Pensó en la posibilidad de algo ajeno a tener que soportar una vez más lo que acababa de experimentar. Una segunda vez sería imposible.

– Me llamo Paul Osborn. El 12 de abril de 1966, caminaba por una calle de Boston, Massachusetts, con mi padre, George Osborn. Yo tenía diez años y nos dirigíamos a comprar un guante de béisbol, cuando de pronto salió un hombre del tumulto y le clavó a mi padre un cuchillo en el vientre. El hombre escapó. Pero mi padre cayó en la acera y murió. Quiero que me digas por qué aquel hombre le hizo aquello a mi padre.

«Dios mío -pensó Kanarack-. Se trata de eso. ¡No son ellos! Lo podía haber despachado todo tan sencillamente, y ya habría acabado.»

– Estoy esperando -dijo la voz del asiento delantero. De pronto Kanarack sintió que el coche disminuía la marcha. Fuera alcanzó a ver árboles. El coche giró y se sacudió al pisar un bache. Luego volvió a acelerar y Kanarack vio desfilar rápidamente más árboles. Siguieron un minuto y el coche frenó bruscamente. Osborn dio marcha atrás. El Citroen retrocedió, se inclinó bruscamente y continuó hacia abajo. En unos segundos recuperó la horizontal y se detuvo.

A la ausencia de movimiento siguió un ruido metálico. El freno de mano. La puerta se abrió de un golpe y Kanarack vio a Osborn que sostenía una aguja hipodérmica en la mano.

– Te he hecho una pregunta pero no me has contestado -dijo.

A Kanarack aún le quemaban los pulmones. El menor movimiento de respiración era una agonía.

– Déjame que te ayude a entender -dijo Osborn, y se apartó. Kanarack no se movió.

– ¡Quiero que mires hacia allá! -Osborn cogió a Kanarack por el pelo y estiró de la cabeza bruscamente haciéndolo girar a la izquierda. Osborn intentaba controlar su furia pero no lo estaba logrando del todo. Lentamente, Kanarack desplazó la mirada esforzándose por ver en la creciente oscuridad. A no más de diez metros divisó el río.

– Si piensas que lo que has vivido es un infierno -advirtió Osborn lentamente-, imagínate cómo puede ser ahí adentro con los brazos y piernas paralizados. Lograrás flotar durante, digamos, diez o quince segundos. Y en cualquier caso, tus pulmones apenas te sirven para respirar. ¿Qué pasará cuando te hundas?

De pronto, Kanarack volvió a pensar en Jean Packard. El detective tenía la información que él quería averiguar, y para conseguirla había hecho todo lo necesario. Ahora había alguien tan desesperado como él para obtener información. Al igual que Jean Packard, a él no le quedaba más alternativa que ceder.

– Me… contrataron -dijo, y su voz era apenas un susurro ronco.

Por un momento, Osborn no estaba seguro de haber escuchado bien. O eso o Kanarack se estaba burlando de él. Apretó con más fuerza el pelo y pegó un tirón hasta doblarle la cabeza. Kanarack dejó escapar un grito. El esfuerzo le provocó un espasmo en los pulmones. Lo recorrió un intenso dolor y volvió a gritar.

– Intentémoslo una vez más -dijo Osborn, acercando el rostro a Kanarack.

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