McVey negaba con la cabeza. Al leer la lista, tanto él como Noble habían reparado en algo que no habían compartido con Remmer. Dos invitados, Gustav Dortmund y Konrad Peiper eran, junto con Scholl, nombres destacados en GDG, Goltz Development Group, el holding que había adquirido Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey, la empresa que en 1966 había empleado a Mary Rizzo York para experimentar con gases a bajas temperaturas. La misma Mary Rizzo York que Merriman había asesinado aquel año, supuestamente contratado por Erwin Scholl.
Era verdad que la adquisición databa de un período en que sólo Scholl y Dortmund estaban asociados a GDG. Konrad Peiper se había integrado en 1978. Pero desde entonces, como presidente y gracias a subterfugios ilegales, había convertido a GDG en uno de los
principales exportadores de armamento. Era evidente que, antes y después de Peiper, GDG no había sido nunca una empresa totalmente transparente.
Cuando McVey le preguntó a Remmer qué sabía de Dortmund, el alemán bromeó diciendo que aparte de esa posición irrelevante como presidente del Bundesbank, el Banco Central de Alemania, Dortmund pertenecía a una de las familias más adineradas del país. Al igual que los Rothschild, el nombre de su familia pertenecía a los grandes de la banca desde hacía más de dos siglos.
– De modo que al igual que Scholl -dijo McVey-, está por encima de toda sospecha.
– Se necesitaría un verdadero escándalo para sacarlo de donde está, si a eso te refieres.
– ¿Y qué pasa con Konrad Peiper?
– De él no sé casi nada. Es rico y tiene una mujer extraordinariamente bella con mucho dinero e influencias propias. Aunque lo único que hay que saber de Konrad Peiper es que su tío abuelo paterno, Friedrich, fabricó armamento para medio planeta durante las dos guerras mundiales. Hoy en día, esa compañía es famosa por sus cafeteras eléctricas y sus lavavajillas.
McVey miró a Noble que sacudía la cabeza de un lado a otro. Aquello tenía visos tan turbios como al principio. La celebración de Charlottenburg había congregado a ciertos personajes incluyendo a Scholl, al presidente del Bundesbank, al director de una empresa exportadora de armas y seguía una lista de ciudadanos alemanes identificados como la élite de los más ricos y poderosos, los grandes de la política. En otras circunstancias, muchos de ellos estarían a punto de degollarse mutuamente en términos filosóficos y tal vez hasta físicos. Y sin embargo ahí estaban todos reunidos, congregados en la antigua residencia de emperadores prusianos para celebrar la buena salud de un hombre con una historia insustancial y oscura.
Y luego estaba la historia de Albert Merriman y la saga de horrores que se había desencadenado a partir de él, incluyendo el sabotaje del tren París-Meaux y los asesinatos de Lebrun en Inglaterra, de su hermano en Lyón y de Benny Grossman en Nueva York. Ni cabía mencionar el oscuro pasado nazi de Hugo Klass, el respetable experto en huellas dactilares de Interpol en Lyón y de Rudolf Halder, responsable de Interpol en Viena.
– Al primero que liquidaron fue al padre de Osborn, en abril de 1966, justo después de que diseñara un bisturí muy especial -dijo McVey. Dio unos pasos hasta la ventana y se sentó en el borde-. El último fue Lebrun, esta mañana -dijo, con expresión triste-. Poco después de haber descubierto la conexión de
Hugo Klass con el asesinato de Merriman… Y de cabo a rabo, el único hilo conductor de todos estos acontecimientos, sin lugar a dudas, es…
– Erwin Scholl -dijo Noble completando la frase.
– Y ahora sólo tenemos las mismas preguntas que teníamos al principio. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué diablos está sucediendo? -McVey había pasado la mayor parte de su carrera en un círculo de nunca acabar, formulando las mismas preguntas cientos de veces. Eso es lo que se hacía en Homicidios, a menos que uno llegara y encontrara a alguien con una pistola echando humo delante de un cadáver. Y casi siempre el círculo se rompía gracias a un detalle que McVey había pasado por alto, un detalle que de pronto se volvía tan nítido como una enorme roca en el camino con la palabra «clave» pintada en letras rojas.
Pero esta vez era diferente. Éste era un círculo sin fin. Era perfectamente redondo y se mordía la cola. Mientras más información conseguían, más grande se hacía el círculo y de ahí no salían.
– Los cuerpos decapitados -dijo Noble.
McVey levantó los brazos en un gesto desesperado.
– ¡Vale! ¿Por qué no? Trabajemos ese ángulo.
– ¿Qué ángulo? ¿De qué estáis hablando?… -preguntó Remmer, mirando alternativamente a McVey y luego a Noble.
La BKA donde Remmer trabajaba, al igual que los cuerpos de policía de todos los países donde habían aparecido los decapitados, recibía copias de los informes semanales de Interpol. Pero dichos informes no incluían información sobre la congelación a bajas temperaturas ni sobre las especulaciones formuladas en torno a esos experimentos. Así, era natural que Remmer no estuviera enterado y se sintiera perdido. Considerando las actuales circunstancias, parecía el momento más propicio para contárselo.
Capítulo 98
Gerd Lang, un joven atractivo de pelo rizado, diseñaba programas informáticos en una empresa de Munich. Había viajado a Berlín para visitar una exposición de tres días sobre el arte gráfico por ordenador y estaba hospedado en la habitación 7056 del ala nueva «Casino» del Hotel Palace. Tenía treinta y dos años y acababa de sufrir un doloroso divorcio, razón por la cual pareció natural que, cuando aquella atractiva rubia de veinticuatro años y seductora sonrisa se le acercó para conversar en el salón de exposiciones -y le preguntó qué hacía y cómo lo hacía y cómo ella podría adquirir una formación en ese terreno- él la invitara a tomar una copa y tal vez a cenar. Fue una decisión poco afortunada, porque después de varias copas y una cena muy frugal se sintió emocionalmente reconfortado. Después de una larga depresión posdivorcio, Gerd Lang apenas se encontraba en condiciones para enfrentarse a lo que sucedería si ella aceptara su invitación a tomar el trago del estribo en su habitación.
Lo primero que Gerd pensó cuando se sentaron en el sofá y comenzaron las caricias y exploraciones mutuas en la oscuridad, fue que la chica se inclinaba para acariciarle el cuello. Sus dedos se cerraron, la chica sonrió como si bromeara y le preguntó si le gustaba. Cuando él quiso responder, los dedos se habían cerrado en una tenaza mortal. Su reacción inmediata fue incorporarse y sacársela de encima. Pero no pudo, porque la chica era sumamente fuerte y sonreía mientras él forcejeaba, como si fuera una especie de juego. Gerd Lang se contorsionó para librarse de ella y zafarse de sus manos de hierro, pero no lo logró. Su rostro enrojeció poco a poco y luego se volvió púrpura oscuro. Su último pensamiento, demencial, perverso, fue que durante todo ese rato la chica no había dejado de sonreír.
Después, la chica llevó el cuerpo al baño, lo puso en la bañera y corrió la cortina. Volvió al salón y sacó unos prismáticos infrarrojos de su bolso. Con ellos miró hacia la ventana iluminada de la habitación 6132 situada un piso más abajo en el ala de enfrente y en diagonal. Enfocó sobre una cortina translúcida que estaba corrida y, de pie junto a ella, vio a un hombre de pelo canoso. Cambió a visión nocturna y miró hacia el tejado. En la granulosidad verdosa del infrarrojo alcanzó a ver a un hombre apostado casi junto al borde con un fusil automático en bandolera sobre el hombro.
– Policía -dijo, y volvió a mirar a la ventana.
Osborn estaba sentado en el borde de una mesa pequeña escuchando a McVey que le explicaba a Remmer los datos elementales sobre la física criónica y luego le contaba el resto. Habló de lo que parecía constituir un intento de unir una cabeza a otro cuerpo mediante una operación de cirugía atómica realizada a temperaturas próximas al cero absoluto. Ahora que Osborn volvía a escuchar la historia, pensaba que no distaba mucho de la ciencia ficción. Pero que en realidad no lo era, porque alguien ya lo había inventado o al menos intentaba hacerlo. Y Remmer, con un pie posado sobre una silla, con la pistola automática de acero azulado colgando de su cartuchera escuchaba fascinado palabra por palabra el relato de McVey.