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– A juzgar por sus informes, veo que está tan sorprendida como nosotros con la recuperación del señor Lybarger.

– Sí, señor. -Joanna no quería dejarse intimidar por la actitud del doctor Salettl-. Al comienzo, durante las primeras sesiones de la terapia, recuerdo que apenas controlaba sus funciones motoras autónomas. Incluso le costaba conservar un hilo coherente de pensamiento. Pero me ha asombrado con cada uno de los pasos que ha dado. Tiene una fuerza de voluntad verdaderamente tenaz.

– Y físicamente, además, se ha robustecido.

– Sí, ya lo creo.

– Se encuentra a gusto en este clima de sociabilidad. Se relaja con la gente y cuando conversa con ellos es absolutamente coherente.

– Yo…

Joanna tenía la intención de mencionar las continuas llamadas del señor Lybarger reclamando a su familia.

– ¿Tiene usted alguna objeción?

Joanna vaciló. No tenía sentido hablar de un asunto que sólo les incumbía a ella y a Lybarger. Además, cada vez que Lybarger había tocado el tema era porque estaba cansado o sometido a la tensión de un viaje, a algo que le alteraba la rutina.

– Es que se cansa con mucha facilidad -dijo-. Por eso anoche quería que trajeran la silla de ruedas al barco…

– Y ese bastón que usa -la interrumpió Salettl. Apuntó algo en una libreta y volvió a mirarla-, ¿puede ponerse de pie y caminar sin usarlo?

– Está acostumbrado a llevarlo.

– Por favor, responda a mi pregunta. ¿Puede caminar sin el bastón?

– Sí, pero…

– ¿Pero qué?

– No muy lejos y no con demasiada seguridad.

– Se puede vestir solo. Se afeita solo y hace sus necesidades por sus propios medios. ¿No es así?

– Sí -Joanna comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la oferta de Von Holden y no haber regresado a casa el día programado.

– ¿Puede coger una pluma? ¿Escribir su nombre nítidamente?

– Bastante nítido -dijo ella, con una sonrisa forzada.

– ¿Y qué sucede con las demás funciones?

Joanna frunció el ceño.

– No entiendo lo que quiere decir con las demás funciones.

– ¿Es capaz de tener erecciones? ¿Puede tener relaciones sexuales?

– No, no… lo sé -titubeó Joanna, cohibida. Jamás le habían hecho preguntas de esa naturaleza acerca de un paciente-. Creo que se trata de una cuestión de orden médico.

Salettl la miró fijamente un momento.

– Según sus cálculos, ¿cuándo cree que recuperará todas sus capacidades físicas y gozará de una funcionalidad total, como si no hubiera sufrido un infarto?

– Si… si hablamos de sus funciones motrices básicas, sostenerse en pie, caminar, hablar sin cansarse y ya está… El resto no es de mi especialidad.

– Sólo las funciones motrices. ¿Cuánto cree que tardará?

– No… no estoy del todo segura.

– Calcúlelo, por favor.

– Es que realmente me es imposible.

– Eso no es una respuesta -dijo Salettl mirándola como si estuviera reprendiendo a una niña en lugar de tratar con la terapeuta de su paciente.

– Si… si trabajo muy intensamente con él y él responde como lo ha hecho hasta ahora, yo calcularía… tal vez un mes. Pero quiero que entienda que es sólo un cálculo. Todo depende de que él…

– Le voy a fijar un objetivo, Joanna. Quiero que a finales de esta semana pueda caminar solo y sin bastón.

– No sé si será posible.

Salettl pulsó un botón que tenía engastado en la manga. Un intercom.

– La señorita Marsh está preparada para trabajar con el señor Lybarger.

Capítulo 54

McVey miró por la ventana del despacho de Lebrun. Cinco pisos más abajo vio la Place du Parvis, la explanada abierta frente a Notre Dame repleta de turistas.

A las once y media de la mañana, el día comenzaba a calentarse como un veranillo de San Martín.

– Ocho muertos. Cinco de ellos son niños. Todos con una bala del calibre 22 en la cabeza. Nadie vio ni oyó nada. Ni los vecinos ni la gente que compraba en el mercadillo -leyó Lebrun, y dejó caer sobre el escritorio el fax de la policía de Marsella. Se inclinó para coger un termo cromado de la mesa que había detrás de él.

– Un profesional con un silenciador -dijo McVey sin intentar ocultar su rabia-. Son ocho más en la lista del hombre alto.

– Si es que ha sido el hombre alto.

– ¿La viuda de Merriman? ¿Qué le parece? -McVey le lanzó una mirada de irritación.

– Creo que es probable que tenga razón, mon ami -dijo Lebrun, con voz queda.

Después de regresar al hotel poco antes de las ocho, McVey había llamado inmediatamente a Lebrun a su casa. La respuesta de éste había sido lanzar una alerta a nivel nacional a las policías locales advirtiendo de la amenaza de muerte que pesaba sobre Michéle Kanarack.

El problema más evidente, desde luego, era que aún no se conocía su paradero. Y con apenas una breve descripción -fruto de la información entregada por los vecinos de su edificio, la alerta de Lebrun era una llamada en el vacío. Resultaba muy difícil proteger a los fantasmas.

– Amigo mío, ¿cómo podíamos saberlo? Mis hombres estuvieron allá todo el día y no encontraron nada que indicara la presencia de un tercer hombre.

Lebrun intentaba ayudarle pero aquello no le aliviaba a McVey el sentimiento de culpabilidad e impotencia que le corroía las tripas. Eran ocho los muertos, ocho personas que aún podrían estar vivas si él y la policía francesa hubiesen sido más eficientes en su trabajo.

Michéle Kanarack había sido asesinada pocos minutos después de que McVey hubiera llamado a Lebrun para advertirle que la mujer corría peligro. Si hubiese descubierto la situación y llamado tres horas antes o cuatro o cinco, ¿acaso habría sido diferente? Tal vez sí aunque probablemente no. Habría sido otra aguja perdida en el pajar.

«Para proteger y servir», leía el lema de la placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. No pasaba día sin que alguien se riera de ello o lo denigrara o lo ignorara. ¿Servir? ¿Qué quería decir eso? Pero proteger a la gente era algo diferente. Si a uno le importaban esas cosas como a McVey, si la gente sufría daño porque uno mismo o los colegas o el propio Cuerpo de policía no era capaz de asumir lo que se pedía de ellos, era uno el que hacía el daño. Mucho daño. Nadie lo sabía y uno no hablaba de ello. Salvo consigo mismo o con el reflejo que se descubría en el fondo de una botella cuando uno quería olvidarlo todo.

No era idealismo -eso se acababa la primera vez que se veía a alguien con la cara destrozada por un disparo. Era otra cosa. Porque después de tantos años uno terminaba haciendo lo que hacía y seguía en su puesto. Michéle Kanarack y la familia de su hermana no eran como un vídeo que se pudiera reparar. Los habitantes del edificio de Agnés Demblon no eran como coches que uno se pudiera disputar en una subasta. Eran personas y eran los productos con los que trabajaba un policía para bien o para mal todos los días de su vida.

– ¿Es café eso? -preguntó McVey señalando con un gesto de la cabeza el termo que sostenía Lebrun.

– Sí.

– Lo tomaré solo, sin azúcar -dijo McVey-. Negro como el día.

Hacia las nueve y media Lebrun envió un equipo de técnicos a sacar un molde de yeso de las huellas del coche y a buscar cualquier pista que McVey hubiera pasado por alto.

A las diez cuarenta y cinco, McVey y Lebrun fueron juntos al laboratorio para revisar el molde. Encontraron a uno de los técnicos secando el yeso con un secador de pelo. Cinco minutos más tarde estaba preparado para una prueba de impresión sobre papel.

A continuación había que revisar la serie de dibujos de neumáticos proporcionados por los fabricantes a la policía de París. Al cabo de quince minutos lo encontraron. La impresión del molde de yeso coincidía a todas luces con un neumático Pirelli, tamaño P205/70R14 montado en una llanta de 35,5 cm de diámetro por 14 cm. Al día siguiente lunes llamarían a un especialista de Pirelli para que examinara el molde y aportara detalles específicos. Cuando volvían al despacho de Lebrun, McVey preguntó acerca del mondadientes.

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