– Me gustas.
– Ya lo sé.
– Bueno, déjame pensar.
Osborn la vio incorporarse y mirar por la ventana. No era fácil porque el tren ascendía por una pared del Eiger y se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta grados. De pronto todo se oscureció al penetrar en un túnel.
Cinco minutos más tarde, Osborn y Connie miraban por los ventanales recortados en la roca del Eiger en la estación de Eigerwand. Connie lo tenía cogido del brazo y no lo soltaba.
– No me gusta reconocerlo, pero la verdad es que me mareo.
Osborn miró su reloj. Von Holden debía de haber llegado o estaba a punto de llegar. Osborn podía haberse equivocado en lo relativo a las instalaciones. Puede que Von Holden sólo fuera a encontrarse con alguien como lo había pensado al principio. Si era así, entregaría el contenido de la mochila y volvería a bajar en el siguiente tren, y aquello podía suceder en cuestión de minutos.
– Hay una estación meteorológica.
– ¿Qué? -preguntó Osborn. Connie le hablaba al mismo tiempo que los llamaban al tren.
– Una estación meteorológica, ¿sabes?, un observatorio.
Ahora cruzaban el andén hacia el tren. En ese momento, otro tren bajaba del Jungfraujock serpenteando lentamente y rebasando al que esperaba en vía muerta.
– Cariño, ¿me escuchas o crees que estoy hablando por amor al arte?
– Sí, te oigo -contestó Osborn mientras se esforzaba en mirar en el interior del tren. Avanzaba tan lento como para distinguir las caras, pero no reconoció ninguna.
Volvieron al tren, se sentaron y éste comenzó a avanzar por el túnel cobrando velocidad.
– Perdón, has dicho algo sobre…
– Una estación meteorológica. ¿No me has preguntado si acaso hay lugares donde los turistas no puedan ir? Bueno, hay una estación meteorológica allá arriba. Arriba del todo, me parece. Debe de ser del gobierno. Y desde luego, está la cocina.
– ¿Qué cocina?
– La del restaurante. ¿Por qué quieres saberlo?
– Una investigación. Estoy… escribiendo un libro.
– Cariño -dijo Connie, y le volvió a colocar la mano en el muslo, inclinándose tan cerca que los labios casi le rozaban la oreja-, ya sé que no estás escribiendo un libro -murmuró-. Porque si estuvieras escribiendo un libro esperarías hasta llegar arriba y verlo con tus propios ojos. También sé -continuó soplándole un hálito de aire caliente en la oreja-, que una pistola asoma por tu cintura. ¿Qué vas a hacer? ¿Matar a alguien? -preguntó, y se reclinó en el asiento sonriendo-. Cariño, ¿me prometes una cosa? Antes de disparar, por favor grita, porque no quiero estar en medio cuando empiece el jaleo.
Capítulo 143
Eismeer era la última estación antes de Jungfraujock y al igual que en Eigerwand, el tren se detuvo y los pasajeros bajaron a hacer fotos mientras lanzaban exclamaciones de asombro ante las crestas rocosas. Sin embargo, la vista desde Eismeer era diferente a la de Eigerwand y todo lo que habían dejado atrás. En lugar de prados, lagos y bosques profundos bañados por el perezoso sol del otoño, aquí no había más que una superficie blanca y helada. Las enormes masas de nieve se perdían de vista o se detenían contra las rocas escarpadas de los precipicios. En la distancia, el sol del ocaso teñía de rosa anaranjado las nieves de las cumbres y, más arriba, brillaba una franja delgada de cielo perdiéndose hasta el infinito, rasgado aquí y allá por una voluta de nube. Por la mañana o al mediodía, quizás el paisaje era diferente. Pero ahora, antes de oscurecer, parecía frío e inhóspito y el paraje cobraba un aire extraño donde el hombre no encajaba. La naturaleza parecía advertirle que, si por algún percance tenía que aventurarse allá fuera, lejos de la compañía de los hombres y de la estación, debía entender que aquél no era su lugar. Que tendría que contar sólo con sus propios medios. Que Dios no lo protegería.
Sonó el silbato del tren para seguir adelante y los pasajeros volvieron. Osborn miró el reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Darían las cinco al llegar a Jungfraujock y el último tren bajaba a las seis. A esa hora habría oscurecido totalmente. A lo sumo dispondría de una hora para dar con Von Holden y Vera y arreglar sus asuntos con ellos. Y, si vivía, para coger el último tren hacia abajo.
Osborn fue el último en subir y las puertas se cerraron inmediatamente. Hubo una sacudida y los engranajes se fijaron al riel central. Osborn se reclinó, respiró profundo y miró distraídamente a su alrededor.
Connie estaba sentada en la parte de atrás conversando con sus colegas y no se dignaba lanzarle una mirada. Aquello era una ventaja, pensó, un asunto menos de que ocuparse. Y de pronto, curiosamente, se encontró añorando su compañía. Pensó que si se sentaba frente a un asiento vacío, vendría ella a acompañarlo. Caminó hacia los aficionados al tren, encontró un asiento doble vacío y se sentó de cara a ella. Pero si ella lo vio, no lo dio a entender porque siguió conversando. Él la observaba gesticulando y se preguntaba por qué habría de ponerse aquellas uñas rojas postizas tan horrorosas o por qué se teñía el pelo en aquel rubio esperpéntico. Entonces se dio cuenta de que estaba muerto de miedo. Remmer le había advertido no pocas veces que permaneciera alejado de Von Holden. Noble le había comentado que después de vérselas con él en el Tiergarten tenía suerte de estar vivo. Aquel hombre había sido entrenado para asesinar y en las últimas veinticuatro horas había tenido la oportunidad de afinar su habilidad matando a una taxista de diecinueve años y a tres policías alemanes. Sabía quién era Osborn y que iba tras él. Y llegado este punto, ¿sería Von Holden tan ingenuo como para pensar que su perseguidor se encontraba en un tren que rodaba apaciblemente rumbo a Lucerna? No, no era probable. Puesto que Von Holden no estaba en ninguno de los trenes, significaba que aún se encontraba en Jungfraujoch, donde no había nada, excepto Jungfraujoch.
En menos de cinco minutos, pensó, penetraría en un infierno de creación propia. Se sintió arrollado por un flujo de asuntos pendientes que le rebasaban como si de una máquina impresora se tratara. Los pacientes, la casa, los recibos del coche, el seguro de vida, ¿quién se encargaría de llevar su cuerpo a casa? ¿Quién de sus cosas? Después del último divorcio, pensó, no había hecho testamento. Tuvo ganas de reír. Era todo una comedia. Los cabos sueltos de la vida. Había venido a Europa a un congreso médico y se había enamorado. Y a partir de entonces, todo fue como rodar cuesta abajo. «La deséente infernóle», solía decir Vera. El descenso a los infiernos.
La oía tal como la recordaba, no como lo que era. Volvía a sus pensamientos una y otra vez, y una y otra vez se esforzaba en hacerla salir. Cuando llegara el momento y finalmente se enfrentara a ella, sólo entonces caería en la cuenta de todo el asunto, porque ahora debía concentrarse únicamente en Von Holden.
El tren disminuyó la marcha. Al mirar afuera vio el cartel.
Jungfraujock.
– Dios mío -murmuró. Se llevó la mano como por instinto a la cintura y palpó la empuñadura del revólver. Al menos aún contaba con eso.
«¡Piensa en tu padre! -se dijo a sí mismo-. ¡Recuerda el crujido del cuchillo de Merriman en su vientre y la expresión de su mirada! Sus ojos se vuelven hacia ti y te pregunta qué ha sucedido. Mira cómo le flaquean las piernas y se desploma sobre la acera. ¡Alguien ha gritado! Tiene miedo. Sabe que va a morir. Ahora levanta la mano para tocarte, para que se la cojas, para que lo ayudes. Recuérdalo, Paul Osborn, ¡recuérdalo bien y no tengas miedo de lo que puedas encontrar por delante!»
Hubo un chirrido de frenos, una sacudida y el tren aminoró la marcha. Al final se veían dos vías y un semáforo y ya habían llegado. La estación se abría dentro del túnel, como Eigerwand y Eismeer, le contó Connie. Pero aquí la vía no continuaba, la encerraba el final. La única salida era por donde habían venido, cruzando el túnel.