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– ¿Dónde está mi familia? -preguntó-. ¿Dónde está mi familia?

– Están aquí, señor Lybarger. Lo han venido a buscar al aeropuerto. Están con usted esta noche, señor

Lybarger, todos juntos. Ahora se encuentra en casa, en Suiza.

– ¡No! -Dijo él terminante mirándola fijamente y con severidad-. Mi familia. ¿Dónde están todos?

Volvieron los hombres de esmoquin. Tenían que llevar al señor Lybarger al coche. Ella le dijo al anciano que los acompañara y que no se preocupara, que hablarían al día siguiente.

Después Von Holden la abrazó y le sonrió para tranquilizarla mientras observaban a los hombres bajar a Lybarger por la pasarela en la silla de ruedas y lo ayudaban a entrar en el coche. Von Holden le dijo que debía de estar muy cansada ya que aún seguiría rigiéndose por el horario de Nuevo México.

– Sí, estoy muy cansada -dijo ella, sonriendo para agradecerle su atención.

– ¿Puedo acompañarla al hotel?

– Sí, me parece buena idea. Muchas gracias -dijo Joanna, que jamás había conocido a nadie tan genuinamente sincero, cálido y amable.

Después, recordaba vagamente el paseo junto al lago y el regreso a Zúrich. Recordó unas luces de colores y a Von Holden diciéndole que al día siguiente enviaría un coche a buscarla para llevarla a casa de Lybarger.

También recordaba haber abierto la puerta de la habitación del hotel. Von Holden cogió la llave y cerró la puerta a su espalda. La ayudó a sacarse el abrigo y lo colgó con cuidado en el armario. Luego se volvió y sus labios se juntaron en la oscuridad. Sus labios con los de ella. Von Holden era amable y a la vez decidido. Recordó que luego la desvistió y que le besó un pecho y luego el otro, que se los introdujo en la boca, los labios rozando los pezones, haciéndolos más duros que nunca. Luego la cogió en vilo y la tendió en la cama. Sin quitarle los ojos de encima se desvistió lenta y sensualmente. La corbata, la chaqueta, los zapatos, los calcetines y luego la camisa y Joanna descubrió que tenía el vello claro del pecho del mismo color que el pelo. Mientras lo observaba le dolían los pezones y sentía su propia humedad. No había tenido la intención de mirar porque le parecía vulgar pero su mirada se clavó en las manos de Von Holden cuando él se desabrochó el cinturón y se bajó la bragueta.

De pronto Joanna se echó hacia atrás en la oscuridad y rió. Estaba sola pero lanzó una carcajada estruendosa. No le importaba que la oyeran en la habitación de al lado. Recordaba la típica broma que contaban las chicas en el instituto y que ahora se había convertido en realidad.

– Los hombres vienen en tres tamaños: pequeños, medianos y… ¡oh, Dios mío!

Capítulo 50

París, 3.30

El mismo hotel, la misma habitación

y el mismo reloj que la última vez

Clic

3.31

Siempre eran las tres y media, veinte minutos más, veinte minutos menos. McVey estaba agotado pero no lograba conciliar el sueño. Le dolía incluso pensar, pero su cerebro no tenía interruptor para desconectarse. Lo había perdido el día en que le tocó ver el primer cadáver abandonado en un callejón con la cabeza destrozada por un disparo. Al pensar en los miles de detalles que llevaban de la víctima al asesino, se mantenía pendiente y alerta.

Los agentes de Lebrun peinaron la estación Montparnassse en busca de Osborn. La operación era una pérdida de tiempo, le advirtió McVey a Lebrun. Vera Monneray había mentido al declarar que había dejado a Osborn en la estación. Lo habría llevado a otro lugar y sabía dónde se ocultaba.

McVey insistió para que volvieran por la mañana y le dijeran a Vera Monneray que continuarían la conversación en la prefectura. Al fin y al cabo, una sala de interrogatorios obraba maravillas cuando se trataba de que la gente dijera la verdad, quisiéranlo o no.

Lebrun contestó con un ¡no! enfático.

Puede que a Osborn se le tuviera por sospechoso de asesinato pero desde luego no se podía decir lo mismo de la amiga del Primer Ministro de la República francesa.

McVey había llegado al final de su umbral de tolerancia y tuvo que contar lentamente hasta diez antes de proponer como solución alternativa una prueba con el detector de mentiras. Puede que una persona que no dijera la verdad no lo confesara todo pero era un buen montaje emocional para allanar el camino a un segundo interrogatorio. Sobre todo si el encargado del detector de mentiras era excepcionalmente prolijo y la persona interrogada estaba algo nerviosa, lo cual solía suceder.

Lebrun volvió a negarse y lo único que McVey pudo arrancarle fue una vigilancia de treinta y seis horas. Incluso eso había resultado una tarea difícil debido a los gastos que implicaba y Lebrun tuvo que organizar tres turnos de dos agentes cada uno para seguir los movimientos de Vera durante un día y medio.

Clic.

Esta vez McVey no se molestó en mirar el reloj.

Apagó la luz y se recostó en la oscuridad a observar las sombras ondulando en el techo de la habitación preguntándose si realmente aquello le importaba. Vera Monneray, Osborn, el «hombre alto» si es que existía y que había supuestamente asesinado a Albert Merriman y herido a Osborn. O los cadáveres decapitados y congelados o la cabeza que algún doctor Frankenstein de la alta tecnología pretendía unir a un cadáver. La posibilidad de que ese doctor fuera Osborn tampoco tenía importancia porque a esa hora lo único que McVey quería de verdad era dormir y se preguntaba si finalmente lo lograría. Clic.

Cuatro horas más tarde, al volante del Opel beis, McVey se dirigía al parque junto al río. Había amanecido y tuvo que bajar el visor para protegerse del sol mientras bordeaba el Sena buscando la salida del parque. Si había dormido no lo recordaba.

Cinco minutos más tarde reconoció la arboleda que marcaba la entrada al parque. Entró y se detuvo ante un terreno cubierto de espesa hierba rodeado por un camino con árboles a ambos lados, algunos de los cuales ya comenzaban a teñirse de colores. Miró el suelo y vio las huellas de un único vehículo que había entrado en el parque y que había salido luego en la misma dirección.

Tuvo que suponer que pertenecían a las huellas del Ford de Lebrun porque él y el inspector habían llegado después de que parara de llover. Cualquier otro vehículo que hubiera entrado en el parque habría dejado un segundo trazado de neumáticos.

McVey aceleró un poco y recorrió el parque hasta donde los árboles lindaban con la parte superior de la rampa que bajaba hasta la orilla. Se detuvo y bajó del coche.

Justo frente a él vio dos pares de huellas desleídas por la lluvia que llegaban hasta el río. Eran las suyas y las de Lebrun. Examinó la rampa que se hacía plana al llegar abajo, se imaginó dónde habría quedado el Citroen blanco de Agnés Demblon cerca de la orilla e intentó dilucidar por qué Osborn y Albert Merriman habían llegado hasta allí. ¿Acaso trabajaban juntos? ¿Por qué llevar el coche hasta abajo? ¿Acaso llevaban algo que quisieran descargar en el agua? ¿Tal vez drogas? Quizás intentaban lanzar al agua el mismo coche. ¿Deshacerse de él? ¿Desguazarlo? ¿Pero con qué motivo? Osborn era un médico respetable que gozaba de una holgada situación. Nada de aquello tenía sentido.

Si el lodo rojo de aquel lugar era hipotéticamente el mismo que Osborn llevaba en el calzado la noche antes del asesinato, supuso McVey que ese día el médico había estado allí. Si a eso se añadía el hecho de que había tres tipos de huellas digitales en el coche, las de Osborn, las de Merriman y las de Agnés Demblon, McVey estaba casi seguro de que Osborn había escogido el lugar junto al río y que luego había llevado a Merriman.

A Lebrun le habían informado que Agnés Demblon había trabajado en la panadería el viernes todo el día y que aún estaba allí por la tarde cuando Merriman fue asesinado.

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