Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– No sin una autorización.

McVey se miró los zapatos.

– ¿Y si conseguimos una orden de arresto?

– ¿Con qué justificación? -interpeló Remmer con sonrisa cauta.

– Vamonos de aquí -dijo McVey.

Von Holden observó a los detectives por el circuito cerrado de televisión bajando las escaleras y saliendo. Había regresado de su reunión con Scholl hacía sólo diez minutos y había encontrado a Cadoux en su despacho intentando comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski.

Al verlo, Cadoux había colgado de golpe, indignado. Al principio la línea comunicaba. Ahora no respondían. Von Holden, irritado a su vez, le espetó que se olvidara, que no había venido a Berlín de vacaciones. En ese momento llegó la policía. Von Holden supo de inmediato cómo y por qué. Tenía que actuar rápidamente. Los retuvo en la entrada mientras reemplazaba a una de las secretarias del salón por el guardia de seguridad. Ahora, después de que se cerrara la puerta, observó a McVey, que parecía estudiar la fachada del edificio. Se volvió airado hacia Cadoux y el blanco y negro de los monitores de seguridad le iluminó las facciones endurecidas del rostro.

– Ha sido una tontería eso de llamar a su habitación desde aquí. -Su tono era cálido como una barra de acero.

– Lo siento, herr Von Holden. -Cadoux parecía genuinamente arrepentido pero se resistía a dejarse vapulear por un hombre quince años más joven. Cuando se trataba de Avril Rocard, el mundo entero se podía ir al infierno, incluyendo a Von Holden.

Von Holden lo miró fijamente.

– Olvídalo. Mañana a la misma hora ya no tendrá importancia. -Un momento antes, estaba dispuesto a decirle a Cadoux que Avril Rocard había muerto, darle la noticia a bocajarro en medio de la conversación y gozar de la angustia que lo embargaría. También le podía contar otras cosas. Avril Rocard no sólo había sido una mujer bella y sumamente diestra con las armas. También había trabajado como espía en la sección de París y, en calidad de tal, no sólo había sido confidente de Von Holden sino también amante. Por eso la habían invitado a Berlín, como guardia de seguridad de Lybarger en el interior del palacio de Charlottenburg durante la ceremonia. Y más tarde, para satisfacer los placeres del propio Von Holden. Todo aquello se lo habría podido contar a Cadoux sólo para exacerbar su dolor, pero decidió que aún no había llegado el momento. A Cadoux lo habían traído a Berlín por una razón absolutamente diferente, para una tarea que requeriría toda su concentración y por eso Von Holden no debía decir nada, al menos por ahora.

Osborn intentaba no pensar en Vera, en dónde estaba y qué estaría haciendo, y la idea de que estuviera implicada en la Organización le parecía inconcebible. ¿Por qué habría venido adoptando el papel de Avril Rocard? Osborn tenía los nervios a flor de piel, mientras se esforzaba por explicarles a Schneider y Littbarski los principios del fútbol americano, en medio del bullicio de la taberna, que parecía invadida por todos los turistas de Berlín.

Al comienzo, el parloteo de la pequeña radio que Schneider sostenía en la mano parecía ser sólo una emisión policial rutinaria. El volumen era muy alto y notaron que algunas personas de las mesas contiguas se volvían ante la intrusión del agudo ruido. Schneider bajó inmediatamente el volumen. En ese momento se oyó el nombre de Vera y a Osborn le dio un vuelco el corazón.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó, cogiéndole la muñeca a Schneider. Littbarski se puso tenso.

– Sich schonen. Cálmese -le advirtió a Osborn.

Osborn soltó a Schneider y el agente se relajó.

– ¿Qué le ha sucedido? -inquirió Osborn, y Schneider observó la tensión en los músculos de su cuello.

– Dos policías federales han detenido a la señorita Monneray cuando salía de la iglesia de María Reina de los Mártires.

¿Qué estaría haciendo Vera en la iglesia? Pasaron las imágenes por su cabeza. No recordaba que le hubiese hablado de iglesias o de ideas religiosas ni nada parecido.

– ¿Adónde la llevan?

– No lo sé -dijo Schneider negando con la cabeza.

– Mentira. Sí que lo sabes.

Littbarski volvió a ponerse tenso.

Schneider cogió la radio y se incorporó.

– Tengo órdenes de llevarlo al hotel en caso de que suceda algo.

Sin hacer caso de Littbarski, Osborn estiró el brazo para detenerlo.

– Schneider, no sé qué está pasando. Me gustaría pensar que se trata de un error, pero no lo sabré hasta que la vea o pueda hablar con ella. No quiero que McVey hable a solas con ella antes que yo. Joder, Schneider, te lo estoy pidiendo por favor… Ayúdame.

Schneider le clavó la mirada.

– Se le ve en los ojos -comentó-. Está loco por ella. Así lo expresan ustedes los americanos, ¿no? ¿Loco por ella?

– Sí, así se dice. Sí, estoy loco por ella… Acompáñame adonde la hayan llevado. -Lo de Osborn era una auténtica súplica.

– La otra vez se me escapó.

– Esta vez no me escaparé, Schneider. Te lo aseguro.

Capítulo 108

Von Holden veía la ciudad a través de un velo y tenía que acelerar y reducir continuamente la marcha del BMW, encajar el punto muerto en medio del intenso tráfico de mediodía para volver a avanzar al cabo de un momento. Llevaba el piloto automático y sentía la mente desgarrada por la ira y el absurdo. Tres de los cuatro hombres que había jurado matar, incluyendo al propio McVey, habían entrado en su despacho y requerido su colaboración como si se tratara de un mercachifle cualquiera. Peor aún, se había sentido impotente, incapaz de hacer nada, obligado a dejarlos entrar, teniendo que observarlos tras la puerta cerrada. Le daba miedo que la Policía Federal invadiera el lugar reglamentariamente.

Lo más demencial era que toda la operación había sido provocada por el apetito emocional de Cadoux hacia una mujer que, de no ser por la información que le transmitía él en relación a la lealtad de los agentes de Interpol, no tenía ningún otro interés. Fue entonces, en medio de su irritación por la estupidez de Cadoux, cuando las últimas piezas de su estrategia encajaron a la perfección,

72, Hauptstrasse.

12.15

Joanna vio que el BMW giraba desde la calle, se detenía brevemente en la caseta de seguridad y luego cruzaba la verja y entraba por el camino circular hasta frenar ante la puerta de la residencia. Desde la ventana donde estaba ella en la segunda planta, le era difícil vislumbrar hasta abajo, pero estaba casi segura de haber reconocido a Von Holden en un momento dado cuando bajó del coche y se dirigió a la entrada. Fue rápidamente hasta el espejo, se cepilló el pelo y se retocó los labios con ese elegante rouge que Uta Baur le había obsequiado y que le dejaba en la boca un «look» húmedo.

Por razones que no podía explicar o que no comprendía, y a pesar de todo lo que le había sucedido, Joanna se sentía sexualmente más excitada que nunca. Era como si la hubiera invadido un apetito o sed insaciables, y con tanto vigor que sólo podría aplacar librándose al acto amoroso.

Abrió la puerta y salió al pasillo. Vio a Von Holden conversando con Eric y Edward en el recibidor de abajo. Al cabo de un momento, Von Holden se despidió y desapareció. Su primer impulso fue correr escaleras abajo para atajarlo, pero no podía comportarse de esa manera en presencia de los sobrinos de Lybarger.

No quiso ceder a su impulso y optó por cruzar el salón discretamente. Llamó a una puerta cerrada. Esta se abrió de inmediato y apareció un hombre de pelo blanco, rostro pálido y facciones porcinas. Vestía de frac. Tenía la piel tan poco pigmentada que Joanna creyó que era albino.

120
{"b":"115426","o":1}