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Capítulo 84

McVey cogió a Osborn por el brazo y lo obligó a salir a la calle.

Osborn intentó despedirse de Vera, pero McVey se había interpuesto y cortado la comunicación.

– Era la chica, ¿no? Vera Monneray -dijo McVey, y abrió la puerta de un Rover camuflado junto a la acera.

– Sí -contestó Osborn. McVey se metía en su vida privada y eso no le gustaba.

– ¿Trabaja para la policía de París?

– No. Para el servicio secreto.

Las puertas se cerraron de golpe y el chófer de Noble se introdujo en el tráfico.

Al cabo de cinco minutos giraban en torno a Piccadilly Circus y salían por Haymarket rumbo a Trafalgar Square.

– Es un número no registrado -dijo McVey sin inflexión en la voz, mirando los números que Osborn se había escrito en la mano.

– ¿Qué está insinuando? -preguntó Osborn a la defensiva, y escondió las manos bajo las axilas.

McVey lo miraba fijamente.

– Espero que no la haya matado -dijo.

Noble, que iba delante junto al chófer, se volvió.

– ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo?

Osborn dejó de mirar a McVey.

– ¿Qué importa eso?

– ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo? -insistió Noble.

– Los teléfonos de la recepción estaban ocupados. Pregunté si había otros.

– Y se lo indicó alguien.

– Evidente.

– ¿Lo vio llamar alguien? ¿Lo vieron entrar en una cabina? -McVey dejó que siguiera Noble.

– No -dijo Osborn tajante, y de pronto recordó-. Había una empleada del hotel, una vieja negra. Estaba pasando la aspiradora.

– No cuesta nada seguir la pista de una llamada desde un teléfono público -advirtió Noble-. Sobre todo si se sabe de qué teléfono se trata y a qué hora. Esté o no registrado, cincuenta libras bastarán para averiguar el número, la ciudad, la dirección y hasta puede que informen del menú de la cena. En un abrir y cerrar de ojos.

Osborn permaneció callado un rato largo viendo desfilar las luces nocturnas de Londres. No le gustaba lo que había oído, pero Noble tenía razón. Se había portado como un imbécil. Pero no estaba acostumbrado a ese mundo, un mundo donde cada idea tenía que ser calculada y donde todos eran sospechosos, sin importar quiénes fueran.

Al final, decidió recurrir a McVey.

– ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quiénes son?

McVey negó con la cabeza.

– ¿Sabía que el hombre que usted mató era un antiguo miembro de la Stasi?

– ¿Se lo ha dicho ella?

– Sí.

– Pues tiene razón.

– ¿Ya lo sabía? -Osborn no podía creerlo.

McVey no respondió. Noble tampoco.

– Permítame que le diga algo que tal vez no sepa. El primer ministro de Francia ha dimitido. Harán pública la noticia mañana. Lo han obligado a dimitir desde su propio partido debido a sus reservas frente al papel de Francia en la Comunidad Europea. Él piensa que los alemanes tienen demasiado poder y ellos no están de acuerdo.

– Eso no es nuevo -dijo Noble encogiéndose de hombros, y se volvió para darle instrucciones al chófer.

– Lo que sí es nuevo es que piensa que lo matarán si no dimite. O que matarán a Vera como señal de lo que les puede suceder a él y a su familia.

McVey y Noble se miraron el uno al otro.

– ¿Eso es lo que piensa usted o lo ha expresado ella? -preguntó McVey.

– Ella tiene miedo, ¿vale? -Dijo Osborn lanzándole una mirada cargada de ira-. Y tiene sobradas razones.

– ¡Y usted le ha hecho un flaco servicio! La próxima vez que le diga que haga algo, ¡me obedecerá! -McVey se volvió para mirar por la ventana y a partir de ese momento no habló nadie, sólo se oía el zumbido de los neumáticos contra el asfalto. De vez en cuando las luces de los coches iluminaban a los hombres en el interior, pero recorrieron la mayor parte del trayecto a oscuras.

Osborn se reclinó en el asiento. Jamás en su vida había estado tan cansado. Le dolían todos los músculos. Los pulmones, agitándose cada vez que respiraba, le pesaban como el plomo. Y el sueño. No recordaba la última vez que había dormido. Se pasó la mano por el mentón y cayó en la cuenta de que a partir de algún momento no había pensado más en afeitarse. Miró a McVey y observó el mismo agotamiento. El policía mostraba profundas ojeras y una barba crecida de varios días. Aunque la ropa que llevaba puesta era limpia, parecía que no se la hubiera quitado en una semana. Noble, sentado delante, no tenía mucho mejor aspecto.

El Rover disminuyó la velocidad y penetró en un estrecho callejón. Una manzana más allá bajaron a un garage subterráneo. A Osborn se le ocurrió preguntar a dónde se dirigían.

– A Berlín -McVey fue el primero en contestar.

– ¿A Berlín?

Dos policías se acercaron al coche cuando éste se detuvo y abrieron las puertas.

– Pasen por aquí, señores, por favor -dijeron, y entraron por un pasillo y salieron por una puerta que conducía al hangar. Se encontraban en un extremo de un aeropuerto comercial. En la distancia se divisaba un avión a reacción bimotor con las luces del interior encendidas y una escalerilla ante la puerta abierta de la cabina.

– Usted viene con nosotros -dijo McVey mientras caminaban en esa dirección-, porque tiene que prestar declaración ante un juez alemán. Quiero que le cuente al juez lo que le dijo Albert Merriman antes de que lo mataran.

– ¿Se refiere a Scholl?

McVey asintió.

– Está en Berlín -aventuró Osborn sintiendo que el pulso se le aceleraba.

– Sí.

Noble, que iba delante, subió la escalerilla y entró en el avión.

– ¿Y mi declaración servirá para extender una orden de arresto contra él?

– Quiero hablar con él -dijo McVey, y empezó a subir las escalerillas.

Osborn se sentía eufórico. Por eso se lo había jugado todo para reunirse con McVey, desde el principio. Quería que lo acompañara un paso más allá, que le ayudara a llegar hasta Scholl.

– Quiero estar allí cuando lo arreste.

– Es lo que suponía -dijo McVey, y desapareció dentro de la cabina.

Capítulo 85

– Ya ve usted, no hay señales de violencia ni de que haya pasado nada raro. Las verjas del perímetro tienen un circuito cerrado de monitores de vídeo, y están vigiladas por los guardias de a pie y con perros. No hay ningún indicio de que tengamos problemas de seguridad. -Georg Springer, el encargado de la seguridad en Anlegeplatz, un hombre delgado y de calvicie incipiente, recorrió la enorme habitación de Elton Lybarger y lanzó una mirada a la cama deshecha pero vacía, mientras escuchaba a uno de sus guardias. Eran las tres y veinticinco de la madrugada del jueves.

A Springer lo habían despertado justo después de las tres para informarle que Lybarger no se encontraba en su habitación.

Se había puesto en contacto inmediatamente con la oficina de seguridad cuyas cámaras controlaban la entrada principal, los treinta kilómetros de verja del perímetro y los demás accesos a saber, la entrada de servicio junto al garage bajo vigilancia y un edificio de mantenimiento a casi un kilómetro de la casa por un camino que se perdía serpenteando hacia la parte de atrás. En las últimas cuatro horas no había entrado ni salido nadie.

Springer echó un último vistazo a la habitación de Lybarger y se dirigió a la puerta.

– Puede que se haya sentido mal y haya salido a buscar ayuda o que se encuentre en un estado de somnolencia y no sepa dónde está. ¿Cuántos hombres hay disponibles?

– Diecisiete.

– Reúnelos a todos. Buscad bien en los alrededores de la casa y en el interior en todas las salas y habitaciones. No importa que haya gente durmiendo. Yo despertaré a Salettl.

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