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Capítulo 56

Quince minutos más tarde, a las seis menos cuarto, Bernhard Oven tocó el timbre de la entrada en el 18 Quai de Bethune y esperó. Había decidido comenzar la búsqueda del americano en el edificio de Vera Monneray, descartarlo en primer lugar y luego revisar los otros.

La cerradura electrónica cedió y Philippe, abrochándose bajo la doble papada el botón superior de la chaqueta de su uniforme verde, abrió la puerta.

– Bonsoir, monsieur -dijo, y se disculpó por hacerlo esperar.

– Tengo un pedido de la farmacia del hospital Sainte Anne de parte de la doctora Monneray. Insistió en que advirtiera que era urgente -dijo Oven en francés.

– ¿Para quién? -preguntó Philippe, intrigado.

– Para usted, supongo. El conserje de esta dirección. Es todo lo que me han dicho.

– ¿De la farmacia? ¿Está seguro?

– ¿Acaso tengo aspecto de repartidor? Monsieur, desde luego estoy seguro. Es un medicamento y lo necesitan urgentemente. Por ese motivo, y como subdirector de la farmacia, he venido desde la otra punta de París un domingo por la noche.

Philippe vaciló. Ayer había estado ayudando a Vera a llevar a Paul Osborn por la escalera de servicio hasta su apartamento desde un coche aparcado en la calle de atrás. Más tarde la había ayudado a trasladarlo profundamente dormido, después de una operación, al cuarto oculto bajo el alero del tejado.

Sabía que Osborn tenía necesidad de atención médica. Era evidente que aún la necesitaba. De otro modo, ¿por qué habrían enviado ese paquete desde la farmacia del hospital a solicitud de Vera?

– Mera, monsieur -dijo, y Oven le entregó una libreta oficial de reparto y un bolígrafo.

– Firme, por favor.

– Oui -dijo Philippe, y firmó.

– Bonsoir -dijo Oven, dio media vuelta y desapareció.

Philippe cerró la puerta y miró el paquete. Luego se dirigió rápidamente al mostrador.

Marcó el teléfono privado de Vera en el hospital.

Cinco minutos más tarde, Bernhard Oven levantó la tapa metálica de la centralita de teléfono en el sótano del número 18 Quai de Bethune, conectó un audífono diminuto en un microcasete conectado al teléfono del conserje y pulsó «play». Escuchó a Philippe explicar lo que había sucedido seguido de una alarmada voz femenina que debía de ser la señorita Monneray.

– ¡Philippe! ¡Yo no he enviado ningún paquete, ninguna receta! Ábrelo para ver qué es.

Se oyó un ruido de papel arrugado seguido de un gruñido.

– Es algo sucio… Parece… parece un frasco de medicina. Como los que usan los médicos cuando ponen…

Vera lo interrumpió.

– ¿Qué dice en la etiqueta? -Oven se percató del asomo de inquietud en su voz y sonrió.

– Dice… Perdón, tengo que coger las gafas. -Hubo un sonido metálico sordo cuando Philippe dejó el teléfono. Un momento después el conserje recogió la comunicación-. Dice… 5 mil. De antitétanos.

– ¡Dios mío! -murmuró Vera.

– ¿Qué sucede, señorita?

– Philippe, ¿reconociste al hombre? ¿No era de la policía?

– No, señorita.

– ¿Era alto?

– Tres. Muy alto.

– Tira el frasquito en tu cubo de basura y no hagas nada. Ahora salgo del hospital. Necesitaré tu ayuda cuando llegue.

– Oui, mademoiselle.

Se oyó un «clic» final cuando Vera colgó. Luego se cortó la línea.

Bernhard Oven desconectó tranquilamente el auricular del microcasete y luego éste de la línea de teléfono. Volvió a colocar la tapa metálica, apagó la luz y volvió a subir las escaleras.

Eran las seis y cuarto de la tarde. Sólo le quedaba esperar.

A menos de ocho kilómetros de allí, McVey estaba sentado solo ante una mesa en la terraza de un café en la plaza Víctor Hugo.

A su derecha, una muchacha apoyada sobre los codos miraba al vacío frente a una copa de vino llena y con un perrito descansando a sus pies.

A su izquierda, dos ancianas muy bien vestidas y visiblemente adineradas charlaban en francés y tomaban el té. Estaban alegres y animadas y se diría que desde hacía medio siglo se juntaban a la misma hora en el mismo lugar.

Con una copa de Bordeaux en la mano, McVey pensaba que a él también le gustaría llegar así a la vejez. No necesariamente rico pero alegre, animado y en armonía con el mundo que lo rodeaba.

Y entonces pasó un coche de la policía con los faros encendidos y McVey se dio cuenta de que su vejez le obsesionaba menos que Osborn. Éste le había mentido sobre el lodo de su calzado porque lo había pillado. Osborn era un hombre enamorado, un turista que, al parecer, había paseado por los jardines de la torre Eiffel recientemente y sabía que los jardines habían sido excavados y que había lodo, y había sido lo bastante rápido para inventarse una coartada cuando le preguntó. El problema era que el lodo de los jardines era gris negruzco, no rojo.

El lugar donde Osborn había ido aquel jueves por la tarde, sólo cuatro días antes, era el parque junto al río. El mismo lugar donde un día más tarde habían asesinado a Merriman y lo habían herido a él.

¿Qué había montado Osborn que de pronto hubiera fallado? ¿Acaso pensaba matar a Merriman él mismo o le había montado la trampa para que el hombre alto lo ejecutara? Si su idea era matarlo él mismo, ¿de dónde salía el hombre alto? Si le había montado la encerrona al hombre alto, ¿por qué se había convertido él también en una víctima? ¿Por qué Osborn, un cirujano ortopédico respetable aunque algo impetuoso?

Y luego la droga que la policía francesa había encontrado en la habitación de Osborn. La sucinilcolina.

Después de llamar al doctor Richman en el Royal College of Pathology se habían enterado de que la sucinilcolina era utilizada como anestesia de precirugía como un curare sintético que tenía la propiedad de relajar los músculos. Richman había advertido que si no era manejada por un profesional, podía ser una droga muy peligrosa. Relajaba eficazmente los músculos del esqueleto y podía provocar ahogo si no se administraba debidamente.

– ¿Es poco común que un cirujano tenga esa droga en su mano? -preguntó McVey directamente.

La respuesta de Richman había sido igual de tajante.

– En su habitación del hotel, cuando se ve a todas luces que está de vacaciones, ¡desde luego diría que es poco común!

McVey pensó un momento y luego hizo la pregunta clave.

– ¿Lo utilizaría en caso de que fuera a cortar una cabeza?

– Es probable que sí. Junto con otros anestésicos.

– ¿Y la congelación? ¿La usaría para eso?

– McVey, tiene que entender que se trata de un deporte que ni yo ni los colegas que he consultado hemos estudiado antes. No tenemos suficiente información acerca de las técnicas que se han intentado usar ni estamos en condiciones de sugerir ningún procedimiento.

– Doctor, hágame un favor -pidió McVey-. Reúnase con el doctor Michaels y revisen los cuerpos una vez más.

– Inspector, si lo que busca es sucinilcolina, debe saber que se descompone en el organismo minutos después de inyectarse. Jamás encontrará la menor huella.

– Pero se podrían encontrar las marcas de la jeringa si se les ha inyectado algo, ¿no?

McVey se percató de que Richman lo aseveraba. De pronto, cayó en la cuenta.

– ¡Hijo de puta! -exclamó. El grito sobresaltó al perrito bajo la mesa y empezó a ladrar. Las dos ancianas, que evidentemente entendían inglés, lo miraron furiosas.

– Perdón -dijo McVey. Se levantó y dejó un billete de veinte francos en la mesa-. A ti también -le dijo al perro cuando se alejaba.

Cruzó la plaza Víctor Hugo, compró un billete y entró en el metro.

– Lebrun -se oyó decir, como si aún estuviera en la oficina del inspector-. Hasta ahora no habíamos trabajado a tres bandas -dijo.

Estudió los recorridos de las líneas de metro y escogió el que pensó que lo llevaría adonde quería ir. Aún pensaba en su encuentro imaginario con Lebrun.

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