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Encontró un pequeño interruptor, lo encendió y miró a su alrededor. Vio un largo y estrecho pasillo con numerosas puertas y unos cuartos trasteros a oscuras. A su derecha, bajo un techo de poca altura de vigas de madera, se encontraban los cubos de basura de los pisos del edificio.

Los parisinos de clase alta vivían una especie de ingenua comodidad y cada apartamento disponía de sus propios cubos, identificados con el número pintado encima. Al cabo de una rápida revisión, Oven encontró los cuatro cubos asignados al apartamento de Vera. Sólo uno de ellos estaba lleno.

Quitó la tapa y desplegó un periódico viejo. Después de vaciarlo comenzó a examinar el contenido objeto por objeto. Encontró cuatro latas vacías de Diet Coke, una botella de plástico vacía de «Gelave», un bálsamo, un frasco vacío de mentas «Tic tac», una caja vacía de esponjas anticonceptivas «Today», cuatro botellas vacías de cerveza Amstel, un ejemplar de la revista People, una lata de caldo de buey parcialmente vacía, una botella plástica de jabón lavavajillas Joy y… Oven se detuvo porque había sonado algo en el interior de la botella de Joy.

Estaba a punto de abrir la tapa cuando oyó una puerta más arriba y percibió que alguien bajaba la escalera. Los pasos se detuvieron brevemente en el piso de arriba frente a la puerta de servicio que daba a la calle y continuaron bajando. Oven apagó la luz y se arrimó a la sombra por debajo del último tramo de escalera y al mismo tiempo sacó de su cintura una pistola automática Walther calibre 25.

Un instante más tarde, una empleada regordeta de uniforme blanco y negro almidonado bajó torpemente las escaleras con una enorme bolsa de basura. Encendió la luz y levantó la tapa de un cubo, dejó caer la bolsa en el interior, cerró la tapa y volvió hacia las escaleras. Pero en ese momento vio el desbarajuste que Oven había dejado en el suelo. Murmuró algo en francés, dio unos pasos hacia el cubo, lo recogió todo y volvió a meterlo dentro. Cerró la tapa, apagó la luz con un gesto brusco y volvió a subir pesadamente las escaleras.

Oven oyó los pasos que se alejaban. Volvió a introducir la Walther en su cartuchera y encendió la luz. Levantó la tapa del cubo y sacó la botella de jabón, desenroscó la tapa, la giró y la sacudió. El objeto vibró en el interior pero no cayó. Oven se sacó un cuchillo largo y delgado de la manga, abrió la hoja y con un corte extrajo un pequeño frasco cubierto del jabón pegajoso. Lo limpió y lo miró a la luz de la bombilla. Era un frasco de medicina de Wyeth Pharmaceutical Products y en la etiqueta se leía «5 mi antitétanos».

Un asomo de sonrisa le cruzó el rostro a Oven. Vera Monneray trabajaba como residente para conseguir el título de médico. Tenía acceso a los productos farmacéuticos y estaba cualificada para poner inyecciones. Un hombre herido que acababa de salir de un río contaminado probablemente necesitaba que le administraran una dosis de antitétanos no sólo para prevenir el tétanos sino también la difteria. Si alguien ponía una inyección no tenía por qué traer el frasco vacío a casa y tirarlo en el envase del jabón de la vajilla. No, la inyección había sido administrada allí, en el apartamento de Vera. Dado que el americano no estaba en el piso ahora, significaba que estaba en algún lugar de los alrededores, tal vez en otro edificio o tal vez en el mismo edificio.

Cinco plantas y media más arriba del sótano donde se encontraba Oven, Osborn se inclinó por encima de la mesa pequeña junto a la ventana y miró hacia los techos mientras las sombras del atardecer se deslizaban sobre las torres góticas de Notre Dame.

Cuando no dormía se dedicaba a pasear por el pequeño habitáculo para realizar el ejercicio que requería o a mirar por la ventana como ahora, intentando poner algún orden en sus ideas.

Había ciertos axiomas, según la conclusión a la que había llegado, de los que no podía escapar.

Primero: la policía lo buscaba aún en relación con la muerte de Albert Merriman. Gracias a Vera sabía que habían encontrado la sucinilcolina que quedaba y se la habían llevado de su habitación del hotel. Si descubrían -o cuando descubrieran- su objetivo, con toda probabilidad volverían a examinar el cadáver de Kanarack Merriman. En ese caso encontrarían las marcas del pinchazo. Y si no lo habían examinado, McVey los obligaría a hacerlo. No importaba que no hubiera matado a Merriman porque iban a acusarlo de intento de homicidio. Si lo demostraban, lo cual no parecía difícil, no sólo pasaría quién sabe cuántos años en una cárcel francesa sino que además perdería su licencia médica en Estados Unidos.

Segundo: al salir del río no había pasado inadvertido y tarde o temprano el hombre alto, quienquiera que fuese, sabría que estaba vivo y vendría a por él.

Tercero: aunque lograra salir de París, la policía retenía su pasaporte. Así, para todos los efectos, estaba atrapado en Francia porque no podía viajar a ningún otro país sin ese documento, ni siquiera regresar al suyo propio.

Cuarto: lo más cruel y doloroso de todo, algo en que no dejaba de pensar una y otra vez, era la constatación de que la muerte de Merriman no había cambiado nada. El demonio que lo perseguía sólo se había vuelto más complejo y esquivo como si, después del horror vivido durante tantos años, eso aún fuera posible.

En su interior algo gritó ¡NO! en cien lenguas diferentes. «No volverás a emprender la persecución. Aquella puerta marcada con el nombre de Erwin Scholl, ¿a dónde conducía? ¡A otra puerta! Entonces, si llegas a vivir tanto tiempo, sólo se puede abrir hacia la locura. Tienes que reconocer, Paul Osborn, que jamás encontrarás una respuesta. Tal vez sea el karma de tu vida aprender que, en esta existencia, las cosas a las que buscas respuestas pueden resultarte inconvenientes a ti.

Sólo cuando hayas entendido eso podrás alcanzar la paz y la tranquilidad en la próxima vida. Debes aceptar esta verdad y cambiar.»

Sin embargo, Osborn sabía que ese argumento no era más que escapismo y por lo tanto falso. Era incapaz de cambiar ahora más de lo que había podido cambiar desde los diez años. La muerte de Kanarack/Merriman había sido un golpe emocional terrible. Sin embargo había despejado y simplificado el futuro. Antes sólo había un rostro. Ahora contaba con un nombre. Si este Erwin Scholl, una vez que lo encontrara, lo conducía a una tercera persona, que así fuera. Sin importar lo que costara, tendría que seguir sin tregua hasta enterarse de la verdad del asesinato de su padre. De otro modo no habría Vera y no tendría sentido seguir viviendo. Como no había tenido sentido desde que era niño. Lograría tener paz y tranquilidad en esta vida o no lo lograría jamás. Ese era su karma y su verdadero destino.

Fuera divisaba las torres de Notre Dame desdibujadas en la sombra. No faltaba mucho para que se encendieran las farolas de las calles. Había llegado la hora de correr la cortina negra sobre la ventana y encender la lámpara. Después de encenderla se acercó a la cama cojeando y se tendió. Y al reclinarse se desvanecieron sus propósitos de hacía un momento y volvió a invadirlo el dolor más crudamente que nunca.

– ¿Por qué tuvo que sucederle a mi familia? ¿Ya mí? -se preguntó en voz alta. Lo había preguntado siendo niño, luego adolescente, adulto y luego, cuando ya era un cirujano brillante. Lo había repetido mil veces. En ocasiones le asaltaba como una idea serena o se integraba en una lúcida conversación durante una sesión de terapia. En otras, la emoción lo embargaba y la pregunta irrumpía en voz alta como un trueno, lo cual solía incomodar a sus ex mujeres, a amigos y desconocidos.

Levantó la almohada, sacó la pistola de Kanarack y calculó su peso en la mano. Apuntándola hacia sí mismo observó el agujero por donde brotaba la muerte. Parecía fácil, incluso seductor. Era la solución más sencilla. Se acabaría el miedo a la policía o al hombre alto y, mejor aún, el dolor se acabaría instantáneamente. Se preguntó por qué no había pensado en ello antes.

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