Capítulo 47
Treinta minutos más tarde, a las doce menos cuarto, los dos inspectores esperaban sentados en el Ford camuflado de Lebrun frente al edificio de apartamentos de Vera Monneray, en el 18 Quai de Bethune.
Aun cuando el tráfico sea intenso, el Quai de Bethune queda a menos de cinco minutos en coche de la Prefectura de Policía de París. A las once y media entraron en el edificio y hablaron con el portero. McVey preguntó si había alguna manera de que entrara Vera en el edificio si no era por la puerta grande. Sí, si entraba por atrás y subía por las escaleras de servicio. Pero eso era muy poco probable.
– La señorita Monneray no usa las escaleras de servicio. -Así de simple.
– Pregúntele si le importa que la llame -dijo McVey a Lebrun, y cogió el teléfono.
– No me importa, monsieur -se adelantó, tajante, el portero-. El número es dos-cuatro-cinco.
McVey marcó y esperó. Dejó sonar el teléfono diez veces antes de colgar y miró a Lebrun.
– No está, o no contesta. ¿Subimos?
– Esperemos un momento, ¿eh? -Dijo Lebrun, y volviéndose al portero, le dio su tarjeta-. Cuando vuelva, por favor dígale que llame. Mero.
McVey miró su reloj. Faltaban casi cinco minutos para medianoche. Enfrente de la calle, las luces del apartamento de Vera estaban apagadas. Lebrun le lanzó una mirada a McVey..
– Puedo sentir cómo late ese pulso americano que quiere entrar sea como sea -dijo Lebrun con una sonrisa-. Por las escaleras de atrás. Una tarjeta de crédito en el candado y ya está dentro como un caco.
McVey dejó de mirar las ventanas de Vera y se volvió hacia Lebrun.
– ¿Qué tipo de relación tiene con Interpol en Lyón? -preguntó en voz baja. Era la primera oportunidad que tenía para hablar de lo que le había contado Grossman.
– El mismo tipo de tareas que usted -dijo Lebrun, y sonrió-. Soy su contacto en París. En el caso de los decapitados, soy el enlace francés de Interpol.
– El caso Merriman/Kanarack es diferente, ¿no? No tiene nada que ver con eso.
Lebrun no entendía lo que insinuaba McVey.
– Así es. Su colaboración en esta situación, como usted sabe, consistió en proporcionar los medios técnicos para convertir una mancha en una huella digital.
– Lebrun, usted me pidió que llamara a la policía de Nueva York. Finalmente me han facilitado cierta información.
– ¿Sobre Merriman?
– En cierto sentido. A través de la Oficina central en Washington, Interpol Lyón pidió el archivo sobre Merriman más de quince horas antes de que a usted le informaran que tenían la huella dactilar.
– ¿Qué? -preguntó Lebrun, desconcertado.
– Ya me ha oído.
– Lyón no tendría nada que hacer con ese archivo -dijo Lebrun, negando con la cabeza-. Interpol es básicamente un transmisor de informaciones entre los cuerpos de policía, no una oficina de investigación.
– Venía pensando en eso en el avión desde Londres. Resulta que Interpol solicita y consigue información clasificada horas antes de que se le haya informado al inspector responsable de la investigación que hay una huella dactilar que podría conducir, eventualmente, a la misma información. Eso sólo si el investigador sabe lo que se trae entre manos.
»Aunque parezca un poco raro, bueno, uno tiene que decir, vale, tal vez son los procedimientos internos. Puede que estén simplemente verificando que su sistema de comunicaciones funciona. Tal vez quieran saber si el investigador es bueno. O quizás hay alguien jugando con un nuevo programa informático. Nunca se sabe. Si sólo fuera eso, uno dice vale, dejémoslo correr.
»El problema es que, un día después, aparece este mismo tipo, alguien que se supone lleva más de veinte años muerto, lo saca usted del Sena y resulta que está acribillado con una Heckler & Koch automática. Dudo sinceramente de que haya sido obra de un ama de casa enfurecida.
– Amigo mío -dijo Lebrun, incrédulo-, usted me está diciendo que alguien en la oficina de Interpol descubrió que Merriman estaba vivo, averiguó dónde estaba en París y extendió una orden para matarlo.
– Yo estoy diciendo que quince horas antes de que usted supiera algo de la huella dactilar, alguien en Interpol tenía conocimiento de ella. Conducía a un nombre y luego a una pista solvente. Puede que con el sistema informático de Interpol, puede que con otro, pero a partir del sistema con que se encontró a Albert Merriman y se le identificó con un tipo que se llamaba Henri Kanarack, vivo y en París, y con que se entregó esa información, lo que sucedió luego fue condenadamente rápido. Porque a Merriman se lo cargaron pocas horas después de identificarlo.
– ¿Pero por qué matar a un hombre que ya estaba legalmente muerto? ¿Y por qué tanta prisa?
– Es su país, Lebrun. Dígamelo usted a mí. -McVey lanzó instintivamente una mirada hacia el apartamento de Vera Monneray. Aún estaba a oscuras.
– Es probable que fuera para que no habláramos con él cuando lo encontráramos.
– Eso es lo que diría yo.
– Pero ¿después de veinte años? ¿Qué es lo que temían? ¿Es que sabía algo referente a gente comprometida?
– Lebrun -confesó McVey-, tal vez estoy loco pero déjeme decírselo igual. Todo esto ha sucedido, digamos, en París. Puede que sea una coincidencia que tenga algo que ver con un hombre a quien ya le seguíamos la pista, puede que no. Pero supongamos que ésta no era la primera vez. Supongamos que quienquiera que sea el implicado tiene una lista maestra de todos los tíos que se han esfumado y cada vez que Lyón, funcionando como una especie de cuartel de investigación sobre problemas criminales poco comunes, recibe una nueva huella dactilar o un pelo de la nariz o cualquier tipo de referencia relacionada, lleva a cabo automáticamente una búsqueda informática. Si sale un nombre que se encuentra registrado en esa lista, se envía la señal y su alcance es a nivel mundial, porque así trabaja Interpol.
– Usted está sugiriendo la existencia de una organización. Alguien que tenga un topo en las oficinas de Interpol en Lyón.
– He dicho que puede que yo esté loco…
– Y sugiere que Osborn forma parte de esa organización, o le pagan.
– No me haga eso, Lebrun -dijo McVey, sonriendo-. Puedo teorizar hasta reventar pero no establezco conexiones sin pruebas. Y hasta ahora no hay pruebas.
– Pero estaría bien empezar por Osborn.
– Por eso estamos aquí.
– También podríamos empezar averiguando quién ha pedido el archivo de Merriman en Lyón -dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios.
McVey estaba observando un coche que acababa de entrar en el Quai de Bethune y que se dirigía hacia ellos. Los faros amarillos cortaban la oscuridad de la lluvia, que volvía a caer.
Los inspectores se reclinaron hacia atrás cuando un taxi disminuyó la marcha y se detuvo frente al número 18. Al cabo de un momento se abrió la puerta del edificio y salió el portero con un paraguas. Se abrió la puerta del pasajero y bajó Vera. Protegiéndose bajo el paraguas, entraron ella y el portero.
– ¿Vamos? -preguntó Lebrun a McVey, y se contestó a sí mismo-. Creo que sí.
Cuando iba a abrir, McVey lo cogió por el brazo.
– Mon ami, hay más de una Heckler & Koch en este mundo y más de un tipo que sepa usarla. Yo que usted tendría mucho cuidado cuando investigue en Lyón.
– Albert Merriman era un criminal en la mierda de un asunto asqueroso. ¿Usted cree que se arriesgarían a matar a un policía?
– ¿Por qué no vuelve a mirar lo que queda de Albert Merriman? Cuente los orificios de salida y los de entrada y observe la trayectoria de las balas. Luego vuelva a preguntárselo.