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Confundida y atontada por su brusquedad, Joanna recordaba vagamente haber asentido y agradecido el regalo, que metió en su bolso en un gesto inconsciente.

Sólo pensaba en Lybarger. Había sido una larga experiencia común, y habían compartido muchas cosas, no siempre agradables. Lo menos que Salettl le podía haber permitido era desearle buena suerte y despedirse. A pesar del regalo, lo que había hecho era brusco, incluso rudo. Pero lo que siguió fue aún peor.

– Ya sé que esperabas pasar esta última noche con Von Holden -dijo Salettl-. No actúes como si fuera una sorpresa que yo lo sepa. Desafortunadamente, Von Holden estará ocupado con el señor Scholl y partirá con él a Sudamérica inmediatamente después de la cena.

– ¿No podré verlo? -De pronto, Joanna se sintió enferma.

– No.

Ella no lo entendía. Por lo visto tenía que pasar la noche en un hotel de Berlín y luego volar a Los Ángeles por la mañana. Von Holden no había dicho nada de irse con Scholl. Tenían que encontrarse después de la ceremonia en Charlottenburg. Iban a pasar la noche juntos.

– Tus maletas ya están hechas. Hay un coche esperándote abajo. Adiós, señorita Marsh -y así había terminado todo. Un guardia de seguridad la había acompañado hasta abajo. Y luego, fue cuestión de subir al coche y desaparecer. Se volvió para mirar atrás y sólo divisó el palacio. Apenas visible en la espesa niebla, desapareció poco a poco. Era como si el palacio y todo lo que había hecho antes, incluyendo a Von Holden, hubiese sido un sueño. Un sueño que, al igual que el palacio, simplemente se desvanecía.

– Hübschrauber, un helicóptero -exclamó Remmer cogiendo la radio con su mano rota. El BMW dejó atrás a toda velocidad el complejo del hospital de Charlottenburg y, casi un kilómetro más allá, giró bruscamente hacia los grandes espacios del parque Ruhwald. Al final de la explanada, el agente de la BKA que conducía el BMW apagó los faros antiniebla amarillos y se detuvo bruscamente. Casi de inmediato, el potente faro de un helicóptero de la policía iluminó el terreno a unos veinte metros y con un estruendoso rugido de motores se posó en la hierba. El piloto apagó y Schneider bajó del coche y corrió hacia el aparato. Agachándose bajo las aspas, abrió la puerta y subió a la cabina. Se produjo un rugido del motor que aplastó la hierba contra el suelo cuando el helicóptero se elevó. Subió más arriba de las copas de los árboles, giró ciento ochenta grados a la izquierda y desapareció en medio de la noche.

Desde su asiento junto al piloto, Schneider apenas divisaba los faros antiniebla del BMW cuando dio media vuelta para abandonar la explanada y salir en dirección al palacio de Charlottenburg. Se reclinó en el asiento, se ajustó el cinturón por encima del hombro, se abrió la chaqueta y sacó el botín envuelto en un pañuelo que llevaría al laboratorio de Bad Godesburg: el vaso de agua que Elton Lybarger había utilizado para tragarse las vitaminas.

Capítulo 123

– Varios días antes de que el padre del doctor Osborn fuera asesinado… -dijo McVey, que había sacado una libreta vieja del bolsillo de la chaqueta y la miraba mientras hablaba con Scholl-, había diseñado un bisturí. Un bisturí muy especial, a petición de una pequeña empresa en las afueras de Boston, una compañía de la cual era usted dueño, señor Scholl.

– Yo no he sido nunca dueño de una empresa que fabricara bisturíes.

– Yo no sé si fabricaba bisturíes, pero al menos fabricó uno.

Desde el momento en que Goetz había subido para hablar con Scholl, McVey sabía que iba a dejar a sus invitados para bajar a conocerlo, impulsado por su ego. ¿Cómo podría sustraerse a las ganas de conocer al hombre que acababa de sobrevivir a una emboscada mortal y que ahora cometía la osadía de invadir su territorio privado? Sin embargo, la curiosidad sería pasajera, y no bien hubiera visto lo suficiente, Scholl se marcharía. Salvo si McVey podía aguijonear esa curiosidad. En eso consistía el truco, en motivar la curiosidad, porque el próximo nivel era el de la emoción y McVey tenía la corazonada de que Scholl era bastante más emocional de lo que parecía. Cuando la gente empezaba a reaccionar emocionalmente, era capaz de decir cualquier cosa.

– La empresa se llamaba Microtab y tenía su sede en Waltham, Massachusetts. En aquellos años era propiedad de otra empresa privada, Wentworth Products Ltd de Ontario, Canadá. El propietario era… -McVey buscó en sus notas- el señor James Tallmadge de Windsor, Ontario. Tallmadge y los miembros de la junta directiva de Microtab, a saber, Earl Samules, Evan Hart y un tal John Harris, todos residentes en Boston, murieron con intervalos de seis meses el uno del otro. Los de Microtab en 1966, Tallmadge en 1967.

– No he conocido nunca una empresa llamada Microtab, señor McVey -respondió Scholl-. Y si me permite, creo que ya le he dedicado bastante tiempo. El señor Goetz se quedará con ustedes y yo regresaré con mis invitados. Dentro de una hora estarán aquí los abogados para encargarse de la orden de arresto. -Scholl empujó su silla hacia atrás y se incorporó. McVey vio que Goetz respiraba aliviado.

– Tallmadge y los otros también estuvieron implicados con otras dos empresas suyas -siguió McVey como si Scholl no hubiera dicho nada-. Alama Steel Ltd de Pittsburg, Pensilvania, y Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey. Dicho sea de paso, Standard Technologies era una filial de otra empresa llamada T.L.T. International de Nueva York, disuelta en 1967.

Mientras lo observaba, Scholl no cabía en sí de asombro.

– ¿Cuál es el objeto de esta diatriba suya? -preguntó fríamente.

– Sólo le estoy dando la oportunidad de que se explique.

– ¿Y qué es, concretamente, lo que desea que le explique?

– Su relación con todas estas empresas, más el hecho de que…

– No tengo ninguna relación con esas empresas.

– ¿Que no tiene relación?

– Absolutamente ninguna -contestó Scholl tajante y con un asomo de irritación.

«Así me gusta -pensó McVey-. Enfádate.»

– Entonces hablemos de la naviera Omega Shipping Lines…

Goetz se incorporó. Había llegado el momento de poner fin a la sesión.

– Creo que hemos terminado, inspector. Señor Scholl, sus invitados lo esperan.

– Le preguntaba al señor Scholl acerca de la naviera Omega -insistió McVey, que mantenía la mirada fija en Scholl-. Decía que no tenía ninguna relación con esas empresas. ¿No es eso lo que ha dicho?

– He dicho que se acabaron las preguntas, McVey -advirtió Goetz.

– Lo siento, señor Goetz, hago lo posible para que su cliente pueda evitarse el engorro de ir a la cárcel. Pero no he podido sacarle ninguna respuesta clara. Hace un momento me ha dicho que no tenía ninguna relación con Alama Steel, Microtab, Standard Technologies o T.L.T. International, empresa que controlaba las otras tres y a su vez propiedad de la naviera Omega Shipping Lines. Resulta que el señor Scholl es el principal accionista de Omega. Supongo que comprenderá adónde quiero ir a parar. Tiene que ser de un modo u otro. Señor Scholl, ¿tenía usted o no intereses en estas empresas? ¿Qué dice?

– La naviera Omega Shipping Lines ya no existe -dijo Scholl con tono neutro. Era evidente que había menospreciado a McVey, tanto en lo que se refería a su tenacidad como a su flexibilidad. Había cometido el error de negarle la venia a Von Holden para que se ocupara de liquidarlo. Esa situación, sin embargo, sería remediada muy pronto-. Le he dado a usted toda la colaboración que solicitaba y bastante más. Buenas noches, inspector.

McVey se incorporó y se sacó dos fotos del bolsillo de la chaqueta.

– Señor Goetz, ¿le importa pedirle a su cliente que mire estas fotos?

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