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Osborn observó a Goetz mientras estudiaba las fotos.

– ¿Quién es esta gente? -preguntó el abogado.

– Es lo que querría que me dijera el señor Scholl.

Goetz miró a Scholl y le entregó las fotos. Scholl le lanzó una mirada de irritación a McVey y luego echó un rápido vistazo a las fotos que sostenía en la mano. Tuvo de pronto un gesto de sorpresa que intentó ocultar.

– No tengo idea -contestó sin titubear.

– ¿No?

– No.

– Se llaman Karolin y Johann Henniger -le explicó McVey, y se produjo un silencio-. Han sido asesinados hoy, en el transcurso del día.

– Ya se lo he dicho. No tengo ni idea de quiénes pueden ser -protestó Scholl y esta vez ocultó todo rastro de emoción.

Le entregó las fotos a Goetz y se volvió en dirección a la puerta. Osborn le lanzó una mirada a McVey. Si Scholl pasaba por esa puerta, no volverían a verlo acaso nunca más.

– Le agradezco que nos haya concedido este tiempo -dijo McVey apresuradamente-. Creo que se habrá percatado de que el doctor Osborn no ha podido olvidar las emociones que le provocó el asesinato de su padre. Le prometí que le haría una pregunta. Es sencilla. Quedará entre nosotros.

Scholl se volvió.

– Su atrevimiento se ha convertido en insolencia -advirtió.

Goetz le abrió la puerta y Scholl cruzaba el umbral cuando se adelantó Osborn.

– Explíquenos cómo es que han operado Lybarger para trasplantar la cabeza al cuerpo de otro hombre.

Scholl se paralizó y a Goetz le sucedió lo mismo. Luego, muy lentamente, Scholl se volvió. Era como si lo hubieran… descubierto. Como si de pronto le hubieran arrancado la ropa y lo hubieran violado sexualmente. Durante una fracción de segundo estuvo a punto de derrumbarse. Pero sobre su rostro cayó una especie de máscara autoinducida, de arriba abajo. La flaqueza se convirtió en desprecio y el desprecio en ira. Con gesto rápido, tajante, aterrador, Scholl situó las cosas en su terreno, donde pudiera controlarlas.

– Sugiero que se dediquen los dos a escribir cuentos de ciencia ficción -dijo.

– No se trata de ciencia ficción -intervino Osborn.

De pronto se abrió una puerta en el otro extremo del salón y apareció Salettl.

– ¿Dónde está Von Holden? -preguntó Scholl como si diera una orden cuando se acercó Salettl, los pasos resonando en el mármol del suelo.

– Von Holden está arriba esperando en las dependencias reales -explicó Salettl. El nerviosismo de hacía un rato había desaparecido. Su aspecto era ahora casi de absoluta calma.

– Vaya a buscarlo y tráigalo inmediatamente.

Salettl sonrió.

– Eso es algo totalmente imposible. Las dependencias reales y la galería dorada son inaccesibles.

– ¿Qué está diciendo?

McVey y Osborn intercambiaron una mirada. Algo estaba sucediendo pero no sabían de qué se trataba. A Scholl tampoco parecía gustarle.

– Le he hecho una pregunta.

– Habría sido más apropiado que hubiera permanecido arriba -objetó Salettl cruzando la habitación y deteniéndose a unos metros de Scholl y Goetz.

– ¡Vaya a buscar a Von Holden! -ordenó Scholl cortante dirigiéndose a Goetz.

Éste asintió con un gesto de cabeza y se dirigía hacia la puerta cuando se escuchó una detonación. Goetz saltó como si hubiera recibido un puñetazo. Se llevó la mano al cuello, luego se la miró. Estaba cubierta de sangre.

Con los ojos abiertos en un gesto de sorpresa, miró a Salettl y luego la mirada resbaló hasta su mano, porque Salettl sostenía en ella una pequeña pistola automática.

– ¡Me ha disparado, cabrón! -gritó Goetz. Tuvo un estremecimiento y se desplomó contra la puerta.

– ¡Tire la pistola! -exclamó McVey, con su 38 en la mano derecha, mientras que con la izquierda apartaba a Osborn de la línea de fuego.

Salettl miró a McVey.

– Desde luego -dijo, y miró a Scholl-, Estos americanos han estado a punto de echarlo todo a perder.

– ¡Tire el arma!

Scholl le dirigió una mirada cargada de desprecio.

– ¿Vida? -preguntó.

Salettl volvió a sonreír.

– Ha estado viviendo en Berlín durante casi cuatro años.

– ¿Cómo se atreve? -intervino Scholl, recomponiéndose. Estaba furioso. Él era superior y su indignación era absoluta-. ¿Cómo se atreve a arrogarse el derecho…?

El primer disparo de Salettl le dio a Scholl por encima del corbatín. El segundo le desgarró el pecho encima del corazón, en plena aorta, y la sangre le salpicó a Salettl. Durante un momento, Scholl se tambaleó, con los ojos hinchados por la incredulidad, y de pronto se desplomó como si le hubieran arrancado las piernas.

– ¡Suéltela o disparo ahora mismo! -gritó McVey comenzado a presionar el gatillo.

– McVey… ¡No! -chilló Osborn a su espalda. Y luego, Salettl dejó caer la mano a un lado y McVey aflojó la presión en el gatillo.

Salettl se volvió a mirarlos. Tenía el rostro pálido como un muerto y parecía que le hubieran lanzado pintura roja. El frac manchado lo hacía aún peor, porque le daba un aspecto de payaso grotesco y horripilante.

– No debería haber intervenido -dijo con la voz ronca por la ira.

– ¡Afloje los dedos y suelte la pistola! -advirtió McVey, que seguía avanzando, sin titubear en caso de que tuviera que disparar. Osborn había gritado para prevenirle que no matara a la única persona con vida que sabía lo que había sucedido. Y tenía razón. Pero Salettl acababa de matar a dos hombres y McVey no le daría la oportunidad de matar a otros dos.

Salettl tenía la mirada perdida en dirección a ellos y la pistola aún le colgaba de la mano.

– Suelte la pistola -insistió McVey.

– El verdadero nombre de Karolin Henniger era Vida -explicó Salettl-. Scholl ordenó que la mataran a ella y al niño hace algún tiempo. Yo los traje a Berlín en secreto y ocultaron su identidad. Me llamó cuando pudo escapar de ustedes, pensando que eran de la Organización. Pensó que la habían descubierto -explicó, y guardó silencio. Luego continuó con un murmullo-: La Organización sabía siempre dónde estaban ustedes. La habrían descubierto rápidamente, y después habrían venido a por mí. Y eso habría significado el sabotaje de todo.

– Los mató usted -explicó McVey.

– Sí.

Osborn avanzó un paso, los ojos humedecidos por la emoción.

– Dice que lo habría saboteado todo. ¿El qué? ¿Qué quiere decir?

Salettl no respondió.

– Karolin, Vida, o como se llamara. Era la mujer de Lybarger -aventuró Osborn-. Y el niño era su hijo.

– También era mi hija -explicó Salettl después de una vacilación.

– Dios mío -dijo Osborn mirando a McVey. Los dos se sentían embargados por el mismo horror.

– La fisioterapeuta del señor Lybarger partirá a Los Ángeles en el vuelo de la mañana -informó Salettl bruscamente y totalmente fuera de contexto, como si los estuviera invitando a viajar con ella.

Osborn lo miraba fijo.

– ¿Quiénes son ustedes? ¡Mataron a mi padre y ahora usted mata también a su propia hija y a su nieto, y sólo Dios sabe a cuántos más!-exclamó, la voz temblándole de ira-. ¿Con qué fin? ¿Para qué? ¿Para proteger a Lybarger? ¿A Scholl? ¿A la Organización? ¿Por qué?

– Ustedes, caballeros, deberían haber dejado Alemania a los alemanes -dijo Salettl con voz apagada-. Ya han sobrevivido a un incendio esta noche. No sobrevivirán al próximo si no abandonan el edificio inmediatamente -continuó intentando forzar una sonrisa. Pero ésta se desdibujó y su mirada se encontró con la de Osborn-. Esta debería ser la parte más dura, doctor. Pero no lo es…

En un abrir y cerrar de ojos, se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo.

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