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– Está muerto.

– ¿Está seguro que es el hombre alto?

– Sí.

Inmediatamente, McVey pensó en dos cosas. La primera fue que en algún lugar en las cercanías había un Ford Sierra con neumáticos Pirelli y un espejo roto. La segunda la dijo en voz alta.

– Este hombre no mide un metro noventa.

Se agachó y levantó el pantalón más arriba del calcetín.

– Prostética -dijo Osborn.

– Ese truco no lo conocía.

– ¿Cree usted que lo hacía a propósito?

– ¿Amputarse las piernas para modificar su estatura? -McVey sacó un pañuelo del bolsillo, se inclinó y envolvió la CZ 22 que Oven aún sostenía en la mano. Le arrancó el arma y la observó. Tenía la empuñadura forrada en cinta, los números de serie limados y un silenciador ajustado al cañón. Era el arma de un asesino profesional.

McVey miró a Osborn.

– Sí -afirmó-. Creo que sí. Creo que se hizo cortar las piernas a propósito.

Capítulo 69

McVey se apartó del cadáver de Oven y miró a Osborn.

– Cúbrale el rostro -dijo. Y luego sacó la chapa de policía y la enseñó con un gesto rápido a su alrededor a la gente que observaba en corro a sólo unos metros, espantada y fascinada a la vez. Pidió que alguien llamara a la policía si es que no lo habían hecho todavía.

Osborn cogió un mantel blanco de una mesa y le cubrió el rostro a Oven mientras McVey se acercaba a registrarlo buscando papeles. Al no encontrar nada, se llevó la mano a un bolsillo de la chaqueta, sacó su libreta de notas y rasgó la tapa de cartón duro. Le cogió la mano a Oven y le hundió el pulgar en la camisa empapada en sangre. Luego apretó el pulgar contra el cartón. La huella dactilar era bastante clara.

– Vamonos de aquí -le dijo a Osborn.

Se abrieron paso rápidamente entre los curiosos, cruzaron el comedor, entraron en la cocina y salieron a un callejón por una puerta trasera. Al salir oyeron las primeras sirenas.

– Por aquí -señaló McVey sin saber hacia dónde se dirigían. Desde su primera reacción, McVey había dado por sentado que el objetivo de Oven era matar a Osborn. Pero ahora, al salir al bulevar Montparnasse en dirección a Raspail, pensó que el blanco podía haber sido él mismo. El hombre alto había matado a Merriman sólo unas horas después de descubrirse que estaba vivo y en París. Luego, en rápida sucesión, había hallado a la amiga de Merriman, a su mujer y a su familia y los había liquidado sin misericordia. Eso había sucedido en Marsella, a unos setecientos kilómetros al sur. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, el asesino había regresado directamente a por Osborn en el apartamento de Vera Monneray en París.

¿Cómo había dado con ellos con tanta rapidez? Con la mujer de Merriman, por ejemplo, cuando la policía de todo el país estaba alertada y no la habían encontrado. Luego con Osborn. ¿Cómo se había enterado Oven de que Vera Monneray era la «mujer misteriosa» que había recogido a Osborn en el campo de golf después de salir del Sena, cuando el comentario de los medios de comunicación era mera especulación y la única que sabía la verdad era la policía? Luego, en el mismo lapso de tiempo, Lebrun y su hermano caían víctimas de un ataque en Lyón, aunque era probable que el hombre alto no estuviera involucrado.

Era imposible que se encontrara en dos lugares a la vez.

Las cosas estaban sucediendo a un ritmo cada vez más vertiginoso. El círculo asesino seguía cerrándose. El hecho de que el hombre alto hubiera desaparecido de escena no podía cambiar el curso de los acontecimientos. No habría sido capaz de ejecutar su misión sin la ayuda de una organización compleja, sofisticada y con excelentes contactos. Si se habían infiltrado en Interpol, ¿no podían haber hecho lo mismo en la Prefectura de Policía de París?

Pasó un coche de policía y luego otro. La ciudad se había llenado de sirenas.

– ¿Cómo sabía que estaríamos ahí? -preguntó Osborn, mientras avanzaban entre la multitud consternada por el espectáculo.

– Siga caminando -ordenó McVey, y Osborn lo vio mirar hacia atrás mientras los coches de policía cerraban el bulevar Montparnasse a ambos lados de la manzana.

– Le preocupa la policía, ¿no? -preguntó Osborn.

McVey no dijo nada.

Al llegar al bulevar Raspail doblaron a la derecha y subieron. Había una estación de metro al otro lado de la calle. Por un instante McVey pensó en entrar, pero luego descartó la idea y siguieron caminando los dos.

– ¿Por qué un policía habría de tenerle miedo a la policía? -insistió Osborn.

De pronto, un furgón azul oscuro salió de una calle lateral y se detuvo bruscamente en la intersección que acababan de cruzar. Se abrieron las puertas traseras y bajó una docena de agentes de las fuerzas especiales equipados con chalecos antibalas, trajes de tropas de asalto y subfusiles automáticos.

McVey lanzó una imprecación en voz baja y miró a su alrededor. Dos puertas más allá había un pequeño café.

– Entre ahí -dijo, y cogió a Osborn por el brazo y lo condujo a empellones hacia la puerta.

La gente estaba asomada a la ventana mirando lo que sucedía en la calle y apenas se fijaron en los dos hombres que entraban. McVey encontró un rincón en un extremo del bar y se lo señaló a Osborn mientras levantaba dos dedos hacia el barman.

– Win blanc -pidió.

– ¿Quiere decirme qué pasa? -reclamó Osborn reclinándose hacia atrás.

El camarero puso dos copas en la mesa y les sirvió vino blanco.

– Mera -dijo McVey. Cogió una copa y se la pasó a Osborn. Bebió un trago largo, dio la espalda a la sala y miró a Osborn.

– Yo le haré a usted la misma pregunta. ¿Cómo sabía el hombre alto que nos encontraríamos allí? La respuesta es que o bien lo siguieron a usted o bien me siguieron a mí. O también puede que alguien haya pinchado la central de mensajes del hotel Vieux París y pensara que quien iba a reunirse conmigo a tomar unas copas no sería el tal Tommy Lasorda. Un amigo mío, inspector de policía francés, fue gravemente herido esta mañana, y su hermano, otro policía, fue asesinado porque intentaba descubrir quién, además de usted, había encontrado la pista de Albert Merriman de repente, veinticinco años después de los hechos. Puede que la policía esté implicada, puede que no, no lo sé. Lo que sí sé es que está sucediendo algo sumamente peligroso para todo aquel que se hubiera relacionado con Merriman, aunque fuera remotamente. Y en este momento somos usted y yo, así que lo mejor que podemos hacer es no dejarnos ver en la calle.

– McVey -dijo Osborn alarmado de pronto-. Hay alguien más que sabe de Merriman.

– Vera Monneray. -Con todo el ajetreo, McVey se había olvidado de ella.

Un sentimiento de pavor sacudió a Osborn.

– Los policías franceses que la protegen aquí en París. Les he pedido que la lleven a casa de su madre en Calais.

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