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– Gracias, amigo -dijo McVey, y salió a reunirse con Osborn. Se encontraban en uno de los pasillos en el exterior de la estación de Lyón, en el bulevar Diderot, junto al Sena, en la zona noroeste de la ciudad.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Osborn, expectante.

– ¿Qué le parece dormir un poco? -dijo McVey.

Quince minutos más tarde, Osborn se recostaba y lanzaba una mirada a sus aposentos, un voladizo de piedra bajo el puente de Austerlitz junto al muelle Henri IV, en el Sena.

– Durante unas horas nos uniremos a los que no tienen hogar -dijo McVey, y en medio de la oscuridad se subió el cuello de la chaqueta y se tendió apoyándose en el hombro. También Osborn necesitaba descansar pero permaneció en pie. McVey se incorporó y lo vio sentado en el borde de granito con las piernas extendidas mirando el agua como si acabasen de arrojarlo a los infiernos ordenándole que permaneciera sentado durante toda la eternidad.

– Doctor -dijo McVey en voz baja-. Piense que esto es mejor que la Morgue.

El jet Lear de Von Holden aterrizó en una pista privada a unos treinta kilómetros al norte de París a las tres menos diez de la madrugada. A las dos y treinta siete minutos le habían comunicado por radio que la sección de París había identificado el objetivo al salir del hotel Saint Jacques aproximadamente a las dos y diez de la madrugada. Desde entonces no habían regresado. Se le daría más información en cuanto estuviera disponible.

La Organización tenía ojos y oídos en las calles, en las prefecturas de policía, en los sindicatos y hospitales, en las embajadas y hoteles de unas doce grandes ciudades de toda Europa y otra media docena en el resto del mundo. Habían encontrado a Albert Merriman con esos medios y lo mismo había sucedido con Agnés Demblon, la mujer de Merriman y Vera Monneray. A Osborn y a McVey los descubrirían con el mismo procedimiento. La cuestión era saber cuándo.

Hacia las tres y diez minutos, Von Holden viajaba en el asiento trasero de un BMW azul oscuro por la autopista N2. Cruzaba la salida de Aubervilliers llegando a París. Von Holden era como un oficial de mando que espera impaciente noticias de sus generales en el campo de operaciones. Para matar a Bernhard Oven, aquel McVey, el poli americano, había tenido mucha suerte o era muy listo, o las dos cosas. Lo había vuelto a demostrar al habérseles escapado de las manos justo cuando acababan de descubrirlo. A Von Holden no le gustaba. La sección de París figuraba entre las más eficientes, estaba muy bien considerada y contaba con personal disciplinado. Bernhard Oven siempre había sido uno de los mejores.

Von Holden lo sabía muy bien. A pesar de ser varios años más joven, había sido superior de Oven en el ejército soviético y más tarde en la Stasi, la policía secreta de Alemania del Este, durante los años previos a la reunificación y a la disolución de ese organismo.

La carrera de Von Holden también había comenzado precozmente. A los dieciocho años había salido de Argentina rumbo a Moscú para completar sus últimos años de estudio. Inmediatamente después había comenzado su entrenamiento formal bajo la dirección del KGB en Leningrado. Quince meses más tarde estaba a cargo de una compañía del ejército soviético asignada al Cuarto Regimiento de Blindados y responsable de la protección de la embajada soviética en Viena. Allí ascendió al grado de oficial de las unidades especiales de reconocimiento de la Spetsnaz, entrenadas en sabotaje y acciones terroristas. Allí conoció a Bernhard Oven, uno de los seis tenientes bajo su mando en el Cuarto Regimiento.

Dos años más tarde, Von Holden fue oficialmente dado de baja en el ejército soviético y nombrado subdirector del Departamento de Administración de Deportes de Alemania del Este, responsable del entrenamiento de los deportistas alemanes de élite en el Instituto de Cultura Física de Leipzig. Entre ellos conoció a Eric y Edward Kleist, los sobrinos de Elton Lybarger.

En Leipzig, Von Holden fue reclutado además como «funcionario informal» del Ministerio de la Seguridad Estatal, la Stasi. Gracias a su entrenamiento como soldado del Spetsnaz, formaba a los reclutas en operaciones clandestinas contra ciudadanos de Alemania del Este, instruyendo a los «especialistas» en el arte del terrorismo y el asesinato. En aquel entonces hizo trasladar a Bernhard Oven del Cuarto Regimiento de Blindados. La valoración que Von Holden hizo de su talento no estuvo exenta de recompensas. Al cabo de dieciocho meses, Oven ya era uno de los hombres claves de la Stasi en el terreno y su asesino más eficiente.

Von Holden recordaba perfectamente aquella tarde en Argentina. Tenía entonces seis años y ese día se decidió su futuro. Habían salido a montar a caballo con un socio de su padre y durante el paseo, el hombre le preguntó qué quería hacer cuando fuera mayor. No era infrecuente que un hombre maduro le hiciera esa pregunta a un niño. Lo extraordinario fue la respuesta de Von Holden y lo que había hecho después.

– Trabajar para usted, ¡desde luego! -exclamó el joven Pascal, radiante y, espoleando su caballo, se había alejado por la pampa a galope tendido dejando al invitado solo sobre su montura. El hombre observó cuando la diminuta silueta, con destreza y cierta temprana predisposición a la impertinencia, lanzaba a su caballo en un salto por los aires volando por encima de unos arbustos hasta desaparecer. Fue en ese momento cuando se decidió el futuro de Von Holden. El hombre que le había hecho la pregunta era Erwin Scholl.

Capítulo 75

El suave chasquido de las ruedas sobre los rieles era reconfortante y Osborn se reclinó para dormitar. No recordaba si había dormido durante las dos horas que habían pasado acurrucados bajo el puente de Austerlitz. Sólo sabía que estaba cansado, que se sentía greñudo y sucio. Frente a él, apoyado con el codo en la ventana, McVey cabeceaba ligeramente. A Osborn le impresionaba la capacidad del policía para dormir en cualquier sitio.

Abandonaron su cobijo junto al Sena a las cinco y regresaron a la estación donde descubrieron que los trenes para Meaux partían de la estación del Este, a quince minutos en coche al otro lado de París. Presionados por el tiempo se arriesgaron a cruzar la ciudad en taxi confiando que el taxista, detenido al azar, no fuera otra cosa que lo que aparentaba.

Llegaron a la estación y entraron por puertas diferentes, los dos perfectamente conscientes de que las primeras ediciones de los periódicos en todos los quioscos anunciaban con grandes titulares el tiroteo de La Coupole con sus fotos destacadas más abajo.

Momentos más tarde, unas manos nerviosas compraban billetes separados en ventanillas diferentes. Ninguno de los dos empleados había hecho otra cosa que entregar los billetes de tren a cambio de dinero y servir al próximo en la fila.

Esperaron unos veinte minutos separados pero vigilándose mutuamente. El único motivo de sobresalto fue la aparición de cinco gendarmes que traían esposados a cuatro presos de aspecto hosco y se dirigían a uno de los trenes. Por un momento pareció que fueran a abordar el tren a Meaux, pero en el último instante cambiaron de dirección y se alejaron con sus siniestros pasajeros a otro andén.

A las seis y veinticinco, Osborn y McVey subieron con los otros viajeros y se sentaron separados en el mismo vagón del tren que salía de la estación del Este a las seis y media, con llegada a Meaux prevista para las siete y diez. Tendrían tiempo de sobra para viajar desde la estación hasta la pista de aterrizaje y encontrarse con el piloto de Noble y su Cessna ST95.

El tren tenía ocho vagones y pertenecía a un recorrido de cercanías de la línea EuroCity. Unas veinticinco personas, la mayoría empleados que partían a trabajar a primera hora, viajaban en el mismo compartimiento de segunda clase. El vagón de primera clase iba vacío, algo que McVey había estudiado cuidadosamente antes de comprar los pasajes. A dos hombres solos en un vagón vacío se los recordaba y describía fácilmente, aunque viajasen en asientos distintos. Los mismos dos hombres viajando entre otros pasajeros pasarían más desapercibidos.

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