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– ¿Karolin Henniger? -preguntó Osborn, cortésmente.

La mujer miró a Osborn y luego a Remmer.

– Sí -contestó.

– ¿Habla usted inglés?

– Sí -dijo ella, y volvió a mirar a Remmer-. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

– Me llamo Osborn. Soy médico y vivo en Estados Unidos. Buscamos a alguien que tal vez usted conozca: el doctor Helmuth Salettl.

La mujer palideció.

– No conozco a nadie con ese nombre. Lo siento. Auf Wiedershen!

Dio un paso atrás y cerró la puerta. Oyeron que la mujer corría el pestillo y que llamaba a alguien en voz alta. Osborn golpeó la puerta.

– ¡Por favor! ¡Necesitamos su ayuda!

La oyeron hablar en el interior y a continuación la voz se apagó. Luego retumbó un portazo.

– Está saliendo por atrás -dijo Osborn, y se volvió hacia las escaleras. Remmer le cerró el paso.

– Doctor, ya se lo advertí. La mujer tiene todo el derecho y no podemos hacer nada.

– ¡Tal vez usted no pueda! -dijo, y lo empujó a un lado al pasar.

McVey y Noble estaban especulando con la posibilidad de que el propio Salettl fuera el cirujano responsable de los cuerpos decapitados cuando vieron salir a Osborn a toda prisa por la puerta principal.

– ¡Vengan! -exclamó el médico, giró por una esquina y desapareció por un callejón.

Osborn corría cuando de pronto los vio. Karolin Henniger abría la puerta de un Volkswagen beis y ayudaba a subir a un niño.

– ¡Espere! -gritó-. ¡Espere, por favor!

Osborn llegó al coche cuando éste se ponía en marcha.

– ¡Por favor, tengo que hablar con usted! -rogó-. Las ruedas chirriaron y el coche aceleró-. ¡No! -Gritó y comenzó a correr junto al coche-. ¡No le haré daño!

Era demasiado tarde. Osborn vio que McVey y Noble saltaban hacia atrás cuando el coche llegó al final del callejón. Viró bruscamente al llegar a la calle y desapareció.

– Lo intentamos y no dio resultado. A veces sucede así -dijo McVey minutos más tarde cuando subieron al Mercedes y Remmer lo puso en marcha.

Osborn miraba a Remmer por el retrovisor, irritado.

– Usted le vio la cara cuando mencioné a Salettl. Ella lo sabe, maldita sea. Sabe lo de Salettl y me jugaría que lo de Lybarger también.

– Tal vez lo sepa, doctor -dijo McVey, suavemente-. Pero ella no es Albert Merriman. No puede jugar a matarla para confirmarlo.

Capítulo 104

Los rayos del sol se filtraron por las ventanillas cuando el jet de dieciséis plazas perteneciente a la corporación atravesó el banco de nubes y enfiló hacia el noreste rumbo a Berlín. El vuelo duraría noventa minutos.

Joanna se reclinó en su asiento y cerró los ojos un momento, aliviada. Suiza, con toda su belleza, quedaba atrás. A esa misma hora, mañana, estaría en el aeropuerto de Tegel, Berlín, a punto de abordar el vuelo a Los Ángeles.

Al otro lado del pasillo, Elton Lybarger dormía apaciblemente.

Si le preocupaban los acontecimientos que tendrían lugar ese día, no se le notaba. El doctor Salettl, con el rostro macilento y ojeroso, estaba sentado frente a Lybarger escribiendo en su cuaderno de tapas de cuero negro. De vez en cuando levantaba la mirada para conversar con Uta Baur, que había viajado desde una exposición en Milán para acompañarlos a Berlín. En los dos asientos detrás de ella, los sobrinos de Lybarger, Eric y Edward jugaban una partida de ajedrez en silencio y con asombrosa rapidez.

La presencia de Salettl turbaba a Joanna como de costumbre y comenzó a pensar deliberadamente en Kelso, el cachorro San Bernardo que Von Holden le había regalado. Aquel regalo había puesto fin al episodio de su insospechado e involuntario protagonismo en los análisis médicos de Elton Lybarger. Había dado de comer a Kelso, lo había paseado y luego lo besó al despedirse. Mañana volaría directamente de Zúrich a Los Ángeles donde lo guardarían durante algunas horas hasta que ella llegara. Luego volarían rumbo a Alburquerque. Tres horas después estarían en casa en Taos.

Después de ver el vídeo, lo primero que se le ocurrió a Joanna fue hablar con un abogado y demandarlos. Pero luego pensó ¿para qué? Una demanda legal sólo perjudicaría al señor Lybarger e incluso podía procurarle serias repercusiones físicas, sobre todo si se prolongaba. Así que no lo haría, porque sentía un gran afecto por él y además porque los dos habían sido igualmente víctimas. Al descubrir la trama del vídeo, Lybarger se había mostrado igualmente horrorizado. Joanna sólo quería salir de Suiza lo más rápido posible y pensar que no había ocurrido nada de eso. Después había venido Von Holden con el cachorro y sus sinceras disculpas acompañadas al final de un talón por una exorbitante suma de dinero. La corporación presentaba sus disculpas y lo mismo hacía Von Holden. ¿Qué más podía pedir ella?

De todos modos, no sabía si al aceptar el talón había actuado correctamente. También se preguntaba si había actuado con sensatez al decirle a Ellie Barrs, la enfermera jefa del Rancho del Piñón, que no volvería al trabajo inmediatamente o que incluso no volvería nunca. Esa enorme cantidad de dinero, Dios mío, ¡medio millón de dólares! Decidió contratar a un corredor financiero para invertirlo y vivir de los intereses. Bueno, podía comprar algunas cosas, pero no demasiado. Lo más conveniente sería invertirlo prudentemente.

De pronto comenzó a parpadear la luz roja de un teléfono instalado sobre una consola que tenía allí delante. Ignorando qué era, no hizo nada.

– La llamada es para usted -dijo Eric apareciendo desde el otro lado del asiento.

– Gracias -dijo Joanna, y levantó el auricular.

– Buenos días. ¿Cómo estás? -La voz de Von Holden era ligera y alegre.

– Me encuentro bien, Pascal -dijo ella, sonriendo.

– ¿Cómo está el señor Lybarger?

– Muy bien. En este momento está durmiendo.

– Aterrizáis en una hora. Os estará esperando un coche.

– ¿No vendrás a buscarnos?

– Joanna, la decepción de tu voz es un verdadero halago para mí, pero lo siento, no podré verte hasta más tarde. Tengo que atender algunos asuntos de última hora. Sólo quería asegurarme de que todo iba bien.

Joanna sonrió al sentir la calidez de la voz de Von Holden.

– Todo va bien -dijo-. No te preocupes por nada.

Von Holden colgó el teléfono celular en el módulo junto a la palanca de cambios del BMW, disminuyó la velocidad y giró hacia Friedrichstrasse. Más adelante, un camión de reparto se detuvo de golpe y Von Holden tuvo que hundir los frenos para no estrellarse. Lanzó una maldición y lo adelantó. Distraído, su mano se deslizó hasta tocar una maleta rectangular de plástico en el asiento de al lado y asegurarse de que el impacto del frenazo no la había lanzado al suelo. Un reloj digital de neón en la ventana de una joyería marcaba las diez treinta y nueve.

Durante las últimas horas, las cosas habían cambiado radicalmente. Tal vez para bien. La sección de Berlín había logrado pinchar las dos líneas supuestamente «seguras» de la habitación 6132 en el Hotel Palace utilizando un receptor microondas situado en un edificio al otro lado de la calle. Las llamadas a y desde la habitación fueron grabadas y enviadas al piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, más tarde transcritas y entregadas a Von Holden. Los equipos habían sido instalados cerca de las once de la noche, lo cual significaba que se habían perdido las primeras llamadas. Sin embargo, lo que habían grabado más tarde fue suficiente para que Von Holden pidiera hablar inmediatamente con Scholl.

Von Holden pasó frente al Hotel Metropole, cruzó el Unter den Linden y se detuvo bruscamente frente al Grand Hotel. Cogió la maleta de plástico, entró y subió en ascensor directo hasta la suite que ocupaba Scholl.

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