Cuando Henri Kanarack o Albert Merriman, como era su verdadero nombre, había seguido la mirada de Osborn, vio al hombre alto de impermeable y abrigo que bajaba por la rampa hacia ellos. Le pareció que había algo de familiar en él, como si lo hubiese visto antes. De pronto recordó que era el hombre que había visto entrar en Le Bois la noche después de matar a Jean Packard. Recordó que había permanecido en la entrada barriendo el local con la mirada. Luego recordó que sus ojos se habían fijado en él y que ambas miradas se encontraban. Recordó su alivio al ver que el hombre no era Osborn y que tampoco era policía. Había pensado que el hombre no era nadie.
Se había equivocado.
Capítulo 37
Viernes, 7 de octubre Nuevo México
A la 1.55 de la tarde, las 9.55 de la noche hora de París, Elton Lybarger se sentó en un sillón del salón envuelto con una bata y observó las sombras proyectadas por los imponentes montes de Sangre de Cristo que comenzaban a avanzar palmo a palmo por el valle, trescientos metros más abajo. Vestía mocasines Bass, pantalones beis y un yérsey de cuello alto. Sobre las rodillas sujetaba un walkman Sony con pequeños auriculares amarillos. Tenía cincuenta y seis años y escuchaba en el walkman los discursos selectos de Ronald Reagan.
Elton Lybarger había llegado al exclusivista asilo de ancianos de Rancho del Piñón desde San Francisco el tres de mayo, siete meses después de sufrir un grave infarto en un viaje de negocios a Estados Unidos proveniente de su Suiza natal. El ataque lo había dejado parcialmente paralizado e incapacitado para hablar. Ahora, casi un año más tarde, podía caminar con un bastón y vocalizar aunque lentamente, sin arrastrar la lengua.
A casi diez kilómetros, un Volvo plateado salió de la luz cegadora del desierto y entró en la densa sombra de la carretera de Paseo del Norte flanqueado por coniferas que conducía del valle al Rancho del Piñón. Al volante iba Joanna Marsh, una fisioterapeuta normal y corriente de treinta y dos años, un tanto regordeta, que durante los últimos cinco meses había recorrido el trayecto de dos horas desde su casa en Taos, ida y vuelta, cinco días a la semana. Aquélla sería su última visita a Elton Lybarger al Rancho del Piñón. Hoy viajarían hasta Sante Fe donde un helicóptero de alquiler los recogería para conducirlos a Albuquerque. Volarían a Chicago y allí harían el trasbordo con el vuelo 38 de American Airlines a Zúrich. Aquella noche, Elton Lybarger regresaba a casa con Joanna Marsh.
Se intercambiaron los adioses, se cerró la puerta del coche y con un saludo al guardia de seguridad a la entrada, Joanna condujo el Volvo a través de las puertas del Rancho del Piñón y salió al Paseo del Norte.
Miró a su lado y vio a Lybarger sonriendo con la mirada perdida en los campos. Durante todo el tiempo que lo había conocido, Joanna jamás lo había visto sonreír.
– ¿Sabe adonde vamos, señor Lybarger? -preguntó. Lybarger asintió con un gesto de cabeza.
– ¿Adonde? -preguntó ella, provocadora.
Lybarger no dijo nada y siguió mirando el paisaje mientras bajaban por la pronunciada y serpenteante pendiente que cortaba como un cuchillo el tupido bosque de coniferas.
– Venga, señor Lybarger, ¿adonde vamos? -Joanna no estaba segura si lo habría oído la primera vez o si había oído y no había entendido cabalmente. Aunque se había recuperado bastante bien del infarto, había ocasiones en que aún parecía no conectar con lo que le decían.
Lybarger se reacomodó en el asiento, se inclinó hacia delante y se afirmó en el tablero para mantener el equilibrio cuando el Volvo giraba en las vueltas del camino. Pero no respondió.
Al fondo del cañón, Joanna giró para entrar en la autopista 3 de Nuevo México en dirección a Taos. Fijó el piloto automático a cien kilómetros por hora y saludó a un grupo de ciclistas que pasaban vestidos con brillantes colores deportivos.
– Son unos amigos de Taos -explicó con una sonrisa, y luego miró a Lybarger pensando que tal vez su silencio se debía a la emoción de su repentina libertad.
Lybarger estaba inclinado hacia delante estirando con su peso el cinturón de seguridad, mirándola como si acabara de despertar de un largo sueño y se encontrara absolutamente perdido.
– ¿Se siente bien? -preguntó Joanna, que de pronto temió que en ese momento estuviera sufriendo otro infarto porque entonces debería dar media vuelta y volver inmediatamente al asilo.
– Sí -contestó él, con voz queda.
Joanna lo observó un momento, luego se tranquilizó y sonrió.
– ¿Por qué no se relaja y descansa, señor Lybarger? Tenemos una larga tarde por delante.
Lybarger respondió reclinándose hacia atrás pero luego se volvió a mirarla. En su rostro aún se adivinaba el desconcierto.
– ¿Le sucede algo, señor Lybarger?
– ¿Dónde está mi familia? -preguntó él.
– ¿Dónde está mi familia? -volvió a preguntar Lybarger.
– Estoy segura de que estarán esperándolo -dijo Joanna, y se reclinó en su almohadilla en el asiento de primera clase y luego cerró los ojos. Volaban desde hacía menos de tres horas y según recordaba, el señor Lybarger le había hecho la misma pregunta once veces. No estaba segura si el hecho de que el viejo preguntara sin cesar se debía a un efecto perdurable del infarto o si de pronto se sentía fuera de lugar lejos del Rancho del Piñón. Tal vez la familia por la que insistía en preguntar fuera el personal que lo había acompañado durante tanto tiempo o puede que se tratara de la auténtica inquietud de que nadie lo esperara en Zúrich a su llegada. La verdad era que durante todo el tiempo que ella se había ocupado de él, ni una sola vez, por lo que ella sabía, habían venido a visitarlo. La única excepción era el doctor Salettl, un médico austríaco que había viajado a verlo seis veces desde Salzburgo. Joanna no sabía si la familia lo estaría esperando en el aeropuerto de Zúrich. Suponía que sí. Sin embargo, exceptuando a Salettl, el único contacto personal que había tenido con alguien que representara los intereses legales de Lybarger era su abogado que la había llamado a casa para solicitarle que acompañara a Lybarger a Suiza.
Aquello había sido algo totalmente inesperado y la había cogido desprevenida. Joanna apenas había viajado fuera de Nuevo México, incluso en Estados Unidos. La oferta de viajar en primera clase ida y vuelta, más cinco mil dólares de honorarios, era demasiado generosa como para renunciar a ella. Pagaría el préstamo del Volvo y aunque la estancia no iba a suponer mucho tiempo, sería una experiencia que de otro modo no tendría jamás. Además le alegraba poder viajar. Joanna se enorgullecía de cuidar especialmente de todos sus pacientes y el señor Lybarger no era ninguna excepción.
Al comenzar la rehabilitación, apenas podía sostenerse en pie y lo único que pedía era escuchar cintas en el walkman o mirar la televisión. Ahora, aunque seguía escuchando los casetes y miraba la tele vorazmente, era capaz de caminar fácilmente casi un kilómetro con bastón, solo y sin ayuda.
Saliendo de su ensueño, Joanna vio que la cabina estaba a oscuras y que la mayoría de los pasajeros dormían aunque aún no había terminado la película. Por primera vez en mucho rato Elton Lybarger estaba callado y Joanna pensó que dormía. Y luego vio que no. Tenía los audífonos puestos y seguía absorto en la película. Las películas, la televisión, los casetes desde el trash hasta los clásicos, los deportes o la política, la ópera y el rock and roll, Lybarger demostraba un apetito insaciable de aprender o de sentirse entretenido o ambas cosas a la vez. Lo que tanto lo intrigaba quedaba más allá de la comprensión de Joanna que lo atribuía a una especie de escapismo. Escapismo de qué o hacia qué, era algo de lo que no tenía idea.