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– ¿Cree que el incendio lo provocó ella?

– No lo descartaré hasta que hablemos con ella. Pero si no era más que un ama de casa y al parecer así es, dudo que haya tenido acceso a ese tipo de material incendiario.

Los inspectores Barras y Maitrot revisaron el piso de Henri Kanarack en la avenida Verdier, en Montrouge, y no consiguieron encontrar nada. Estaba prácticamente vacío. Quedaban unas cuantas prendas de Michéle, un montón de catálogos de ropa de recién nacido, media docena de facturas sin pagar y algo de comida en la alacena y en la nevera. No había nada más. Era evidente que los Kanarack se habían marchado apresuradamente.

A esas alturas, lo único que sabían con certeza era que Henri Kanarack/Albert Merriman estaba en la morgue. El paradero de Michéle Kanarack era totalmente desconocido. Una búsqueda en hoteles, hospitales, asilos, morgues y comisarías no había arrojado ningún resultado. Tampoco había sido más fructífera la búsqueda de Michéle por su apellido de soltera. La mujer de Kanarack no tenía licencia de conducir ni pasaporte, ni siquiera un carnet de biblioteca bajo ninguno de los dos apellidos. Tampoco había fotos de ella en el piso ni en la cartera de Merriman/Kanarack. Como resultado, lo único que tenían era un nombre. Sin embargo, Lebrun ordenó hacer circular una orden de búsqueda por toda Francia. Tal vez la policía local diera con algo.

– ¿Cómo mataron a Merriman? -preguntó Mc-Vey, mientras registraba mentalmente el paisaje al salir de la autopista y entrar en el camino de tierra que bordeaba el parque.

– Una Heckler & Koch MP-5K, automática. Probablemente con silenciador.

McVey entrecerró los ojos. Una Heckler & Koch MP-5K era un arma asesina, una metralleta ligera con un cargador de treinta balas de nueve milímetros. Solían usarla los terroristas y era una de las armas preferidas de los narcotraficantes.

– ¿La encontraron?

Lebrun apagó el cigarrillo y disminuyó la velocidad para que el Ford sorteara una sucesión de charcos.

– No, me lo han dicho los forenses y los de balística. Un equipo de buzos ha estado buscando durante toda la tarde pero no encontraron nada. Hay una corriente muy fuerte a lo largo de esta zona. Eso fue lo que arrastró a Merriman tan lejos y tan rápido.

Lebrun detuvo el coche al borde de los árboles.

– A partir de aquí, caminaremos -anunció, y sacó una potente linterna de debajo del asiento.

La lluvia había cesado y entre las nubes asomaba la luna. Los dos policías bajaron del coche y se dirigieron hacia la rampa de tierra que llegaba hasta el río.

Caminando, McVey miró por encima de su hombro. Alcanzaba a divisar las luces del tráfico del sábado por la noche fluyendo junto al Sena.

– Cuidado por donde camina. Está resbaladizo aquí -dijo Lebrun al llegar al desembarcadero más abajo. Con un movimiento de la linterna le mostró a McVey las huellas que había dejado el coche de Agnés Demblon al ser retirado por la grúa.

– Ha llovido demasiado -dijo Lebrun-. Si hubiera habido huellas de pies en este sector, se habrían borrado antes de que nosotros llegáramos.

– ¿Me permite? -preguntó McVey, y estiró la mano para que Lebrun le pasara la linterna. Proyectó la luz hacia el agua y calculó la velocidad de la corriente cerca de la orilla. Luego iluminó el suelo y se agachó para estudiarlo.

– ¿Qué está buscando? -preguntó Lebrun. -Esto -dijo McVey, enterrando la mano. Recogió algo y, para asegurarse, lo iluminó. – ¿Lodo? McVey lo miró. -No, mon ami. Terrain rouge. Lodo rojo.

Capítulo 45

En comparación a la bulliciosa recepción en el aeropuerto de Kloten, la cena ofrecida a Elton Lybarger fue tranquila e íntima y los invitados ocuparon cuatro mesas grandes alrededor de una pista de baile. Más qué verse introducida a un mundo completamente diferente, lo que Joanna encontraba extraordinario, incluso increíble, era el decorado. Sentada en el salón privado de un crucero de lujo, navegando apaciblemente por las aguas del Zúrichsee, se sentía como el personaje de una obra clásica y fascinante de fines de siglo.

En una mesa para seis, Joanna estaba sentada junto a Pascal Von Holden, resplandeciente y elegante con su esmoquin azul marino y su cuello de puntas impecablemente almidonado. Aunque Joanna sonreía y conversaba con el resto de los comensales prestando toda la atención posible, le era casi imposible dejar de admirar el paisaje. Era la hora antes del crepúsculo y hacia el este, por encima de una pintoresca aldea y de grandes villas construidas a la orilla del agua, se erguían los montes y bosques perdiéndose en la magnificencia de los Alpes. Al poniente, el sol teñía de rosa dorado la nieve de los picos más altos.

– Romántico, ¿no? -Von Holden sonrió al mirarla.

– ¿Romántico? Sí, supongo que es una palabra adecuada. Yo diría bello. -Joanna sostuvo la mirada de Von Holden durante una fracción de segundo y luego miró hacia el grupo.

A su lado había una joven pareja muy atractiva y por lo visto, muy afortunada. Eran Konrad y Margarete Peiper. Konrad Peiper, según sabía Joanna, era presidente de una gran empresa comercial alemana y Margarete, su mujer, estaba relacionada con el mundo del espectáculo. Joanna no sabía exactamente en qué consistían esas relaciones y resultaba difícil preguntarle porque la mayor parte del tiempo se mantuvo apartada de la mesa hablando por un teléfono inalámbrico.

Frente a ella se sentaban Helmuth y Berta Salettl, hermano y hermana. Ambos, según calculó Joanna, bordearían los setenta años y habían llegado en un vuelo aquella tarde desde su Austria natal.

El doctor Helmuth Salettl era el médico de cabecera de Elton Lybarger y Joanna lo había visto en cuatro de las seis ocasiones en que había visitado a Lybarger en el Rancho del Piñón. El médico, al igual que su hermana, era sombrío y austero, hablaba poco y sólo hacía preguntas puntuales relacionadas con el estado general y el régimen de Lybarger. La verdad era que, si bien Joanna trataba a diario con los ricos y famosos que acudían al Rancho del Piñón para recuperarse en secreto de cualquier cosa desde la adicción a las drogas o al alcohol o para una operación de cirugía estética, jamás había conocido a nadie como Salettl. Su presencia y su inexpresiva arrogancia le provocaban cierto temor. Sin embargo, había descubierto que si contestaba a sus preguntas y actuaba como una profesional, todo funcionaba sobre ruedas porque el médico jamás se quedaba más de veinticuatro horas.

Dos mesas más allá, Elton Lybarger conversaba con la mujer rolliza que lo había colmado de besos llamándolo «tío», en el aeropuerto. Los primeros temores sobre su familia parecían haberse disipado y ahora se lo veía relajado y cómodo, sonriente y dejando que lo agasajaran todos los que, a lo largo de la cena, se habían acercado para saludarlo y darle palabras de aliento.

Junto a Lybarger se sentaba una mujer muy grande y de aspecto corriente de cerca de cuarenta años. Joanna supo que se llamaba Gertrude Biermann y que era militante de los Verdes, un movimiento ecologista y pacifista de izquierdas. Al parecer, Gertrude se divertía interrumpiendo las conversaciones de Lybarger con los demás para obligarlo a hablar con ella. A medida que pasaban las horas, Joanna habría deseado que la mujer no fuera tan insistente e incluso consideró la posibilidad de decírselo porque se daba cuenta de que el señor Lybarger empezaba a cansarse. Le picaba la curiosidad de saber por qué el señor Lybarger tenía como amiga a una activista política tan poco atractiva. Parecía ajena a Lybarger y al resto de los presentes, en su mayoría pertenecientes a uno u otro tipo de gran empresa.

La atracción de la tercera mesa era Uta Baur, definida como la «más alemana de todos los diseñadores de moda alemanes» que, después de obtener grandes elogios en las muestras de Munich y Dusseldorf a comienzos de los años setenta, era actualmente una institución internacional entre París, Milán y Nueva York. Uta era delgada como un palillo, vestía siempre de negro con poco o nada de maquillaje y el pelo, cortado casi al cero, era de raíces rubias blanquecinas. De no ser por sus animados gestos y el brillo de sus ojos cuando hablaba con los demás, Joanna la habría confundido con la personificación de la muerte. Todo el mundo sabía y Joanna se enteró más tarde que Uta tenía setenta y cuatro años.

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