Así, una dosis cuidadosamente medida de sucinilcolina administrada por inyección causaría una parálisis temporal, lo necesario, por ejemplo, para que un sujeto se ahogue y luego el producto se disuelva en el organismo sin ser detectado.
En ese caso, un médico forense, a menos que analizara todo el cuerpo del fallecido con lupa, esperando encontrar un diminuto orificio provocado por una jeringa, no tendría otra posibilidad que declarar ahogo por inmersión accidental.
Desde el comienzo, en su primer año de residencia, al ver cómo se usaba la droga y observar los efectos en la mesa de operaciones, Osborn había jugado con su fantasía sobre lo que haría si algún día llegaba el momento y el asesino, por obra de algún milagro, se materializaba ante sus ojos. Había experimentado con ratones de laboratorio, y luego en sí mismo. Cuando se instaló en su despacho particular, conocía la dosis exacta de sucinilcolina que debía inyectarle a un hombre para inmovilizarlo durante seis o siete minutos. Y, sin control sobre los músculos del esqueleto o respiratorios, seis o siete minutos en un agua lo bastante profunda eran más que suficientes para que ese mismo hombre se ahogara.
El ataque contra Henri Kanarack había sido iluso, y lo había perpetrado llevado por la pura emoción, por el golpe del reconocimiento exacerbado por años de ira contenida. Al hacerlo, se había expuesto ante
Kanarack y ante la policía. Pero ahora eso se había.najado. Sólo debía tener cuidado de que las emociones no volvieran a aflorar, como había ocurrido poco antes cuando le había hecho aquella propuesta a Jean Packard. No entendía por qué lo había hecho, excepto, tal vez, por miedo. El asesinato no era algo fácil, pero esta vez no se trataba de un asesinato, se dijo a sí mismo, sino de lo que habría sucedido si un jurado hubiera condenado a Kanarack a la cámara de gas. Que es lo que seguramente habría hecho si las cosas hubieran sucedido de otra manera. Pero no había sido así, y reconociéndolo tal como Osborn lo había hecho, con calma y seguridad, pensó en lo íntimo que se había vuelto ese asunto entre él y Henri Kanarack, y que ahora la responsabilidad no podía ser más que suya.
Sabía cómo encontrar a Kanarack. Y aunque éste sospechara que aún lo perseguían, no podría saber cómo lo encontrarían. Se trataba de sorprenderlo, llevarlo a un callejón o algún rincón apartado, inyectarle la sucinilcolina y meterlo en un coche que lo estaría esperando.
Kanarack se resistiría, desde luego, y Osborn tendría que tenerlo en cuenta. La inyección era la clave. Una vez que se la pusiera, tendría que permanecer alerta durante sesenta segundos y Kanarack se relajaría. No más de tres minutos después, se paralizaría y estaría físicamente indefenso.
Si actuaba de noche y lo planeaba correctamente, Osborn podía usar esos primeros minutos para meter a Kanarack en el coche y conducir desde el punto del secuestro a un lugar apartado, a un lago, o mejor, a un río caudaloso.
Sacaría a Kanarack del coche, impedido pero vivo, y no tenía más que hundirlo en la corriente. Si tenía tiempo suficiente, incluso le haría tragar un poco de whisky. Así, cuando eventualmente sacaran el cuerpo del agua, tanto la policía como el forense pensarían que su víctima había bebido, que por algún motivo había caído al agua y se había ahogado.
Y para entonces, el doctor Osborn ya estaría en su casa de Los Ángeles, o volando en esa dirección. Y si la policía lograba atar los cabos sueltos y llegaba a interrogarlo por ello, ¿que podrían avanzar como hipótesis? ¿Que era algo más que una coincidencia que el hombre que había atacado él en la cervecería de París era el mismo que se había ahogado unos días más tarde?
Parecía difícil.
Osborn no sabía cuánto había caminado -desde el bulevar de Montparnasse hasta la torre Eiffel y al otro lado del Sena en el Pont d'Iena, más allá del palacio de Chaillot y hasta su hotel en la avenida Kléber. Tampoco sabía qué hora era y cuánto tiempo había pasado ante la barra de caoba del bar de la primera planta de su hotel, con la mirada perdida en la copa de coñac que tenía ante sí. Miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las once. De pronto, se sintió agotado. No podía recordar la última vez que se había sentido tan cansado. Se levantó, firmó el recibo del bar y cuando se disponía a salir, recordó que no le había dado propina al camarero de la barra. Volvió y dejó un billete de veinte francos en la barra.
– Mera beaucoup -dijo el camarero.
– Bonsoir-dijo Osborn, y asintió con un gesto de la cabeza, sonrió levemente y salió.
El camarero vio a un cliente alzar el dedo y caminó hacia su mesa. El hombre había estado tranquilamente sentado, medio absorto en su copa a medio vaciar, la tercera que bebía en la hora y media que llevaba allí. Era un hombre gris de pelo cano, banal y solitario, el tipo de gente que se sienta en los bares de los hoteles en todo el mundo sin ser apercibido, esperando encontrar ese poco de acción que casi nunca se produce.
– Oui, monsieur.
– Póngame otra -dijo McVey.
Capítulo 16
– ¡Tú dime por qué! -Henri Kanarack estaba borracho. Pero no era el tipo de borrachera que le destroza a un hombre la cabeza y le turba la lengua y no lo deja ni pensar ni hablar coherentemente. Estaba borracho porque tenía que estarlo. Así iba la cosa.
Faltaba media hora para la medianoche, y Kanarack se sentaba y paseaba alternativamente por el pequeño piso de Agnés Demblon en la Porte D'Orléans, diez minutos en coche de su propio piso en Moni rouge. A primera hora de la tarde había llamado a Michele y le había dicho que el señor Lebec, el dueño de la fábrica, le había pedido que lo acompañara a Rouen a ver un local donde pensaba abrir una segunda panadería.
Estaría ausente un día, tal vez dos. Michéle estaba entusiasmada. ¿Quería decir eso que iban a ascender a Henri? ¿Que si el señor Lebec abría una panadería en Rouen, designaría a Henri para administrarla? ¿Tendrían que trasladarse? Sería fantástico criar a su hijo lejos de la locura de París.
– No lo sé -dijo él, malhumorado. Le habían pedido que fuera, y no sabía nada más. Y acto seguido, colgó. Ahora miraba a Agnés Demblon, esperando que ella dijera algo.
– ¿Qué quieres que te diga? -reclamó ella-. ¿Que sí, que el americano te reconoció y contrató a un detective privado para que te buscara? Y que luego entró en la tienda y esa chica estúpida le dio los nombres de los empleados, por lo que podemos suponer que te ha encontrado, o que te encontrará pronto. Y suponer que, sin duda, se lo ha contado al americano. Vale, supongamos que ha sucedido eso. ¿Qué vas a hacer ahora?
A Henri Kanarack le brillaron los ojos. Negó con la cabeza y cruzó la sala para servirse otra copa de vino.
– Lo que no entiendo es cómo el americano pudo reconocerme. Debe de ser doce años menor que yo, tal vez más. Hace veinticinco años que salí de Estados Unidos. Quince años en Canadá, diez años aquí.
– Henri, tal vez sea un error. Puede que te confunda con otra persona.
– No hay ningún error.
– ¿Cómo lo sabes?
Kanarack bebió un trago y miró al vacío.
– Henri, eres un ciudadano francés. No has hecho nada aquí. Por primera vez en tu vida, la ley está de tu lado.
– La ley no significa nada si me han encontrado. Si son ellos, estoy muerto, ya lo sabes.
– No es posible. Albert Merriman ha muerto. Y tú no. ¿Cómo es posible que alguien haya establecido la relación, después de tantos años? Sobre todo un hombre que no tenía más de diez o doce años cuando te fuiste de Estados Unidos.
– Entonces; ¿por qué diablos me persigue, eh? -le espetó Kanarack con una mirada cortante. Era difícil saber si tenía miedo o rabia. O ambas cosas a la vez-. Tienen fotos de aquel entonces. La policía las tiene, y ellos las tienen. Y no he cambiado tanto. Cualquiera de los dos podría haber enviado a ese tipo a buscarme.