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Se incorporó, dio unos pasos hasta situarse detrás de Lebrun y observó la pantalla.

En ese momento, apareció un archivo de Interpol, Washington. Siete segundos más tarde, se leyó: Merriman, Albert John, buscado por asesinato, intento de asesinato, robo a mano armada, extorsión… Florida, Nueva Jersey, Rhode Island, Massachusetts.

– Un tipo simpático -dijo McVey. Luego la pantalla volvió a quedar en blanco, con la excepción de una sola línea: Fallecido, Nueva York, 22 de diciembre, 1967.

– ¿Fallecido? -preguntó Lebrun.

– Su ordenador de última generación tiene un muerto matando a gente en París. ¿Cómo le va a explicar eso a la prensa? -preguntó McVey, inexpresivo.

Lebrun se lo tomó como una afrenta.

– Es evidente que Merriman ha falseado su muerte y se ha procurado una nueva identidad.

McVey volvió a sonreír.

– O eso o Klass y Halder no son los genios que parecen ser.

– ¿Le molestan los europeos, McVey? -preguntó Lebrun, serio.

– Sólo cuando hablan una lengua que no conozco -dijo McVey, y se alejó, se detuvo mirando el techo y volvió sobre sus pasos-. Suponga que Klass y Halder tienen razón y es Merriman. ¿Por qué habría de salir de su escondite después de tantos años para cargarse a un detective privado?

– Porque algo lo obligó. Probablemente algo en lo que estaba trabajando el tal Jean Packard.

En la pantalla apareció la orden: Descripción física-Foto-Huellas dactilares-S/N.

Lebrun pulsó la S en su teclado.

La pantalla quedó en blanco, y luego apareció una segunda orden: Sólo fax-S/N.

Lebrun volvió a pulsar el Sí. Dos minutos más tarde, apareció una foto de la ficha policial, la descripción física y las huellas de Albert Merriman. En la foto aparecía Henri Kanarack, casi treinta años más joven.

Lebrun la miró y se la pasó a McVey.

– No lo conozco -dijo el inspector.

Lebrun se sacudió una ceniza de la manga, levantó el auricular del teléfono y le dijo a alguien que volvieran al piso de Jean Packard y a su despacho en Kolb International y lo revisaran todo más minuciosamente que la primera vez.

– También sugeriría que un técnico de la policía vea si pueden elaborar un esbozo del aspecto que tendría Merriman si aún viviera hoy -dijo McVey. Cogió un viejo bolso de cuero marrón que le servía de maleta y de equipo de homicidios portátil y le agradeció a Lebrun el café-. Ya sabéis dónde encontrarme en Londres -dijo-, en caso de que nuestro amigo Osborn hiciera algo que no debiera antes de volver a Los Ángeles. -Se dirigió a la puerta.

– McVey -dijo Lebrun-. Albert Merriman murió en Nueva York.

McVey se detuvo y se volvió lentamente, justo a tiempo para ver una sonrisa pintada en el rostro de Lebrun.

– Por el gremio, McVey, por favor, haga la llamada.

– Por el gremio.

Lebrun asintió y se incorporó para dejarle su silla a McVey.

Capítulo 30

Unos pasos más allá del edificio de la rué de la Cité, donde McVey intentaba comunicarse con el Cuerpo de Policía de Nueva York para informarse sobre Albert Merriman, Vera Monneray caminaba por la Porte de la Tournelle, mirando absorta el tráfico junto al Sena. Había sido una decisión correcta terminar su relación con Francois Christian. Sabía que la ruptura le había dolido, aunque se lo había comunicado con toda la gentileza y el respeto que tenía por él. No había dejado, se dijo, a uno de los miembros más importantes del gobierno francés por un cirujano ortopédico de Los Ángeles. La verdad en sí era que ni ella ni Frangois podrían haber continuado como estaban y, al mismo tiempo, seguir desarrollándose. Y la vida sin ese desarrollo significaba marchitarse hasta finalmente morir.

Lo que había hecho no era más que un acto de supervivencia personal, algo que Francois habría hecho con ella en el futuro, cuando terminara por reconocer que su verdadero amor pertenecía a su mujer y sus hijos.

Desde lo alto de unas largas escaleras, se volvió y miró hacia París. Vio el Sena que se extendía a lo lejos y los grandes arcos de Notre Dame, como si fuera la primera vez.

Los árboles y los tejados y el tráfico en el bulevar le parecían absolutamente novedosos, al igual que el parloteo entusiasmado de los peatones. Francois Christian era un buen hombre, y ella se alegraba de haber compartido su vida con él. Ahora estaba igualmente agradecida porque todo había terminado. Tal vez se debía a que por primera vez en mucho tiempo se sentía sin trabas, completamente libre.

Dobló a la izquierda y comenzó a cruzar el puente hacia su apartamento.

Intentaba deliberadamente no pensar en Paul Osborn pero no podía evitarlo. El hilo de su pensamiento volvía una y otra vez a él. Vera quería creer que Osborn la había ayudado a liberarse. Con sus atenciones, hasta con su adoración, Osborn había renovado su fe en sí misma como una mujer independiente, inteligente y sexualmente atractiva, capaz de ocuparse de su propia vida. Y eso le había dado la confianza y el valor para apartarse de Francois.

Pero eso era sólo una parte del todo, y no reconocerlo sería como mentirse a sí misma. El doctor Paul Osborn sufría, y a ella le importaba su sufrimiento. En cierto sentido, quería creer que el afecto y el cuidado formaban parte de un instinto femenino de nutrir. Era lo que las mujeres hacían cuando sentían que alguien a su lado sufría. Pero no era tan sencillo, y ella lo sabía. Ella quería amarlo hasta que él no sufriera más, y después, amarlo más aún.

– Bonjour, mademoiselle -dijo el portero uniformado de cara redonda con tono alegre, abriéndole la puerta de hierro forjado del edificio.

– Bonjour, Philippe -contestó ella con una sonrisa y pasó junto a él hacia la entrada y subió rápidamente las escaleras de mármol que conducían a su piso en la segunda planta.

Adentro, cerró la puerta y cruzó el pasillo que daba al comedor.

En la mesa había un jarrón con dos docenas de rosas rojas de tallos largos. No tenía que abrir el sobre para saber quién lo había enviado, pero lo abrió de todos modos.

«Adiós. Francois», leyó.

Lo había escrito de su propio puño y letra. Francois había dicho que entendía y así era. La nota y las flores significaban que siempre serían amigos. Vera sostuvo la tarjeta un momento, la puso en el sobre y entró en el salón. En un rincón había un piano de media cola. Al frente, dos sillones se situaban en ángulo recto, separados por una larga mesita de ébano con cubierta de vidrio. A su derecha, las dos habitaciones y el estudio con que comunicaba el pasillo. A la izquierda, el comedor. Más allá, una despensa y luego la cocina.

Fuera, las nubes que flotaban a baja altura oscurecían la ciudad. El cielo gris y negro le daba a todo un aire triste. Por primera vez, el piso le pareció enorme y mal cuidado, ni cálido ni cómodo, un lugar habitado por alguien más formal y mayor que ella.

Se sintió invadida por un aura de soledad tan gris como el cielo que cubría París. Sin pensarlo, quería que Paul estuviese allí. Quería tocarlo y dejarse tocar por él, como lo habían hecho ayer. Quería estar con él en la habitación y en la ducha y en cualquier otro lugar donde él quisiera poseerla. Quería sentirlo dentro de sí, quería que le hiciera el amor una y otra vez hasta que les doliera.

Lo deseaba tanto para él como para ella. Era importante que Osborn entendiera que ella conocía el lado oscuro de las cosas. Y aunque ella no supiera de qué se trataba, o aunque a él le costara hablar, podía confiar en ella. Porque, cuando llegara el momento, él se lo contaría y juntos harían algo. Pero ahora, antes que nada debía saber que ella estaba allí para él, cuando él la necesitara y durante todo el tiempo que fuera necesario.

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