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Osborn sonrió y le agradeció la información mirándola con rostro inexpresivo hasta que ella levantó la mano de su rodilla. No era que le molestaran las mujeres agresivas, pero ahora pensaba en otra cosa. Pensaba que además de la pistola calibre 38 de McVey, le habría gustado disponer al menos de uno de los frasquitos de sucinilcolina que había obtenido en París para enfrentarse a Albert Merriman.

Capítulo 141

Von Holden también miraba los montes, observando cualquier indicio de nubes o de tormentas de nieve que indicaran un viento en aumento y frente de mal tiempo. Pero no divisó nada y para variar, aquello fue un signo favorable. Haría las cosas más fáciles si se presentaban problemas y se veía obligado a escapar al monte.

Vera estaba sentada frente a él y lo miraba. Von Holden estaba abstraído, perdido en sus ideas. Había algo en aquel hombre que la inquietaba cada vez más. Pero era algo vago y Vera no lograba comprenderlo cabalmente. Sí, era verdad que se trataba de un policía y que la conducía junto a Paul Osborn. Tenía que ser verdad porque la habían liberado bajo su custodia y porque Von Holden sabía cosas que no podría saber si no hubiese sido quien decía ser. De todos modos, había algo que no encajaba y le habría gustado saber qué era. Levantó la mirada y vio su bolsa de nailon sobre el portaequipajes encima de su cabeza. La llevaba consigo desde Berlín y ella no le había prestado atención. Ahora se preguntaba qué habría en el interior.

– Pruebas -contestó Von Holden lacónico.

El tren ascendía en ángulo agudo entre formaciones rocosas y rápidos arroyos y cascadas que caían a ambos lados de la vía.

– Son documentos y pruebas que identifican el núcleo de la organización neonazi. Nombres, lugares e información financiera.

El vagón en que viajaban contaba con otros seis pasajeros, al igual que el que lo precedía. La locomotora del pequeño tren formado por dos vagones los empujaba por detrás. Vera se estaba volviendo agresiva y a Von Holden no le gustaba la idea. El trauma de su detención en Berlín y el impacto de la muerte de los policías de Frankfurt comenzaban a desvanecerse. Ahora se volvía más consciente y analizaba su situación, la sondeaba, incluso dudaba de ella. Aquello significaba que él debía anticiparse y ofrecerle algo que le diera seguridad.

– Creo que ya le puedo decir que nuestro destino es la estación de Jungfraujock -dijo sonriendo-. La llaman la Cima de Europa. Puede mandar una postal desde la oficina de correos más alta del continente.

– Y Paul estará ahí.

– Así es. Y también habrá un lugar seguro donde guardar los documentos.

– ¿Qué pasará cuando lleguemos arriba?

– Eso no lo puedo decir yo. Mis órdenes consisten en dejarla a usted a buen resguardo junto con los documentos. Después -dijo, y volvió a sonreír-, espero volver a casa.

De pronto, el tren penetró en un túnel y sólo brilló la luz de las lámparas del vagón.

– Faltan veinte minutos -informó Von Holden. Vera se relajó y se reclinó en su asiento. «Por el momento, he satisfecho su curiosidad», se dijo Von Holden. Al llegar a la estación de Jungfraujoch, bajarían con el resto de los pasajeros y se dirigirían inmediatamente a la estación meteorológica. Después, lo que Vera pensara o dijera no tendría importancia porque, una vez dentro, se sumergirían en las profundidades y nadie podría dar con ellos.

El tren disminuyó bruscamente la marcha al acercarse a Eigerwand, una pequeña estación excavada en el interior del túnel rocoso en la cara norte del Eiger. El tren entró en una vía muerta y se detuvo, dejando la vía principal libre para que pasara el tren de bajada. El conductor abrió las puertas e invitó a todos a mirar el paisaje y a sacar fotos.

– Venga -dijo Von Holden, y se levantó invitándola con una sonrisa-. Por el momento, somos turistas igual que los demás. Deberíamos relajarnos y gozar del paisaje.

Bajaron del tren, cruzaron la plataforma con los demás pasajeros y entraron en uno de los pequeños túneles. Desde unos enormes ventanales recortados en la roca, se podían ver kilómetros a la distancia, los valles bañados por el sol mirando hacia Kleine Scheidegg, Grindewald e Interlaken, la ruta por donde habían ascendido. Von Holden había visto ese paisaje docenas de veces y en cada nueva ocasión le parecía más impresionante, como si mirara desde la cumbre del mundo. A su espalda, el conductor hizo sonar el silbato y los pasajeros volvieron al tren. En ese momento, Von Holden vio el tren que llegaba a Kleine Scheidegg. De pronto sintió que le faltaba el aire y el corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Sintió unas pulsaciones detrás de los ojos y aparecieron los velos rojos y verdes.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Vera.

Durante una fracción de segundo, Von Holden vaciló, luego respiró hondo y logró sustraerse a su influjo maligno.

– Sí, gracias… -dijo, la cogió por el brazo y volvieron-. Puede que sea la altura. -Mentía. Las palpitaciones no se debían a la altura ni al cansancio. Eran reales. El Voraknung. Y eso sólo significaba una cosa.

Osborn iba en ese tren.

Capítulo 142

Osborn empezó a sentir la presión de la gravedad cuando el tren salió de Kleine Scheidegg e inició la larga ascensión hacia el Eiger. La rubia teñida divorciada, que se llamaba Connie -y que, de hecho, contaba con dos divorcios en su haber- seguía intentando entablar conversación con él. Finalmente, Osborn se disculpó y se dirigió al primer vagón. Necesitaba pensar. Faltaban poco más de cuarenta minutos para llegar a Jungfraujock. Tenía que saber qué haría desde el momento en que bajara en la estación. Volvió a sentir el bulto del revólver de McVey en la cintura. Por algún motivo, le hizo pensar en una avalancha.

En más de una ocasión, los disparos de arma habían desatado avalanchas arrolladuras. Sabía que en las estaciones de esquí, los equipos de alta montaña utilizan rifles sin retroceso para precipitar las avalanchas antes del comienzo de temporada. Sin embargo, estaban a mediados de octubre y el tiempo era despejado. Una avalancha era lo último en que pensar.

Pero no era lo último.

Algo se agitaba en el subconsciente de Osborn. ¿Qué era? Estaban a mediados de octubre, pero Von Holden se había internado en la región de las nieves. El Jungfraujock tenía casi cuatro mil metros de altura y descansaba sobre un glaciar. Su interior de hielo contenía salas excavadas y exposiciones para turistas.

El hielo.

El frío.

El frío extremo. Los glaciares eran la expresión más fría de la naturaleza. Sobre todo si uno podía internarse en ellos. En sus entrañas habían aparecido, al cabo de muchos siglos, hombres y animales en perfecto estado de conservación. ¿Era el Jungfraujock el escenario donde se habían llevado a cabo las operaciones experimentales? En ese caso, en apariencia una atracción turística, en realidad cobijaba las instalaciones secretas.

El chirrido del motor y de los dientes contra el engranaje de las vías se hizo más agudo.

Entonces Osborn volvió al segundo vagón.

– Connie -dijo sentándose a su lado-. ¿Has estado alguna vez en Jungfraujock?

– Por supuesto, cariño.

– ¿Hay algún lugar fuera de los circuitos turísticos?

– ¿En qué estás pensando, cariño? -preguntó ella con sonrisa maliciosa, y deslizó provocadoramente sus uñas rojas sobre el muslo de Osborn.

Osborn estaba seguro de que aquella mujer podía perder la cabeza con un par de martinis, pero no le gustaría confirmarlo.

– Escucha, Connie. Sólo quiero un poco de información. Nada, y quiero decir «nada» más. ¿Vale? Por favor, sé buena conmigo e intenta recordar.

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