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– ¿Conoces a ese juez Gravenitz? ¿Así se llama? -preguntó McVey, lanzando una mirada a su alrededor. La sala tenía el aire inconfundible de los despachos de la administración pública. La mesa de acero podría pertenecer al mobiliario de cualquier edificio público de Los Ángeles. Lo mismo se podía decir de la estantería barata y de las manchas en la pared.

Remmer asintió con la cabeza.

– No muy bien, pero sí, lo conozco.

– ¿Y qué podemos esperar?

– Depende de lo que le haya dicho Honig. Al parecer fue suficiente para que aceptara darnos una cita. Pero no creas que esto está tirado porque Honig nos haya conseguido una entrevista con Gravenitz. Al viejo habrá que convencerlo.

McVey se miró el reloj y se sentó en una esquina de la mesa observando a Osborn.

– Me encuentro bien -dijo éste, y se apoyó contra la pared junto a la ventana. McVey no había olvidado la agresión de Osborn contra Merriman y no la olvidaría en el futuro. Tampoco quería pensar en eso, al menos ahora. De todos modos era un tema pendiente y Osborn sabía que en algún momento daría lugar a una discusión.

Se abrió la puerta y entró Diedrich Honig. Lo sentía, dijo, pero el juez Gravenitz se había retrasado y se reuniría con ellos dentro de un momento. Luego miró a Noble y le dijo que habían recibido una llamada pidiendo que se pusiera en contacto con Londres inmediatamente.

– Perdonen un momento -dijo Noble. Se acercó a la mesa y descolgó el teléfono. Al cabo de treinta segundos se comunicaba con su despacho. Veinte segundos después le transfirieron la llamada al superintendente de Homicidios de la policía de Londres.

– ¡Dios mío, no puede ser! -balbuceó-. ¿Cómo ha podido ser? Tenía vigilancia todo el día.

– Lebrun -dijo McVey por lo bajo.

– ¿Y dónde diablos está ahora? -preguntó Noble irritado-. Hay que encontrarlo y cuando lo cojan, que lo encierren y lo aíslen. Cuando tengáis información poneros en contacto con la oficina del inspector Remmer en Bad Godesburg. -Noble colgó, miró a McVey y procedió a contarle los detalles del asesinato de Lebrun y que Cadoux había desaparecido en medio de la confusión tras haber disparado al ordenanza.

– No hace falta preguntar si el ordenanza ha muerto -aseveró McVey con los dientes apretados.

– No, no hace falta.

McVey se mesó los cabellos y empezó a dar zancadas por la sala. Al volverse miró directo a Honig.

– ¿Alguna vez ha perdido a uno de sus compañeros en el frente de batalla, Herr Honig?

– Uno no se mete en este oficio sin que eso suceda alguna vez -dijo Honig con voz queda.

– Entonces, ¿cuánto tendremos que esperar al juez Gravenitz? -inquirió McVey. Lo suyo no era una pregunta, era una exigencia.

Capítulo 94

Eminente, de estatura pequeña, rostro enrojecido y un mechón de pelo blanco plateado, el juez de distrito Otto Gravenitz hizo un gesto hacia un conjunto de sillas de teca de Burma y les pidió en alemán que se sentaran. Permaneció de pie hasta que ellos se sentaron, cruzó por delante y se sentó ante una enorme mesa rococó. Las suelas de los zapatos apenas alcanzaban a tocar la alfombra persa del suelo. En contraste con el estilo espartano del resto del edificio, el despacho de Gravenitz era un despliegue de exquisito gusto, un oasis de antigüedades y objetos finos. También era un escenario bien calculado donde se palpaba el poder y el cargo que el juez ocupaba.

Honig se volvió a los policías y les explicó en inglés que, debido a la importancia de Scholl y dada la gravedad de los cargos que se le imputaban, el juez Gravenitz había decidido llevar a cabo la entrevista personalmente sin la presencia de un fiscal del Estado.

– De acuerdo -dijo McVey-. Entonces, empecemos.

Gravenitz se inclinó en su silla, puso en marcha una grabadora y dio comienzo a la sesión. Eran las tres y veinticinco.

En una breve declaración introductoria traducida al alemán por Remmer, McVey explicó quién era Osborn, cómo había descubierto al asesino de su padre en un café de París y cómo, debido a la ausencia de policías y temiendo perderlo de vista, lo había seguido hasta un parque junto al Sena. Una vez allí tuvo la presencia de ánimo para acercarse a interrogarlo. Sin embargo, al cabo de unos minutos Merriman fue abatido por un asesino que según creían trabajaba para Erwin Scholl.

Al terminar, McVey miró detenidamente a Osborn, le cedió la palabra y se sentó. Osborn prestó juramento ante Gravenitz, traducido por Remmer, y comenzó su declaración. Confirmó lo que McVey había dicho y luego sencillamente procedió a contar la verdad.

Reclinado en su asiento, Gravenitz miraba a Osborn al tiempo que escuchaba la traducción. Cuando Osborn terminó, el juez miró a Honig y luego otra vez a Osborn.

– ¿Está seguro de que Merriman era el asesino de su padre? ¿Seguro, después de casi treinta años?

– Sí, señor -dijo Osborn.

– Debe de haberlo odiado mucho.

McVey le lanzó a Osborn una mirada de advertencia. Ten cuidado. Te está sondeando.

– A usted le pasaría lo mismo -dijo Osborn inmutable.

– ¿Sabe por qué Erwin Scholl quería matar a su padre?

– No, señor -respondió él tranquilo, y McVey lanzó un leve suspiro de alivio. Osborn lo estaba haciendo bien-. Tenga en cuenta que yo era un niño entonces. Pero le vi la cara al hombre y ya no la olvidé. No volví a verla hasta aquella tarde en París. No sé qué más puedo contarle.

Gravenitz esperó y luego miró a McVey.

– ¿Está usted seguro más allá de toda duda que el Erwin Scholl que se encuentra actualmente en Berlín es el mismo que contrató a Albert Merriman?

McVey se incorporó.

– Sí, señor.

– ¿Por qué cree que el individuo que mató a Herr Merriman fue contratado también por Scholl?

– Porque los hombres de Scholl habían intentado matarlo antes y porque hacía muchos años que Merriman vivía oculto con una identidad falsa. Finalmente dieron con él.

– ¿Está usted seguro más allá de toda duda que Scholl era el artífice de todo esto?

Era el tipo de preguntas que McVey había intentado evitar pero Gravenitz, como todos los jueces respetables, tenía un sexto sentido, el mismo que suelen tener los padres y que tenía implícita la misma amenaza: «Si mientes, eres hombre muerto.»

– ¿Que si lo puedo demostrar? No, señor. Aún no puedo demostrarlo.

– Ya veo… -dijo Gravenitz.

Scholl era una figura de talla internacional, poderoso e importante, y Gravenitz dudaba. Un juez en su sano juicio no firmaría una orden de arresto contra Scholl con más facilidad que contra el propio canciller de la República y McVey lo sabía. La verdad es que la declaración de Osborn, aunque sólida, no era más que un testimonio de oídas y nada más. Había que hacer algo y convencer a Gravenitz para que tomara la decisión o tendrían que ir a por Scholl sin orden de arresto y McVey no quería que sucediera eso. Remmer pensaba igual porque se levantó repentinamente y empujó la silla hacia atrás.

– Su señoría -dijo en alemán-, si bien lo entiendo, la razón por la que usted aceptó recibirnos tan rápido es porque han asesinado a los dos policías que trabajaban en el caso. Uno podría ser una coincidencia, pero dos…

– Sí, eso ha sido un factor de mucho peso -admitió Gravenitz.

– Entonces sabrá que uno era un policía de Nueva York y que lo mataron en su propia casa. El segundo, un miembro muy respetado de la policía de París, fue gravemente herido en la estación principal de Lyón. Lo trasladaron a Londres, lo registraron en un hospital con nombre falso y le pusieron una guardia de veinticuatro horas al día. -Remmer hizo una pausa-. Hace pocas horas lo han matado en esa misma habitación del hospital.

– Lo siento -dijo Gravenitz con semblante grave.

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