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Capítulo 134

La intensa luz del sol le dio de lleno en los ojos a Osborn y por un instante lo cegó. Se escudó con la mano, intentando encontrar al hombre en medio del tráfico que pasaba frente a la estación, pero le fue imposible. Y de pronto lo vio cruzar a toda carrera y doblar en una esquina. Osborn corrió tras él.

Giró por la misma esquina y lo vio a media manzana, caminando rápidamente por la acera de enfrente, dejando atrás tiendas de souvenirs y bares. Osborn cruzó al mismo lado de la calle y lo siguió. Entonces sucedió lo mismo que en París, pero en lugar de perseguir a Albert Merriman o Henri Kanarack, como se hacía llamar, estaba siguiendo a un negro. Kanarack se había metido en el metro y había desaparecido. Había tardado tres días en encontrarlo. No podía dejar que sucediera lo mismo, pensó. Al cabo de tres días, Von Holden y su acompañante, quienquiera que fuese, estarían en la otra punta del mundo.

Osborn empezó a correr. En ese momento el negro miró atrás, lo vio y echó a correr también. Veinte pasos más allá entró en un callejón.

Osborn tiró la bolsa de compras de manos de una mujer mayor con gafas y entró en el mismo callejón, haciendo oídos sordos a los gritos de indignación. Al final de la manzana, el hombre saltó por encima de una verja. Osborn lo imitó. Al otro lado había un patio y la puerta trasera de un restaurante. La puerta acababa de cerrarse cuando Osborn tocó suelo.

Un momento después estaba en el interior. Un pequeño pasillo, una despensa y una pequeña cocina. Tres trabajadores de la cocina lo miraron al entrar. La otra puerta daba directamente al restaurante. Osborn penetró bruscamente y se encontró en medio de un banquete de bodas. Los novios posaban para una foto junto a la tarta, en medio del camino hacia la puerta. Osborn se volvió sobre sus talones y regresó a la cocina.

– Acaba de entrar un hombre negro. ¿Dónde está? -preguntó brusco. Los cocineros se miraron unos a otros.

– ¿Qué quiere? -preguntó en alemán el chef, un gordo sudoroso con una bata grasienta. Avanzó hacia Osborn y echó mano de un gancho para la carne.

Osborn miró a la derecha del pasillo por donde había entrado.

– Lo siento -dijo al chef y comenzó a retroceder hacia la puerta. Se detuvo en la mitad del pasillo, abrió de un golpe la puerta de la despensa y entró. La despensa estaba vacía. Se volvió para salir y de pronto se lanzó un lado. El negro intentó escapar desde detrás de un montón de sacos de harina, pero Osborn lo cogió por el cuello de la camisa. Tiró de él firmemente y lo atrajo hacia sí hasta tenerlo frente a frente.

El negro se volvió hacia el otro lado y levantó una mano para protegerse.

– No me haga daño -dijo en inglés.

– ¿Hablas inglés? -preguntó Osborn con la mirada fija en su presa.

– Un poco… No me haga daño.

– El hombre y la mujer de la estación -inquirió-. ¿Qué tren cogieron?

– Dos vías -contestó el hombre, y se encogió de hombros intentando sonreír

– No lo sé. ¡No vi nada!

Osborn estaba excitado.

– Mentiste a la policía. ¡No me mientas a mí, o los llamaré y te meterán en la Cárcel!

El hombre lo miraba fijo y al final asintió.

– El otro me dijo que llamaría a las cabezas rapadas si contaba algo. Que me pegarían. Y a mi familia.

– ¿Te amenazó? ¿No te dio dinero?

El hombre negó elocuentemente con un gesto de cabeza.

– No, no pagó. Dijo que vendrían los cabezas rapadas a pegarme otra vez.

– No vendrá ningún cabeza rapada -contestó Osborn tranquilo. Aflojó su presión y se metió la mano en el bolsillo. El hombre gritó e intentó escapar nuevamente, pero Osborn volvió a cogerlo.

– No te haré daño -afirmó sosteniendo un billete de cincuenta marcos-. ¿Qué tren cogieron? ¿Qué destino tenía el tren?

El hombre miró el dinero y luego a Osborn.

– No te haré daño -le dijo éste-. Pagaré.

Al hombre le temblaban los labios y Osborn vio que aún tenía miedo.

– Por favor, es muy importante -rogó-. Por mi familia, ¿me entiendes?

El hombre levantó lentamente la mirada. -Berna -respondió. Osborn lo dejó ir.

Capítulo 135

McVey estaba tendido de espaldas mirando al techo. Remmer no estaba. Tampoco Osborn. Nadie le había dado explicaciones. Faltaban cinco minutos para las diez de la mañana y lo único que tenía en la habitación del hospital era el periódico y la televisión de Berlín. Llevaba al menos la tercera parte del rostro vendada con gasa y tenía las tripas revueltas a causa del envenenamiento de cianuro, pero se sentía bien. Excepto que no sabía nada y nadie le explicaba nada.

De pronto se preguntó dónde estaban sus cosas. Desde la cama, vio su traje colgando en el armario y los zapatos en el suelo. Al otro lado de la habitación había una cómoda con cajones y al lado una silla para las visitas. Su maletín, sus apuntes y el pasaporte estarían en la habitación del hotel. Pero ¿dónde estaban su cartera y sus papeles? ¿Y su arma?

Lanzó la sábana atrás, deslizó las piernas a un lado de la cama y se incorporó. Las piernas le temblaban y permaneció un rato quieto para cerciorarse de que podía sostenerse en pie.

Dio tres pasos irregulares y llegó hasta la cómoda.

En el cajón de arriba encontró su ropa interior y calcetines. En el segundo, las llaves, el peine, las gafas y la cartera. Pero no estaba la pistola. Tal vez la tenían en custodia. O la habría guardado Remmer. Cerró el cajón y volvió a la cama. Se detuvo a medio camino. Tenía la sensación de que pasaba algo raro. Se volvió y abrió el segundo cajón una vez más, sacó la cartera y la abrió. Habían desaparecido su placa y la carta oficial de Interpol.

– ¡Osborn! -exclamó, enfurecido-. ¡Maldita sea!

Ni Remmer ni McVey. Nada de policía. Osborn se reclinó en su asiento del vuelo 533 de Swissair, que ya esperaba en la pista el visto bueno para despegar. Había hecho lo que se imaginaba que haría McVey. Llamó a Swissair y habló con el jefe de Seguridad. Por teléfono le explicó que venía de Los Ángeles y que, como inspector de Homicidios, trabajaba con Interpol. En ese momento le seguía la pista a uno de los principales sospechosos del incendio del palacio de Charlottenburg. El hombre había llegado por la mañana desde Berlín en tren y había logrado escapar, matando a tres policías de Frankfurt. Ahora se dirigía a Suiza y él necesitaba urgentemente una plaza en el vuelo de las diez a Zúrich. ¿Había alguna manera de ayudarlo a embarcarse?

A las diez y tres minutos se presentó el capitán del vuelo 533 de Swissair. Osborn se identificó como el inspector William McVey, del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. Le hizo entrega de su revólver calibre 38, su chapa y su carta de presentación de Interpol y eso era todo lo que tenía. Explicó que había dejado sus papeles y su pasaporte en el hotel debido a la prisa. También llevaba una foto del sospechoso, de nombre Von Holden. El capitán estudió la foto y leyó la carta de Interpol y luego escrutó al hombre que decía ser el inspector de policía de Los Ángeles. Él inspector McVey era americano a todas luces y las ojeras de su rostro y su barba sin afeitar indicaban que llevaba horas sin dormir. Eran las diez y seis minutos, cuatro minutos antes de la hora de embarque.

– Inspector -interpeló el capitán mirándolo fijamente a los ojos.

– Sí, señor -respondió Osborn.

«¿Qué estará cavilando? ¿Que le miento? -pensó-. ¿Que soy el fugitivo y que me he apropiado de la chapa y el arma de McVey? Si te acusa, lo niegas todo y te mantienes firme. Eres tú el que tiene razón aquí, cueste lo que cueste, y no tienes tiempo para discusiones.»

– Las armas me ponen nervioso.

– A mí también.

– Entonces, si no le importa, la guardaré conmigo en la cabina hasta que aterricemos.

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