Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– ¿Qué aspecto dicen que tenía ella? -preguntó Osborn irritado y ansioso, abriéndose paso entre los testigos hasta llegar a Remmer.

– Las descripciones de la mujer varían -contestó Remmer-•. Puede que se trate de ella y puede que no.

– Oiga, ¡este hombre los ha visto! -decía un policía apartando a los curiosos y conduciendo a un negro delgado vestido con bata.

Remmer se volvió para mirarlos.

– ¿Usted los vio?

– Sí, señor -respondió el hombre, que insistía en mirar al suelo.

– Le sirvió café a la mujer a eso de las siete y media -dijo el policía, que permanecía de pie junto al negro, a quien superaba en estatura en unos treinta centímetros.

– ¿Por qué no lo dijo desde el principio? -preguntó Remmer.

– Es mozambiqueño y en alguna ocasión lo han golpeado los cabezas rapadas. Teme a los blancos.

– Mire -interpeló Remmer tranquilamente-. Nadie le va a hacer daño. Simplemente cuéntenos lo que vio.

El negro levantó la mirada hasta Remmer y enseguida volvió a mirarse los pies.

– El hombre pidió café para la mujer -explicó con tosco acento alemán-. Ella muy guapa, mucho miedo. Las manos le temblaban y casi no pudo beberse el café. El fue buscar un periódico y le enseñó cuando volvió. Luego se marcharon…

– ¿Dónde? ¿En qué dirección iban?

– Allá, al tren.

– ¿Qué tren? -preguntó Remmer abarcando con un gesto la estación llena de ellos.

– Allá, o puede que allá. No estoy seguro -contestó el negro en dirección a uno de los andenes y luego al de al lado, y se encogió de hombros-. No miré más cuando marcharon.

– ¿Cómo era ella? -preguntó Osborn enfrentando de pronto al hombre cara a cara, sin poder controlar su ansiedad.

– Pregúntele el color del pelo -insistió Osborn-. ¡Pregúnteselo!

Remmer tradujo al alemán.

El negro sonrió apenas y se tocó su propio pelo.

– Schwarz.

«Dios mío» pensó Osborn, que sabía lo que significaba. Negro. El color de Vera.

– Vamonos -decidió Remmer, se volvió y se abrió camino entre una multitud de curiosos y policías. Un momento más tarde entraban dando un portazo en el despacho del jefe de estación. Remmer miró el reloj al entrar. Eran las ocho y cuarenta y siete minutos.

– ¿Adonde iban los trenes que han salido de los andenes C3 y C4 entre las siete y veinte y las siete cuarenta y cinco? -preguntó al atónito jefe. A su espalda, había un mapa de Europa en el muro, encendido con una miríada de pequeños puntos que indicaban todas las grandes líneas del continente.

– Mach Schnell! -le ordenó Remmer-. ¡Dése prisa!

– C3, Ginebra. Expreso ínter City. Llega a las dos y seis de la tarde, con un trasbordo en Basilea. C4, Estrasburgo, ínter City. Llega a las diez treinta y siete, trasbordo en Offenburg -respondió el hombre con la rapidez de un ordenador.

– Suiza o Francia -dijo Remmer enardecido-. En cualquiera de los dos casos, están fuera del país. ¿A qué hora llegan los trenes a Basilea y Offenburg?

En pocos minutos, Remmer había tomado posesión de la oficina del jefe de estación y alertado a la policía en la ciudad alemana de Offenburg, a la policía suiza en Basilea y Ginebra, y en Estrasburgo, Francia. Todos los pasajeros que bajaran en Offenburg y Basilea serían conducidos a una sola salida, y al mismo tiempo agentes de civil se mezclarían entre los pasajeros en el último tramo de los trayectos a Ginebra y Estrasburgo. Si Von Holden iba con la mujer e intentaban bajar en algún punto intermedio, los cercarían y cogerían al salir. Si decidían quedarse en el tren, los identificarían, los reducirían y detendrían.

– ¿Y qué sucederá con… -inquirió Osborn cuando Remmer colgó- ella?

– La detendrán igual que a Von Holden -contestó Remmer, que entendía el significado de la pregunta. Se había informado a todas las unidades que Von Holden había asesinado a varios policías. Si los fugitivos viajaban en uno de los dos trenes, y Remmer estaba seguro de que así era, sus posibilidades de escapar una segunda vez eran nulas. Si ofrecían cualquier tipo de resistencia, los matarían.

– ¿Y qué hacemos nosotros? -Osborn miraba fijamente a Remmer-. ¿Va usted a una de las ciudades y yo a la otra?

– Doctor -dijo Remmer, y Osborn tuvo la sensación de que se preparaba para extenderle la alfombra bajo los pies-, ya sé que quiere estar presente y lo importante que es para usted. Pero no puedo correr el riesgo de que se interponga.

– Remmer, el riesgo déjemelo a mí. No se preocupe.

– No estoy hablando de usted, doctor. Tiene usted la cabeza muy liada y puede que mande toda la operación al carajo. Una taxista de diecinueve años y tres policías han sido asesinados a sangre fría. Los métodos sugieren que Noble tiene razón y que la mujer, sea quien sea, pertenece a la Spetsnaz. Eso significa que él o ella fueron preparados por el ejército soviético y después tal vez por la GRU, agentes seis veces más certeros que el mejor del ex KGB. Eso los sitúa entre los asesinos mejor entrenados del mundo, con una estructura mental que usted no entendería. No será fácil reducirlos. Yo no correré el riesgo de perder a otro policía ni por usted ni por nadie. Vuelva a Berlín, doctor. Le prometo que podrá interrogarlos a ambos en su debido momento -concluyó Remmer, se apartó de la mesa del jefe de estación y se dirigió a la puerta.

– Remmer -dijo Osborn cogiéndolo por el brazo y obligándolo a volverse-. No se va a deshacer de mí así como así. McVey no habría…

– ¿Que McVey no habría? -Lo cortó Remmer con una risa, y se soltó de la presión que hacía Osborn en su brazo-. McVey lo trajo para sus propios fines, doctor Osborn, y sólo para sus fines. No se crea lo contrario. Ahora, haga lo que le digo, ¿vale? Vuelva a Berlín e instálese en una habitación en el hotel Palace, nuestro primer cuartel general. Ya me pondré en contacto con usted ahí.

Remmer abrió la puerta, pasó junto al jefe y se dirigió a la estación. Osborn lo siguió, pero no de cerca. A cierta distancia, observó que a Remmer lo rodeaban los policías de Frankfurt y luego lo vio apartarse para hablar brevemente con los tres testigos y el negro del bar. Al poco se separaron todos y aquello se llenó de rostros desconocidos y todo era como si nada hubiese sucedido. Osborn estaba solo en medio de la estación de ferrocarril de Frankfurt. Podría haber sido un turista cualquiera que transitaba por ahí, sin otra cosa en mente que el programa del día. Pero no lo era.

Von Holden y la mujer que viajaba con él -Osborn pensó que no podía ser Vera sino alguna otra persona, tal vez alguien de pelo negro que se le pareciera, pero no ella- llevaban rumbo a Francia o Suiza. ¿Y luego qué harían?

¿Qué era peor? ¿Que la búsqueda de Remmer fracasara y que escaparan o que no fracasara? Sea lo que fuere lo que sabía la enfermera de Lybarger, suponiendo que la encontraran, Von Holden era el último eslabón de la Organización, la última conexión directa con la muerte de su padre. Si la policía lo cercaba, Von Holden se resistiría y lo matarían. Eso significaba el final de todo.

«Vuelva a Berlín -le había dicho Remmer-. Regrese allá y espere.» Ya había esperado treinta años» No pensaba repetir la experiencia.

De pronto, Osborn se percató de que caminaba cruzando la estación y que se había acercado a una de las puertas de salida. Algo le llamó la atención por el rabillo del ojo y vio al negro que caminaba rápidamente en su dirección. Miraba por encima del hombro como si temiera que lo siguieran, mientras se deshacía de la bata blanca de trabajo. Cuando llegó a la puerta, lanzó una última mirada atrás, dejó la bata en un cubo de basura y salió a la calle. En un segundo, Osborn se preguntó qué significaba aquello, y de pronto dio con la respuesta.

¡El hijo de puta había mentido!

147
{"b":"115426","o":1}