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– No lo sé. Apareció de pronto y empezó a hacer preguntas.

– Paul -dijo Berger, sin vacilar-. McVey, Interpol. No te está interrogando por un asunto cualquiera. Necesito una respuesta concreta. ¿Qué está pasando?

– No lo sé -dijo Osborn. No había huella de vacilación en su voz. Durante un momento, Berger guardó silencio, y luego le dijo a Osborn que no hablara con nadie más, y que si McVey volvía, que lo llamara a Los Ángeles. Entretanto, intentaría ponerse en contacto con alguien en París para que le devolvieran su pasaporte y pudiese salir de allí.

– No -dijo Osborn, bruscamente-. No hagas nada. Yo sólo quería saber qué pasaba con McVey. Gracias por tu tiempo.

Sucinilcolina. Osborn leyó en el frasquillo a la luz del baño, y luego lo metió en su neceser con un paquete sellado de jeringas, cerró el neceser y lo guardó entre un montón de camisas de la maleta que aún no había deshecho.

Se lavó los dientes, tragó dos píldoras para dormir, ajustó la doble cerradura de la puerta, fue hasta la cama y retiró las sábanas. Se sentó y se dio cuenta de lo cansado que estaba. Le dolían todos los músculos del cuerpo por exceso de tensión.

Era evidente que la visita de McVey lo había hecho flaquear, y que su llamada a Berger había sido como un grito de socorro. Pero después de haberlo contado todo, de pronto se dio cuenta de que había llamado a la persona equivocada, al profesional equivocado, a alguien capaz de dar consejos legales pero no espirituales. La verdad es que había estado pidiéndole a Berger que lo sacara de París y de sus problemas, tal como antes había intentado pedirle a Jean Packard que matara a Kanarack. En lugar de Berger, debería haber llamado a su psicólogo en Santa Mónica para pedirle consejos que lidiar con su crisis emocional. Pero no podía llamar sin confesar su intención de cometer un asesinato. Y si lo hacía, el psicólogo estaba obligado por la ley a informar a la policía. Después de descartar eso, la única persona con que podía hablar era Vera, pero no podía hacerlo sin incriminarla.

En realidad, daba igual con quien hablara porque la decisión final era y sería sólo suya. O se olvidaba de Kanarack o lo mataba.

La aparición de McVey había complicado las cosas. Ingenioso y experimentado en su oficio, McVey no había mencionado a Kanarack ni una sola vez, pero ¿cómo podía estar seguro Osborn de que el inspector no sabía nada? ¿Cómo podía estar seguro de que si llevaba a cabo su plan la policía no estaría vigilándolo?

Se inclinó y apagó la luz del lado de la cama y se quedó tendido en la oscuridad. Fuera, la lluvia chocaba suavemente contra la ventana. Las luces de la avenida Kléber iluminaban los hilillos de agua que se deslizaban por el vidrio y los proyectaban, ampliados, en el techo de la habitación. Cerró los ojos y pensó en Vera y en cómo se habían amado aquella tarde. La veía, desnuda sobre él, con la cabeza echada hacia atrás y la espalda arqueada, tocándole los tobillos con su largo pelo. El único movimiento era la lenta y sensual acometida de ella con su pelvis deslizándose sobre él. Era como una escultura, una presencia medular de todo lo femenino. Niña, mujer, madre. A la vez sólida y líquida, infinitamente fuerte y sin embargo tan frágil que casi se desvanecía.

La verdad era que la amaba y pensaba en ella de un modo que jamás había experimentado. Sólo tenía sentido si se le abordaba desde muy adentro, lleno del deseo y el apetito y el sentido de lo fantástico que puede llegar a tener el amor consagrado de dos seres. Y supo sin dudarlo que ambos morirían en ese momento, que en el mismo instante se reunirían en la vastedad del espacio, y después de asumir la forma que fuera necesaria, seguirían adelante, entrelazados para siempre.

Si esa visión era romántica o infantil, o si era espiritual, daba lo mismo, porque era la verdad de Osborn. Y él sabía que, a su manera, Vera sentía lo mismo. Lo había demostrado aquella tarde cuando lo había llevado a su piso y habían hecho lo que habían hecho. Y eso había proyectado una luz sobre todo lo demás.

Si él y Vera habían de continuar juntos, él no podía tolerar que ese demonio interior actuara como lo había hecho con todas sus relaciones afectivas desde que era niño. Destruirlas. Esta vez había que destruir al demonio. Inexorablemente y para siempre, por muy difícil o peligroso que fuera, sin que importaran los riesgos.

Cuando finalmente las píldoras surtieron efecto y el sueño comenzó a apoderarse de él, el demonio de Paul Osborn se materializó ante sus ojos. Tenía el lomo curvado, era amenazante y llevaba un abrigo sucio y polvoriento. A pesar de que estaba a oscuras, lo vio levantar la cabeza. Tenía los ojos hundidos, la mirada fija, y las orejas se separaban, angulosas, del rostro. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y Osborn no lograba distinguir la cara, aunque instintivamente sabía que la mandíbula era cuadrada y que una cicatriz la cruzaba desde el pómulo hasta el labio superior.

Y no había duda alguna.

Estaba viendo a Henri Kanarack.

Capítulo 28

Clic.

McVey sabía, sin mirar, que eran las tres de la madrugada y diecisiete minutos, porque la última vez que había mirado el reloj eran las tres y once. Se suponía que los relojes digitales no metían ruido, pero si uno se ponía a escuchar, no era así. Y McVey había estado escuchando y contando los «clics» mientras pensaba.

Había regresado al hotel después de la visita a Osborn y de su paseo en la lluvia frente a la torre Eiffel a las once menos diez. El pequeño restaurante del hotel estaba cerrado y no había servicio de habitaciones. Ése era el famoso viaje con todos los gastos pagados que ofrecía Interpol. Un hotel apenas habitable, con alfombras gastadas, camas duras, y comida si se llegaba entre las seis y las nueve de la mañana y las seis y las nueve de la noche.

Lo único que podía hacer era volver a la lluvia a encontrar un restaurante abierto, o utilizar el «bar» de la habitación, la pequeña nevera encastrada entre lo que servía de armario y el baño, que se inundaba cada vez que McVey se duchaba.

McVey no tenía intención de salir a la lluvia, de modo que era el «bar» o nada. Lo abrió con una pequeña llave incluida en el llavero del hotel y encontró queso, galletas saladas y un triángulo de chocolate suizo. Encontró una botella de blanco que resultó ser un excelente Sancerre.

Luego, al abrir el cajón de la mesa para ver la lista de precios del «bar», descubrió por qué el Sancerre era tan bueno. La botella de medio litro costaba ciento cincuenta francos, unos treinta dólares. Una miseria para un degustador profesional, y una fortuna para un poli.

Hacia las once y media, algo menos irritado, se desvistió, y cuando estaba a punto de entrar en la ducha sonó el teléfono. El comandante Noble llamaba desde su casa en Chelsea.

– Espere un momento, por favor, McVey -dijo Noble-. También está en la línea el doctor Michaels, el patólogo de nuestra oficina central, y voy a ver qué debo hacer para hablar en conferencia sin que nos desconectemos todos.

McVey se enrolló una toalla y se sentó en la mesa con chapa de fórmica frente a su cama.

– ¿McVey? ¿Está ahí todavía?

– Sí.

– ¿Doctor Michaels?

McVey oyó la voz del joven médico cuando se estableció el contacto.

– Aquí -dijo.

– Muy bien. Doctor Michaels, cuéntele a nuestro amigo McVey lo que acaba de contarme a mí.

– Es acerca de la cabeza que encontramos.

– ¿La han identificado? -preguntó McVey, animado.

– Todavía no -advirtió Noble-. Tal vez lo que nos diga el doctor Michaels nos explique por qué está siendo tan difícil la identificación. Siga usted, doctor Michaels.

– Sí, claro. -Michaels carraspeó-. Como usted recordará, inspector McVey, había muy poca sangre en la cabeza. De hecho, casi no había nada. De modo que fue muy difícil precisar el momento de la coagulación para establecer la hora de la muerte. Sin embargo, pensé que con un poco más de información, debería poder definir un margen razonable sobre la hora en que el tipo fue asesinado. Pues bien, resulta que me fue imposible.

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