– ¿Por qué tenía miedo? -preguntó McVey, que se había sentado en una silla de respaldo plano frente a Vera.
– El doctor Osborn estaba herido. Había pasado la mayor parte de la noche en el río.
– Mató a un hombre que se llama Albert Merriman. ¿Lo sabía?
– No, no lo mató.
– ¿Eso fue lo que le dijo?
– Inspector, le he dicho que estaba herido. No era porque hubiera estado en el río sino porque le dispararon. Le disparó el mismo hombre que mató a Albert Merriman. A él le dieron en el muslo.
– ¿Ah, sí? -dijo McVey.
Vera lo miró un momento, luego se incorporó y fue hacia una mesa junto a la puerta. Lebrun, que volvía de su inspección, le lanzó una mirada a McVey y negó con un gesto de cabeza. Vera abrió un cajón, sacó algo, lo cerró y volvió al salón.
– Le extraje esto -dijo, y le dejó a McVey en la mano la bala que le había sacado a Osborn.
McVey la hizo rodar en la palma de la mano y la cogió entre el pulgar y el índice.
– Punta blanda. Podría ser de nueve milímetros -dijo a Lebrun.
Lebrun no dijo nada, sólo asintió levemente. Le quería decir a McVey que podía tratarse del mismo tipo de proyectil que habían encontrado en Merriman.
McVey volvió a mirar a Vera.
– ¿Dónde lo operó?
«Di lo primero que se te venga a la cabeza -pensó ella-. No titubees, y dilo con pocas palabras.»
– Al lado del camino, volviendo a París.
– ¿Qué camino?
– No recuerdo. Estaba sangrando y casi deliraba.
– ¿Dónde está ahora?
– No lo sé.
– Tampoco lo sabe… Parece no saber más de lo que dice.
Vera lo miró pero no se amedrentó.
– Quería traerlo aquí. La verdad es que quería llevarlo a un hospital. Pero él no quiso. Tenía miedo de que la persona que había intentado matarlo volviera a por él si sabía que estaba vivo. Es fácil localizar un hospital y si se quedaba aquí, tenía miedo de que me hicieran daño a mí. Por eso insistió en hacer lo que hicimos. La herida no era profunda y fue una operación relativamente sencilla. Como médico, sabía que…
– ¿Qué usó en lugar de agua? ¿Sabe? Para mantenerlo todo limpio.
– Agua embotellada. Casi siempre llevo agua en el coche. Mucha gente lo hace hoy en día. Incluso en Estados Unidos.
McVey la miró pero no dijo nada. Lebrun hizo lo mismo. Estaban esperando que siguiera.
– Lo dejé en la estación Montparnasse hacia las cuatro de la tarde. No debería haberlo hecho, pero él insistió.
– ¿Adonde iba? -preguntó McVey.
Vera negó con la cabeza.
– Tampoco lo sabe.
– Lo siento. Ya le dije que él tenía miedo de que me pasara algo. No quería implicarme más de lo que ya me había implicado.
– ¿Podía caminar?
– Tenía un bastón, un bastón viejo que había en el coche. No era gran cosa pero le ayudaba a aliviar la presión sobre la pierna. Es un hombre sano. Ese tipo de heridas sana rápidamente.
Vera vio que McVey se levantaba, cruzaba la habitación y se acercaba a mirar por la ventana.
– ¿Dónde ha estado esta noche desde que ha salido hasta que ha vuelto? -preguntó, dándole la espalda y luego volviéndose para mirarla cara a cara.
Hasta ese momento, a pesar de ser directo, McVey había conservado cierto tono amistoso. Pero con aquella pregunta cambió de tono. Era difícil, desagradable y decididamente acusatoria. Era algo que Vera no había experimentado. Aquél no era ningún poli de Hollywood sino de carne y hueso. No sólo la intimidaba, le daba un miedo de muerte.
McVey no tenía por qué mirar a Lebrun para saber cuál era su reacción. Terror.
Y tenía razón. Lebrun estaba aterrorizado. McVey le estaba preguntando abiertamente si había tenido un encuentro secreto con Francois Christian. El problema de esta reacción fue que Vera también la vio. Eso le decía que también conocían lo de su relación con Francois. Y le advertía que no sabían nada de su ruptura.
– Preferiría no hablar -dijo, inexpresiva. Se cruzó de piernas y miró a Lebrun-. ¿Debería solicitar un abogado?
– No, señorita -respondió Lebrun, sin dudar-. Ahora no, ni esta noche. -Se incorporó y miró a McVey-. Ya es la madrugada del domingo. Creo que es hora de irnos.
McVey miró a Lebrun un momento y luego cedió ante el profundo sentido de corrección del francés.
– Sólo quiero preguntar algo que estaba pensando -dijo, volviéndose a Vera-. ¿Sabía Osborn quién le disparó?
– No.
– ¿Le dijo qué aspecto tenía?
– Sólo que era alto -dijo Vera-. Alto y delgado.
– ¿Lo había visto antes?
– No creo.
Lebrun señaló hacia la puerta con un gesto de cabeza.
– Una pregunta más, inspector -dijo McVey, sin dejar de mirar a Vera-. Este Albert Merriman o Henri Kanarack, como se hacía llamar, ¿sabe por qué estaba tan interesado en él el doctor Osborn?
Vera dudó. ¿Qué mal haría en contárselo? De hecho podría servir para que entendieran la presión a la que había estado sometido Osborn, para hacerles comprender que él sólo había querido interrogar a Kanarack, que no tenía nada que ver con el tiroteo. Por otro lado, la policía se había llevado la sucinilcolina de la habitación del hotel de Osborn. Si ella les contaba que Kanarack había asesinado al padre de Osborn, en lugar de mostrarse comprensivos supondrían que Osborn andaba buscando vengarse. Si hacían eso y lo relacionaban con la droga y descubrían para qué la había usado, podían volver a examinar el cadáver de Kanarack y descubrir los orificios de la jeringa.
En ese momento puede que Osborn actuara como fugitivo pero en realidad no era más que una víctima. Si por alguna razón volvían y descubrían los orificios de la jeringa en el cadáver de Kanarack, podrían acusar a Osborn y seguramente lo harían, de intento de asesinato.
– No -dijo finalmente-. Realmente no tengo idea.
– ¿Y qué pasó en el río?
– No entiendo lo que quiere decir.
– ¿Por qué fueron Osborn y Merriman al río? -Lebrun se sentía incómodo y Vera podría haberse vuelto hacia él para pedir ayuda pero no lo hizo.
– Como le he dicho, inspector McVey, realmente no tengo ni idea.
Sesenta segundos después, Vera cerró la puerta cuando ellos salieron y cerró con llave. Volvió al salón, apagó las luces y se dirigió a la ventana. Los vio salir del edificio y dirigirse al Ford blanco estacionado enfrente. Cuando entraron en el coche dejó escapar un profundo suspiro. Era la segunda vez aquella noche que le mentía a la policía.
Capítulo 49
Joanna estaba tendida en la oscuridad y temblaba. Jamás había imaginado que el sexo podía ser así, que se sentiría de esa manera y que ese sentimiento perduraría.
Más de una hora después de que Pascal von Holden se hubiera marchado, aún sentía el olor de su cuerpo, de su colonia y su sudor y ahora no quería perderlo nunca más. Intentó recordar cómo había sucedido todo, cómo cada cosa había conducido a la siguiente.
Cuando el crucero echó amarras, los hombres de esmoquin bajaron por la escalerilla para fijarla. Luego se aseguraron de que la limusina de Lybarger lo esperaba en el muelle.
Después de bailar con Pascal, Joanna le contó al señor Lybarger la buena noticia de que se quedaría y seguiría ayudándolo con su terapia.
Cuando Joanna se acercó, Lybarger le hizo señas para que lo llevara a un lado en su silla de ruedas. Ella miró a Von Holden, que esperaba fuera en la cubierta. No quería separarse de él ni por un momento, pero cuando le sonrió, ella se alejó para hablar con Lybarger. Cuando estuvieron a solas, Lybarger se inclinó repentinamente y le cogió la mano a Joanna. Parecía cansado y confundido, incluso algo asustado. Ella lo miró y le sonrió amable, y le contó que se quedaría junto a él un tiempo para ayudarle a acostumbrarse al nuevo ambiente. Lybarger, no obstante, la atrajo hacia sí y le hizo la misma pregunta que otras veces.