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Capítulo 66

Joanna se sentía como si la hubieran drogado y arrastrado a una pesadilla.

Después de la maratón sexual en la habitación de la piscina con espejos, Von Holden la había invitado a Zúrich. La primera reacción de Joanna fue sonreír y disculparse. Estaba agotada. Había dedicado siete largas horas a trabajar con el señor Lybarger, estimulándolo para darle confianza y hacerle caminar sin bastón. Intentaba cumplir con el plazo fatal fijado por Salettl. Hacia las tres y media, Joanna vio que Lybarger había dado de sí todo lo que podía y lo condujo a sus habitaciones para que descansara. Esperaba que después de una siesta, se sirviera una cena ligera y se retirara a dormir temprano. Pero Lybarger se había arreglado para la cena formal y Joanna lo vio lúcido, alerta y con suficiente energía para escuchar los discursos interminables de Uta Baur y más tarde para asistir al recital de piano de Eric y Edward.

Si el señor Lybarger podía mantenerse en pie, bromeó Von Holden, no cabía duda de que Joanna podía acompañarlo a Zúrich a tomar una taza de ese infame chocolate suizo. Además, apenas eran las diez de la noche.

Primero se detuvieron en uno de los restaurantes favoritos de James Joyce, en la Ramistrasse, donde bebieron chocolate y café. Luego Von Holden la llevó a recorrer los lugares de la vida nocturna y entraron en un estrafalario café de la Münzplatz, cerca de la Bahnhofstrasse. Siguieron hasta el Champagne Bar del Hotel Central Plaza y luego se detuvieron en un pub de la Pelikanstrasse. Finalmente, bajaron a mirar la luna sobre las aguas del lago Zúrich.

– ¿Quieres conocer mi apartamento? -preguntó Von Holden con sonrisa malévola. Se apoyó en la baranda y tiró una moneda al agua deseando buena suerte.

– ¡Estás de broma! -dijo Joanna, que se sentía incapaz de dar un paso más.

– No, no es broma -dijo Von Holden, y le acarició el pelo.

Joanna se asombró de su propia excitación. Incluso dejó escapar una risilla…

– ¿Por qué te ríes?

– Por nada…

– Entonces, acompáñame…

Joanna lo miró a los ojos.

– Eres un cabrón -dijo.

– Yo soy así -dijo él.

Tomaron una copa de coñac en la terraza de Von Holden, desde donde se dominaba la ciudad antigua, y él le contó historias de su infancia transcurrida en una enorme granja ganadera en Argentina. Después la llevó a la cama y volvieron a hacer el amor.

«¿Cuántas veces esta noche?» -pensó Joanna. Recordó a Von Holden de pie junto a ella, con su enorme pene aún después del amor. Y luego sonriendo tímido. Von Holden le preguntó si no le importaba que le atara las muñecas y los pies a la cama. Hurgó en el armario hasta encontrar unas tiras suaves de terciopelo. No sabía por qué quería usarlas, pero la verdad es que siempre lo hacía porque se excitaba hasta lo indecible. Cuando ella miró y constató que Von Holden no mentía, soltó una risilla y le dijo que podía hacerlo si le causaba placer.

Entonces, antes de atarla, Von Holden le confesó que ninguna mujer le había hecho lo que ella. Luego le bañó los pechos en coñac y como un gato en celo los lamió hasta la última gota. Presa del éxtasis, Joanna se tendió mientras él la ataba. Cuando Von Holden se acostó a su lado, Joanna empezó a ver unos puntos de luz brillantes que le estallaban detrás de los ojos y sintió una ligereza que jamás había experimentado. Sintió su peso sobre ella y el tamaño de su miembro cuando la penetró con tanta entereza. Cada vez que él arremetía, los puntos de luz se volvían más grandes y brillantes y luego fueron nubes de colores increíbles y formas grotescas y caóticas. En algún momento, si es que el tiempo existía, en aquel calidoscopio irreal que la envolvía, en el centro -en su propio centro- tuvo la sensación de que Von Holden se apartaba y que otro hombre tomaba su lugar. Luchando contra el sueño, Joanna intentó abrir los ojos para descubrir si era verdad. Pero no lograba alcanzar ese estado de conciencia porque seguía cayendo en el torbellino erótico de la luz y el color y la sensación de esa nueva experiencia.

Cuando se despertó ya era tarde y cayó en la cuenta de que había regresado a su habitación de Anlegeplatz. Se levantó y vio su vestido de la noche anterior doblado cuidadosamente sobre el tocador. ¿Acaso había soñado que soñaba o era otra cosa?

Un rato después, mientras se duchaba descubrió que tenía unos rasguños en los muslos. Se miró al espejo y vio que también los tenía en las nalgas, como si hubiera corrido desnuda por un campo de zarzas. Y entonces recordó vagamente que había escapado, desnuda y horrorizada del apartamento de Von Holden. Había bajado las escaleras y huido por la puerta de atrás. Von Holden la había seguido y finalmente la había alcanzado en el jardín de rosales de su edificio. De pronto se sintió enferma, arrebatada por una ola de nausea. Tenía el cuerpo helado y a la vez sentía un calor insoportable. Respirando con dificultad, abrió el water y vomitó lo que quedaba del chocolate y de la cena de la víspera.

Capítulo 67

Eran las tres menos veinte de la tarde. Osborn había llamado a McVey al hotel tres veces sólo para que le dijeran que el señor McVey no estaba, que no había dicho cuándo volvería pero que llamaría regularmente para recibir los mensajes. Cuando llamó por tercera vez, Osborn estaba desesperado. Además estaba sumido en una ansiedad corrosiva porque finalmente había tomado una decisión, pero ahora no lograba dar con el paradero de McVey. Ya había decidido entregarse al arbitrio del policía, racional y emocionalmente, y ahora estaba preparado para las consecuencias. Tal vez su compatriota americano lo entendería y lo ayudaría o tal vez lo encerrarían sin rechistar en una cárcel francesa. Se sentía como un globo aplastado contra el techo, atrapado pero a la vez libre. Sólo esperaba que lo bajaran, pero no había nadie para tirar de la cuerda.

Estaba solo, recién duchado y afeitado, en el sótano del piso de Philippe, y ahí dudaba del paso que iba a dar. Vera había viajado a casa de su abuela en Calais vigilada por una escolta de policías. Y aunque era Philippe quien había llamado, Osborn confiaba que Vera entendiera que él, Paul, lanzaba la advertencia, y que Philippe no era más que su intermediario. Vera debía entender que él le pedía que se marchara no sólo por su propia seguridad sino también porque la amaba.

Al ver su estado, Philippe le había dicho que entrara en su apartamento para asearse. Le dio toallas limpias, una barra de jabón y una maquinilla de afeitar nueva. Le dijo que sacara lo que quisiera de la nevera y, después de ajustarse el nudo de la corbata, volvió al trabajo. Desde el salón de la entrada podía observar las maniobras de la policía. Si sucedía algo, le dijo, lo llamaría de inmediato.

Philippe se había portado como un verdadero ángel guardián. Pero estaba cansado y Osborn tenía la sensación de que una sorpresa cualquiera lo haría flaquear. Habían pasado demasiadas cosas durante las últimas veinticuatro horas que ponían a prueba no sólo su lealtad sino también su equilibrio mental. A pesar de toda su generosidad, Philippe era por decisión propia nada más que un conserje. Nadie, empezando por él mismo, esperaba que siempre actuara con tanto valor. Si Osborn volvía a su escondrijo bajo los aleros del tejado, era imposible saber cuánto tiempo estaría a salvo. Sobre todo si el hombre alto encontraba un medio de eludir a la policía y volvía a seguirle el rastro.

Al final decidió que sólo le quedaba una alternativa. Cogió el teléfono y llamó a Philippe a la recepción. Le preguntó si los policías aún estaban fuera.

– Oui, monsieur. Hay dos frente al edificio y dos más atrás.

– Philippe, ¿hay alguna otra salida del edificio que no sea por la entrada ni por la puerta de servicio?

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