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La lluvia arreciaba. A McVey le preocupaba pensar que no disponía de más información sobre las decapitaciones de la que tenía al empezar, tres semanas antes. La verdad era que así solía suceder, a menos que se consiguiera algo concreto y rápido. Eso era lo que tenía trabajar en Homicidios, los incontables detalles, los cientos de pistas falsas que había que seguir, revisar, volver a seguir. Los informes, el papeleo, las entrevistas a mansalva que se entrometían en las vidas de desconocidos. A veces, había suerte, pero la mayoría de ellas no era así. La gente se enfadaba con uno y no se les podía culpar. ¿Cuántas veces le habían preguntado por qué se dedicaba a aquello? ¿A dar su vida por un oficio irritante y morboso, repugnante? Él solía encogerse de hombros y decir que un día se había despertado y se había dado cuenta de que aquél era su medio de ganarse la vida. Pero en su fuero interno lo sabía, y por eso lo hacía. No sabía de dónde surgía o cómo lo había incorporado. Pero sabía qué era. El sentimiento de que las víctimas también tienen un derecho. Y sus amigos, y las familias que los quieren. Los asesinatos no podían quedar en la impunidad. Sobre todo si se pensaba de ese modo y se tenía la experiencia y la autoridad para hacer algo.

Giró hacia la izquierda y cruzó un puente sobre el Sena. No había sido su intención hacer esa maniobra. Ahora estaba perdido y el mapa se le había invertido. Luego se dio cuenta de que seguía un flujo de tráfico que pasaba por delante de la torre Eiffel. En ese momento, uno de esos detalles que siempre lo perseguían después de una entrevista o un interrogatorio, comenzó a punzarle en un rincón de la conciencia. El mismo tipo de punzada que le había hecho llamar al piso de Vera aquella tarde, sólo para ver quién contestaba.

Cogió el carril de la izquierda y siguió hasta encontrar la primera calle lateral, giró y volvió atrás. Se desplazaba por uno de los lados del parque, y entre los árboles divisó la estructura metálica iluminada en la base de la torre Eiffel. Un poco más allá, un coche salió de su aparcamiento junto a la acera y se alejó. McVey pasó junto a la plaza vacía, retrocedió y aparcó. Al salir, se levantó la chaqueta para protegerse de la lluvia y se frotó las manos para calentarlas. Siguió un sendero que bordeaba el Campo de Marte. La torre Eiffel se erguía a lo lejos.

Los jardines del parque estaban a oscuras y era difícil ver. Las ramas de los árboles que colgaban sobre el sendero lo protegían de la lluvia, y McVey intentó caminar bajo ellas. Su aliento se hacía visible en el aire claro de la noche. Se sopló las manos y las guardó en los bolsillos del impermeable.

Pasó cautelosamente junto a unas obras en la acera y caminó otros cincuenta metros en dirección al sector iluminado, desde donde se veía con claridad la torre irguiéndose en el cielo de la noche. De pronto, resbaló y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio y caminó hasta donde una farola iluminaba un banco del parque. La luz de la torre se derramaba sobre el césped que acababa de cruzar. La mayor parte de la superficie estaba removida para plantar césped nuevo. Apoyó una mano contra la baranda y se miró el zapato. Estaba mojado y cubierto de lodo. Vio lo mismo en el otro zapato. Satisfecho, se volvió y caminó hacia el coche. Era la razón por la que había venido. A verificar una sencilla respuesta a una pregunta igualmente sencilla. Osborn había dicho la verdad sobre lo del lodo.

Capítulo 25

Michéle Kanarack jamás había visto a su marido tan frío y distante.

Estaba sentado, vestido sólo con ropa interior, una camiseta gastada y unos calzoncillos American Jockey, mirando por la ventana de la cocina. Eran las nueve y diez minutos de la noche. De regreso a casa a las siete, se había sacado la ropa y la había puesto inmediatamente en la lavadora. Después, lo primero que buscó fue el vino, pero se detuvo bruscamente, después de beber medio vaso. Luego pidió su cena y comió en silencio. No había dicho palabra desde entonces.

Michéle lo miraba sin saber qué decir. Lo habían despedido, de eso no cabía duda. Cómo y por qué, no tenía idea. Lo último que le había dicho era que se marchaba a Rouen con el señor Lebec a estudiar el posible emplazamiento de una nueva panadería. Ahora, apenas veinticuatro horas después, allí estaba, vestido con sólo la ropa interior y mirando hacia la noche.

La noche era algo que Michéle había heredado de su padre. Tenía cuarenta y un años cuando nació ella, y trabajaba como mecánico cuando los alemanes habían invadido París. Como miembro de la Resistencia, todas las noches subía tres horas al tejado del edificio después del trabajo para observar y tomar nota del tránsito de los vehículos militares nazis.

Diecisiete años después de que la guerra hubo terminado, llevó a la pequeña Michéle, de cuatro años, al edificio donde había vivido y subió con ella al tejado para enseñarle lo que hacía durante la ocupación. Como por arte de magia, los vehículos de la calle se habían convertido en tanques, camiones y motocicletas nazis, y los peatones fueron de pronto soldados nazis con rifles y ametralladoras. No importaba que Michéle no entendiera el objetivo de lo que su padre había hecho. Lo que sí importaba era que, al llevarla a ese edificio y subir con ella al tejado oscuro para contarle qué había hecho y cómo lo había hecho, compartía con ella un pasado secreto y peligroso, algo muy especial y personal. Y cuando Michéle se acordaba de él, era algo que cobraba importancia.

Ahora, deseaba que su marido fuera como su padre. Si las noticias eran malas, eran malas. Se querían, estaban casados y esperaban el nacimiento de un hijo. La oscuridad del exterior hacía aún más dolorosa la comprensión de su distancia.

Al otro lado de la habitación, se detuvo la lavadora al llegar al final del ciclo. Henri se levantó inmediatamente, abrió la escotilla y sacó su ropa de trabajo. La miró y lanzó una imprecación, cruzó la habitación y abrió violentamente la puerta de un armario. Empezó a meter la ropa aún mojada en una bolsa de basura y la selló con cinta plástica.

– ¿Qué haces? -preguntó Michéle.

El levantó bruscamente la mirada.

– Quiero que te vayas de aquí -dijo-. Que te vayas a casa de tu hermana en Marsella. Vuelve a usar tu nombre de soltera y cuéntales a todos que te he dejado, que soy un asqueroso, y que no tienes idea de adonde he ido.

– ¿Qué dices? -preguntó Michéle, con una mirada de estupor en el rostro.

– Haz lo que te digo. Quiero que te vayas, ahora. Esta misma noche.

– Henri, por favor dime qué sucede, por favor.

Como respuesta, Kanarack tiró la bolsa de basura al suelo y entró en la habitación.

– Henri, por favor, déjame ayudar… -imploró Michéle, y de pronto se dio cuenta de que Kanarack hablaba en serio. Entró en la habitación detrás de él, casi muerta de miedo, y se paró en la puerta mientras él sacaba dos viejas maletas de debajo de la cama. Las empujó hacia ella.

– Llévate éstas -dijo-. Podrás meter suficientes cosas dentro.

– ¡No! ¡Soy tu mujer! ¿Qué diablos pasa? ¿Cómo puedes decir estas cosas sin darme una explicación?

Kanarack la miró un rato largo. Quería decir algo pero no sabía cómo. Y luego, fuera, sonó el claxon de un coche, una vez, dos veces. Michéle entrecerró los ojos. Lo empujó a un lado al dirigirse a la ventana. Abajo, en la calle, vio el Citroen blanco de Agnés Demblon con el motor en marcha, y los humos del escape ascendiendo en el aire de la noche.

Henri la miró.

– Te quiero -dijo-. Ahora, vete a Marsella. Te enviaré dinero.

Michéle se apartó de él.

– No fuiste a Rouen. ¡Estabas con ella!

Kanarack no dijo nada.

– Vete a la mierda, cabrón. ¡Vete con tu maldita Agnés Demblon!

– Tú eres la que debe irse -dijo él.

– ¿Por qué? ¿Tal vez piensa ella trasladarse aquí?

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