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Elton Lybarger estaba sentado en una silla de respaldo alto mirando a Joanna, que permanecía inmóvil desde hacía cinco minutos. De no ser por la leve agitación bajo el camisón, Lybarger se habría arriesgado a llamar en busca de ayuda. Tenía miedo de que Joanna se encontrara enferma.

Había encontrado el vídeo hacía una hora escasamente. Lybarger no podía conciliar el sueño y buscó algo que leer en la biblioteca. Últimamente no le resultaba fácil dormir. Cuando lo lograba, se sumía en sueños extraños y deambulaba entre gentes y lugares que le parecían familiares pero en los que no tenía ninguna confianza. Los momentos que vivía eran tan diferentes como las personas y recordaba tiempos diversos, desde la Europa de la preguerra hasta los últimos incidentes de aquella mañana.

Entró en su biblioteca, revisó algunos periódicos y revistas. Aún insomne, salió a los alrededores de la casa. Vio la luz encendida en el bungalow de sus sobrinos Eric y Edward. Fue hasta la puerta y llamó. Al no contestar nadie, se tomó la libertad de entrar.

En el salón, lujosamente amueblado, destacaba un gigantesco hogar de piedra. Equipos de última tecnología de vídeo y sonido compartían las estanterías con numerosos trofeos de atletismo. Las puertas de los dormitorios del fondo estaban cerradas.

Pensando que sus sobrinos dormían, Lybarger se disponía a retirarse cuando se fijó en un sobre grande que había en una estantería junto a la puerta, probablemente destinado a un mensajero. Leyó «tío Lybarger» y pensando que él era el destinatario, lo abrió y encontró un vídeo. Intrigado, lo cogió y se lo llevó a su estudio. Lo introdujo en el vídeo, encendió el televisor y se sentó a mirar lo que los chicos habían querido enviarle.

Se vio a sí mismo chutando una pelota de fútbol con Eric y Edward. Luego escuchó una breve intervención política que había grabado siguiendo las rigurosas instrucciones de su logopeda, un profesor de teatro en la Universidad de Zurich. Y luego, la secuencia más sorprendente. El y Joanna estaban juntos en la cama. En la pantalla aparecían todo tipo de números y Von Holden los observaba, desnudo como Dios lo había enviado al mundo.

Joanna era su amiga y compañera. Era como una hermana, casi como su hija. Lybarger se horrorizó ante las imágenes. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sucedido aquello? No guardaba absolutamente ningún recuerdo de lo que veía y tuvo la sensación de que sucedía algo muy grave. Se preguntó si Joanna sabría algo de aquello. ¿Acaso se trataba de un juego sucio en colaboración con Von Holden? Descontrolado por el asombro y la indignación, Lybarger se dirigió inmediatamente a la habitación de Joanna. La despertó de un sueño profundo y le exigió, airado y a voz en cuello, que viera el vídeo inmediatamente.

Confundida y algo más que molesta por esa actitud y por su presencia en la habitación, Joanna hizo lo que Lybarger le pedía. Ahora, mientras veían pasar el vídeo, la invadía la misma desazón. La horrible pesadilla de unas noches atrás, pensó, no había sido tal, sino un recuerdo nítido de lo que realmente había sucedido.

Al terminar, Joanna apagó el aparato y se volvió a mirar a Lybarger. El hombre estaba pálido y temblaba, igual de consternado que ella.

– ¿Usted no lo sabía? -preguntó ella-. ¿No tenía idea de que esto hubiera sucedido?

– ¿Y usted tampoco?

– No, señor Lybarger. Le puedo asegurar que no tenía ni idea.

De pronto se escuchó un toque seco en la puerta. Inmediatamente después se abrió y entró Frieda Vossler, de unos veinticinco años, una mujer de mentón cuadrado, miembro de las fuerzas de seguridad de Anlegeplatz.

Minutos más tarde, Salettl y el jefe de seguridad Springer entraban en la habitación de Joanna. Encontraron a un Lybarger indignado que hacía chocar una y otra vez el vídeo en la palma de la mano mientras increpaba a Frieda Vossler, exigiendo que le explicaran qué significaba semejante atropello.

Salettl le quitó tranquilamente el vídeo y le pidió que se relajara, advirtiéndole que su reacción podía costarle un segundo infarto. Dejó a Joanna con los agentes de seguridad y acompañó a Lybarger a su habitación. Le tomó la presión y lo metió en la cama después de administrarle una fuerte dosis de somnífero mezclada con una droga psicodélica. Lybarger dormiría y su sueño estaría habitado por imágenes irreales y fantásticas. Salettl confiaba en que confundiría los sueños con el incidente del vídeo y la visita a la habitación de Joanna.

La terapeuta, por el contrario, se había mostrado menos comprensiva, y cuando Salettl volvió a su habitación, pensó que debería despedirla inmediatamente y enviarla a Estados Unidos en el primer vuelo. Después pensó que su ausencia sería aún más perturbadora. Lybarger se había acostumbrado a Joanna y dependía de ella para su bienestar físico. Era ella quien lo había hecho progresar de tal manera que había logrado hacerlo caminar sin ayuda del bastón. Era imposible predecir su reacción si no la encontraba a su lado. No, Salettl decidió que no podía despedirla. Era de una importancia vital que ella acompañara a Lybarger a Berlín y permaneciera junto a él hasta el momento del discurso. Con una actitud sumamente discreta, Salettl la convenció, por el bien de Lybarger, de que volviera a la cama.

Le aseguró que por la mañana le darían una explicación de lo que había visto.

Asustada, irritada y emocionalmente agotada, Joanna había tenido la entereza suficiente para no presionar demasiado.

– Sólo quiero que me diga -exigió-, quién sabía de esto además de Pascal. ¿Quién filmó la maldita escena?

– No lo sé, Joanna. Desde luego, yo no la he visto, de modo que ni siquiera sé de qué se trata. Por eso te pido que esperes hasta mañana y te podré dar una respuesta clara.

– Bien -dijo ella, y esperó a que todos salieran para cerrar la puerta con llave.

Salettl no dudó en dejar a la agente Frieda Vossler custodiando la puerta y dio instrucciones para que nadie entrara ni saliera sin su permiso.

Cinco minutos más tarde estaba sentado ante su mesa de escritorio. Era la madrugada del jueves. En menos de treinta y seis horas, Lybarger estaría en Berlín preparándose para su presentación en el Palacio de Charlottenburg. Después de todo el tiempo transcurrido y en vísperas del gran momento, no se podía considerar la posibilidad de que algo fallara en Anlegeplatz. Cogió el teléfono y llamó a Uta Baur, en Berlín, sabiendo que la despertaría. Uta cogió la llamada en su estudio.

– Guten Morgen -dijo con voz cortante y despierta. Eran las cuatro de la mañana y ya había empezado a trabajar.

– Creo que debe saber… que se ha producido cierta confusión en Anlegeplatz.

Capítulo 86

El reloj de Osborn marcaba casi las dos y media de la madrugada, hora de Londres, jueves 13 de octubre. Eran las cuatro y media en Berlín.

Junto a él, en la oscuridad, veía a Clarkson vigilando el tablero de mandos de luces rojas y verdes del Beechcraft Baron y manteniendo la velocidad fija a poco más de trescientos kilómetros por hora. Atrás, McVey y Noble dormitaban cómodos, más parecidos a un par de abuelos que a unos inveterados inspectores de Homicidios. Más abajo, el Mar del Norte brillaba a la luz de la media luna, embravecido con la marea alta que azotaba la costa holandesa.

Al cabo de un rato viraron a la derecha y entraron en el espacio aéreo holandés. Cruzaron por encima del oscuro reflejo del Ijsselmeer y poco después giraron hacia el este por encima de los campos hacia la frontera alemana.

Osborn intentaba imaginarse a Vera encerrada en una casa de la campiña francesa. Pensó en una granja con una larga entrada de manera que los guardias armados podían divisar a una persona mucho antes de que se acercara. O tal vez no. Tal vez se trataba de una casa moderna de dos pisos junto a la vía del ferrocarril en un pueblo pequeño que veía pasar una docena de trenes al día. Una casa cualquiera, como miles de otras en toda Francia, de aspecto corriente, con un coche de cinco años aparcado a la entrada. Sería el último lugar donde se le ocurriría buscar a un agente de la Stasi.

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