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Osborn también debió de haberse adormecido, porque lo primero que vio fue la luz lejana del amanecer en el momento en que Clarkson comenzaba a penetrar en un ligero manto de nubes. Vio el río Elba directamente abajo, oscuro y liso, como un faro dándoles la bienvenida, extendiéndose hacia delante hasta perderse de vista.

Siguieron el descenso bordeando la orilla sur a lo largo de otros treinta kilómetros hasta que en la distancia aparecieron las luces del poblado rural de Havelberg.

McVey y Noble se habían despertado y miraron el paisaje mientras Clarkson inclinaba el ala izquierda y bajaba abruptamente. Girando en redondo, redujo y bajó en un vuelo rasante casi silencioso sobre los campos envueltos en la penumbra. En ese momento, una señal en tierra parpadeó dos veces y luego se apagó.

– Bajemos -dijo Noble.

Clarkson asintió con la cabeza y enfiló el morro del aparato. Aceleró brevemente los motores de trescientos caballos y describió una abrupta curva a la derecha, volvió a reducir y bajó. Se oyó un ruido sordo cuando cayó el tren de aterrizaje, Clarkson estabilizó el aparato y sobrevoló las copas de los árboles. Delante de ellos apareció una franja de luces azules flanqueando una pista de césped. Al cabo de un minuto, las ruedas tocaron tierra, el morro del aparato bajó y la rueda delantera rozó el suelo. Las luces de aterrizaje se apagaron inmediatamente y se oyó un potente rugido del motor cuando Clarkson revirtió la potencia. Unos cien metros más allá, el Barón se detuvo.

– ¡McVey!

Al nombre, pronunciado con un marcado acento alemán, siguió una risa sonora cuando McVey bajó y pisó la hierba mojada de rocío de los bosques del Elba, unos cien kilómetros al noroeste de Berlín. McVey sintió el abrazo poderoso de un hombre descomunal vestido con vaqueros y cazadora de cuero.

El teniente Manfred Remmer, de la Bundeskriminalamt, la policía federal alemana, medía más de metro noventa y pesaba más de cien kilos. Remmer era un tipo franco y extrovertido, y con diez años menos podría haber jugado de defensa lateral en cualquier equipo de liga profesional de rugby. Aún era un hombre sólido y de gran destreza física. Estaba casado y tenía cuatro hijas. A sus treinta y siete años, conocía a McVey desde hacía doce cuando, aún inspector novel, fue enviado al departamento de policía de Los Ángeles en el marco de un programa de intercambio internacional.

En Los Ángeles lo asignaron a una patrulla durante tres semanas en la sección de robos y homicidios y durante ese período tuvo a McVey como compañero. En esas tres semanas, el recluta Manfred Remmer estuvo presente en seis sesiones judiciales, nueve autopsias, siete detenciones y veintidós sesiones de interrogatorios. Trabajó seis días a la semana y quince horas al día. Siete de esos días no estaban pagados y tuvo que dormir en un sofá del apartamento de McVey en lugar de la habitación de hotel de que disponían para casos urgentes. En los dieciséis días que trabajaron él y McVey, detuvieron a cinco narcotraficantes con órdenes de captura por asesinato y siguieron la pista, detuvieron y obtuvieron una confesión completa de un hombre acusado de matar a ocho mujeres jóvenes. Hoy día, ese hombre, Richard Homer, espera el día de su ejecución en la quinta galería de la prisión de San Quintín, después de haber agotado a lo largo de una década todos los recursos de apelación posibles.

– Me alegro de verte, McVey. Me alegro de verte en forma y de que hayas venido -dijo Remmer mientras conducía a toda velocidad un Mercedes Benz camuflado. Salieron del bosque hacia un camino de tierra-. Me he enterado de ciertas cosas a propósito de tus amigos en Interpol, Herr Klass y Halder. No ha sido fácil pillarlos. Prefería decírtelo en persona y no por teléfono… ¿Podemos hablar? -preguntó mirando por encima del hombro a Osborn, sentado atrás junto a Noble.

– Sí, se puede -dijo McVey guiñándole un ojo a Osborn. Ya no había necesidad de seguir manteniéndolo al margen de lo que estaba sucediendo.

– Herr Hugo Klass nació en Munich en 1937. Después de la guerra viajó con su madre a Ciudad de México. Luego emigraron a Brasil, Río de Janeiro y Sao Paulo. -Remmer hizo botar el coche al pasar sobre un enrejado de desagüe y aceleró al llegar al tramo pavimentado. El cielo comenzaba a despejarse y brillaba suavemente sobre el perfil barroco de los edificios de Havelberg.

– En 1958 -continuó-, Klass volvió a Alemania para ingresar en la fuerza aérea y más tarde en la Bundesnachrichtendienst, los Servicios de Inteligencia de Alemania Federal, donde adquirió su reputación como experto en huellas dactilares. Luego…

– Empezó a trabajar en el cuartel general de Interpol. Es exactamente lo mismo que nos dijo el MI6 -dijo Noble inclinándose sobre el asiento delantero.

– Muy bien -sonrió Remmer-. Ahora cuéntenos el resto.

– ¿El resto? Si eso es todo lo que hay.

– No hay más información. ¿No tiene historia familiar?

– Lo siento -dijo Noble tajante, y volvió a reclinarse en el asiento-. Es todo lo que sé.

– No nos deje en ascuas -dijo McVey, y se puso las gafas oscuras cuando aparecieron los primeros destellos de sol en el horizonte.

En la distancia, Osborn vio un Mercedes sedán gris que salía de un camino lateral hacia la carretera en el mismo sentido que ellos. Iba más lento que el coche de Remmer, pero cuando éste se acercó, aceleró y Remmer mantuvo cierta distancia por detrás. Al cabo de un momento vio que los seguía un coche de las mismas características. Osborn se volvió y vio a dos hombres en el asiento delantero. Entonces, por primera vez, se percató del fusil ametrallador en la cartuchera adosada a la puerta de Remmer, junto a su codo. Era evidente que los hombres que iban delante y detrás eran de la Policía Federal. Remmer no quería correr ningún riesgo.

– No se llama Klass de nacimiento. Se llama Haussmann. Durante la guerra su padre, Erich Haussmann, pertenecía al Schutzstaffel, la SS, número de identificación 337795. También perteneció a la Sicherheitsdienst es decir, la SD, los servicios de seguridad del partido nazi. -Remmer siguió al primer Mercedes hacia el sur en dirección a la Uberregiónale Fernverkehrsstrasse, la red de autopistas regionales. Los tres coches comenzaron a correr más rápido.

– Dos meses antes de que la guerra terminara, Herr Haussmann se esfumó. La señora Bertha Haussmann recuperó su apellido de soltera, Klass. La señora Haussmann no era una mujer adinerada cuando salió con su hijo de Alemania rumbo a Ciudad de México, en el 46. Sin embargo vivió en una villa con un cocinero y una empleada que llevó consigo cuando se marchó a Brasil.

– ¿Cree que los exiliados nazis le prestaron su apoyo después de la guerra? -preguntó McVey.

– Puede que sí. Pero ¿quién podría demostrarlo? Se mató en un accidente de coche en 1966 en las afueras de Río. De todos modos, se sabe que mientras vivieron en Brasil, Erich Haussmann la visitó a ella y a su hijo en al menos veinticinco ocasiones.

– Dice que el padre se «esfumó» antes de que terminara la guerra -dijo Noble volviendo a inclinarse hacia delante.

– Y viajó directo a América del Sur con el padre y el hermano mayor de Rudolf Halder, vuestro hombre en Interpol, Viena. Halder es el experto que ayudó a reconstruir las huellas dactilares de Albert Merriman a partir del cristal que se encontró en el piso del detective privado, Jean Packard. -Remmer sacó un paquete de tabaco de encima del tablero, lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió.

– EÍ verdadero nombre de Halder era Otto -dijo, y exhaló el humo-. Su padre y su hermano mayor pertenecían a la SS y a la SD, igual que el padre de Klass. Halder y Klass tienen la misma edad, cincuenta y cinco años. Vivieron sus años de formación en la Alemania nazi y además en el hogar de auténticos fanáticos del partido. Pasaron su adolescencia en América del Sur donde fueron educados, vigilados y financiados por exiliados nazis.

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