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– Oui, monsieur, justo donde se encuentra usted ahora. La puerta de la cocina da a un pequeño pasillo y al final hay una escalera que sube hasta la acera. Pero ¿por qué? Aquí está a salvo y…

– Mera, Philippe. Mero beaucoup -dijo Osborn.

Colgó y volvió a llamar al hotel Vieux. Si McVey recibía sus mensajes, el presente le subiría los ánimos. Fijaría un lugar y una hora para que se encontraran.

A las siete de la tarde, en la terraza principal de La Coupole en el bulevar de Montparnasse. Era el lugar donde había visto vivo por última vez a Jean Packard y el único sitio en París que le era lo bastante familiar para saber que a esa hora estaría lleno de gente. Sería difícil que en esas condiciones el hombre alto se arriesgara a dispararle.

Cinco minutos más tarde abrió una puerta y subió los pocos peldaños hasta la acera. El aire de la tarde era claro y limpio, y las barcazas se deslizaban río abajo por el Sena. Al final de la calle divisó a los policías que montaban guardia frente al edificio. Dio media vuelta y caminó en dirección opuesta.

A la cinco y veinte, Paul Osborn salió de Aux trois quartiers, una gran galería comercial del bulevar de la Madeleine, y caminó una manzana hasta la estación de metro. Se había cortado el pelo y vestía un traje azul oscuro a rayas, camisa blanca y corbata. Su aspecto ya no era el de un fugitivo.

Se detuvo en la consulta del doctor Alain Cheysson en la rué de Bassano, cerca del Arco de Triunfo. Cheysson era urólogo, dos o tres años más joven que él. Habían comido juntos en Ginebra y habían intercambiado tarjetas con la promesa de llamar si Osborn iba a París o Cheysson a Los Ángeles. Osborn se había olvidado por completo de él hasta que decidió que le examinaran la mano y hacerlo de la manera menos conspicua posible.

– ¿Qué pasó? -preguntó Cheysson. Entraba en la consulta donde esperaba Osborn con las radiografías que había hecho su ayudante.

– Prefiero no decírselo -dijo él con una sonrisa forzada.

– De acuerdo -dijo Cheysson sonriendo comprensivo, y le puso un vendaje nuevo-. Fue un cuchillo. Muy doloroso, desde luego, pero teniendo en cuenta que es cirujano, ha tenido mucha suerte.

– Sí, ya lo sé…

Eran las seis menos diez cuando Osborn salió de la boca del metro y echó a caminar por el bulevar Montparnasse. La Coupole quedaba a menos de tres manzanas y aún faltaba una hora. Tiempo de observación o al menos para intentar observar en caso de que la policía quisiera montar un cerco. Se detuvo en una cabina telefónica y llamó al hotel de McVey. Le comunicaron que el inspector había recibido su mensaje.

– Mera.

Colgó y salió. Empezaba a oscurecer y las aceras se llenaban de la multitud que salía del trabajo. Al otro lado de la calle, unos metros más allá estaba La Coupole. Directamente a su izquierda había un pequeño café con una ventana lo bastante amplia para observar el ajetreo de la calle. Entró y escogió una mesa pequeña cerca de la ventana con vistas a la calle, pidió una copa de vino y se sentó a esperar.

Había tenido suerte. Los resultados de las radiografías de la mano, tal como había pensado, eran negativos. A pesar de que Cheysson era urólogo y no especialista de la mano, le había asegurado que no había daños permanentes. Osborn le agradeció su ayuda y quiso pagar la consulta, pero Cheysson se negó.

– Mon ami -dijo, con tono algo irónico-, si algún día me anda buscando a mí la policía de Los Ángeles, sé que cuento con un amigo que me ayudará sin decirle nada a nadie. Un amigo que ni siquiera guarde un comprobante de la consulta, ¿me entiende?

Cheysson lo había invitado a pasar inmediatamente y lo atendió sin hacer preguntas, a sabiendas de que a Osborn lo buscaba la policía y que, al ayudarlo, corría un riesgo. Sin embargo no había dicho nada. Al final se habían abrazado y Cheysson le había estampado un beso en la mejilla, a la manera de los franceses, deseándole suerte. Era lo menos que podía hacer, dijo, con un colega que había compartido su mesa en Ginebra.

De pronto Osborn dejó la copa y se inclinó para mirar. Un coche de policía había aparcado enfrente. Se bajaron dos gendarmes y entraron en La Coupole. Un momento después salieron con un hombre esposado. El tipo iba bien vestido y estaba alegre, algo agresivo y aparentemente borracho. Los transeúntes se detuvieron a observar mientras los agentes lo introducían en el asiento trasero. Un gendarme se sentó a su lado y el otro al volante. El coche se alejó acompañado del ulular de la sirena y del destello de las luces azules.

Todo podía suceder así de rápido. Osborn levantó la copa y miró el reloj. Eran las seis y cuarto.

Capítulo 68

A las siete menos diez, el taxi de McVey aún avanzaba penosamente siguiendo el tráfico. Al fin y al cabo, pensaba el policía, aquello era preferible a tener que conducir el Opel para ir de un lado a otro de París.

Sacó una agenda de tapas gastadas y miró las notas de aquel día, lunes 10 de octubre. Destacaba la anotación «Osborn… La Coupole, blvd. Montparnasse, 19 h.» Más arriba, un mensaje de Barras. El representante de los neumáticos Pirelli había examinado el molde de la huella del parque junto al río. El dibujo de los neumáticos correspondía a una partida fabricada especialmente para una gran firma de automóviles con contrato con Pirelli para incoporar a sus coches aquellos neumáticos. Se habían incorporado en doscientos modelos Ford Sierra, de los cuales se habían vendido ochenta y siete en las últimas seis semanas. Se estaba elaborando una lista de los clientes que estaría disponible el martes por la mañana. Además, el laboratorio de la policía había examinado el trozo de espejo que McVey había recogido en la calle después del tiroteo en el apartamento de Vera Monneray. Correspondía a un coche Ford pero era imposible decir de qué modelo se trataba. Se había dado orden a la policía para que informara sobre cualquier vehículo Ford o Ford Sierra con un espejo lateral roto.

La última nota en la página del 7 de octubre de la agenda de McVey registraba el mondadientes que había descubierto él entre las agujas de pino antes de encontrar la huella de la rueda. La persona que había usado el palillo era un «secretor», perteneciente a un grupo específico constituido por el sesenta por ciento de la población, personas portadoras de cierta sustancia en la sangre. A partir de otros fluidos del cuerpo, como la orina, el semen y la saliva, se podía definir el grupo sanguíneo. El grupo sanguíneo del secretor del bosque coincidía con la sangre que habían encontrado en el suelo de la cocina de Vera Monneray. Tipo O.

El taxi se detuvo frente a La Coupole exactamente a las siete y siete minutos. McVey pagó, bajó del coche y entró en el restaurante.

La gran sala del fondo estaba reservada a los clientes de la cena y sólo había unas pocas mesas ocupadas. Pero la terraza interior frente a la acera estaba repleta, sumida en el ajetreo y el bullicio.

McVey se paró en la puerta y miró a su alrededor. Si Osborn estaba allí, no lo veía. Pasó junto a un grupo de ejecutivos, encontró una mesa vacía cerca del fondo y se sentó.

Los tentáculos de la Organización llegaban mucho más allá de las actividades de sus miembros. Al igual que numerosas empresas, la Organización contrataba los servicios de terceros y normalmente aquella gente no tenía idea de para quién trabajaban.

Colette y Sami eran dos amigas del instituto, chicas de familia adinerada y colgadas de la droga. Por eso hacían lo que fuera necesario para satisfacer su adicción sin que sus familias se enteraran. Eso las convertía en personal disponible a casi cualquier hora y casi para cualquier tarea. Lo del lunes era sencillo. Tenían que vigilar la entrada de un edificio de apartamentos en el 18 Quai de Bethune que la policía no custodiaba. Era la entrada del piso del portero. Si salía un hombre atractivo de unos treinta y cinco años, debían informar de ello y luego seguirlo.

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