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La pierna le palpitaba con tal intensidad que Osborn no sabía cuánto tiempo podría soportar el dolor sin recurrir a un analgésico.

Puso las manos sobre la mesa y se levantó. El súbito movimiento le provocó mareos y durante un momento sólo acertó a permanecer de pie y quedarse quieto rogando que no cayera al suelo.

Un grupo de jugadores que entraba al local lo vieron y se apartaron. Vio que uno de ellos hablaba con Levigne mientras lo señalaba. ¿Qué otra cosa podía esperar, con ese aspecto? Con los ojos vidriosos, apenas capaz de sostenerse en pie, con la ropa rasgada, empapada y maloliente, parecía un descastado del infierno.

Pero ahora no podía ocuparse de ellos.

Volvió a mirar el teléfono. Estaba a menos de diez pasos pero si hubiera estado en California habría sido lo mismo. Cogió el bastón de la rama de árbol con que había llegado hasta allí, lo afirmó por delante y avanzó.

«La mano derecha con el bastón seguida del pie derecho. Levantar el pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho. Traer el pie izquierdo hacia delante. Detenerse. Respirar profundo.

»El teléfono está más cerca ahora.

»¿Listo? Una vez más. Mano derecha, pie derecho. Levantar el pie izquierdo.» A pesar de que estaba totalmente concentrado en sus movimientos y en el objetivo hacia el que se dirigía, Osborn sabía que la gente que había en el salón lo observaba. Los rostros eran borrosos.

Luego escuchó una voz. Su propia voz. Le estaba hablando a él. Con claridad y precisión.

«La bala está alojada en algún lugar detrás del muslo. No estoy seguro dónde exactamente. Pero hay que sacarla…

»Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho…

»Practicar una incisión vertical siguiendo la parte media del muslo trasero desde el pliegue inferior de la nalga.» De pronto se encontraba de nuevo en la Facultad de Medicina, citando la «Anatomía» de Gray. ¿Cómo era posible que aún recordara todo de carrerilla?

«Mano derecha, pie derecho. Pie izquierdo. Detente y descansa. -Al otro lado de la sala, aún lo miraban-. Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo.

«Tienes el teléfono enfrente tuyo.»

Agotado, Osborn estiró la mano hacia el auricular y lo desenganchó.

«Paul, tienes una bala alojada en la parte posterior del muslo. Tenemos que sacarla ahora mismo.»

«Ya lo sé, joder. Ya lo sé. ¡Sacadla ahora inmediatamente!»

– Ya ha salido. No te muevas.

– ¿Sabes quién soy?

– Desde luego.

– ¿Qué día es hoy?

– Es… -vaciló Osborn-. Es sábado.

– Has perdido el avión -dijo Vera, sacándose los guantes quirúrgicos. Se volvió y salió de la habitación.

Osborn se relajó y miró a su alrededor. Estaba en el piso de Vera, desnudo, tendido boca abajo en la habitación de invitados. Al cabo de un momento volvió Vera con una jeringa en la mano.

– ¿Qué es eso? -preguntó Osborn.

– Te podría decir que es sucinilcolina -dijo ella, con una sonrisa irónica-. Pero no sería verdad -agregó, y colocándose a sus espaldas le limpió una zona de la nalga con un algodón empapado en alcohol. Introdujo la jeringa y le administró el contenido-. Es un antibiótico. Debería administrarte seguramente una dosis de antitétanos. Dios sabe lo que había en ese río además de Henri Kanarack.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Osborn, y de pronto todo lo sucedido desfiló como un rayo por su mente.

Vera se inclinó y lo tapó suavemente con una manta hasta los hombros para que conservara el calor. Luego se sentó en una silla de lectura, una otomana de cuero situada frente a él.

– Te desmayaste en el salón de un club de golf a unos cuarenta kilómetros de aquí. Pero lograste darles mi número. Una amiga me prestó el coche. La gente del club de golf fue muy amable. Me ayudaron a meterte en el coche. Sólo llevaba unos tranquilizantes y te los di todos.

– ¿Todos?

Vera sonrió.

– Hablas mucho cuando estás jodido. Sobre todo de hombres. Henri Kanarack, Jean Packard, tu padre.

En la distancia escucharon la sirena de una ambulancia y la sonrisa se le borró del rostro.

– He ido a la policía -dijo.

– ¿A la policía?

– Anoche. Estaba preocupada. Buscaron en tu habitación del hotel y encontraron la sucinilcolina. No saben qué es ni para qué sirve.

– Pero tú sí lo sabes…

– Ahora lo sé, sí.

– Me resultaba muy difícil contártelo, ¿no crees? -A Osborn le pesaban los párpados y comenzaba a perder el sentido-. ¿La policía? -preguntó, con voz débil.

Vera se levantó, fue al otro lado de la habitación y encendió una pequeña lámpara en un rincón y apagó la del techo.

– No saben que estás aquí -dijo-. Al menos, no lo creo. Cuando encuentren el coche de Kanarack con tus huellas vendrán a preguntarme si te he visto o si he hablado contigo.

– ¿Qué les dirás?

Vera veía que Osborn intentaba mantener el control de la situación y que quería saber si había cometido un error al llamarla o si podía confiar en ella. Pero estaba demasiado agotado. Los párpados se le cerraron y se volvió a hundir lentamente en la almohada.

Ella se inclinó sobre él y le rozó la frente con los labios.

– Nadie lo sabrá -dijo-. Lo prometo.

Osborn no la oyó. Ahora caía, dando tumbos. No estaba en sus cabales. Jamás la verdad había sido tan rotunda ni tan horripilante. Él había querido ser médico porque deseaba mitigar el sufrimiento y el dolor a sabiendas de que jamás podría sanar su propio dolor. La gente no veía más que la imagen de un médico atento y preocupado. Jamás habían visto la otra cara de su personalidad porque no existía. No había nada y jamás habría nada hasta que murieran los demonios que la habitaban. Henri Kanarack sabía cosas que podrían haberlos matado pero no había sucedido así. De pronto su caída se interrumpió y abrió los ojos. Era otoño en New Hampshire y él estaba en el bosque con su padre. Los dos reían y saltaban sobre las piedras para cruzar una laguna. El cielo era azul, las hojas brillaban y el aire estaba seco y puro.

En aquel entonces tenía ocho años.

Capítulo 42

– ¡Hola, McVey! -saludó Benny Grossman. Con la misma rapidez le dijo que lo llamaría inmediatamente y colgó. Era el sábado por la mañana en Nueva York y media tarde en Londres.

En la diminuta habitación del hotel de la calle de la Media Luna que Interpol le había ofrecido tan generosamente, McVey se sirvió una medida de dos dedos de whisky Famous Grouse en un vaso sin hielo -en el hotel no tenían hielo- y esperó que Benny volviera a llamar.

Había pasado la mañana con Ian Noble, con el doctor Michaels, el joven patólogo de la Oficina Central y el doctor Stephen Richman, el especialista en micropatología que había descubierto el frío extremo a que se había sometido la cabeza cercenada de John Doe.

Después de una minuciosa búsqueda ordenada por Scotland Yard, ninguna de las dos empresas de suspensión criogénica de Gran Bretaña, Cryonetic Sepulture, en Edimburgo, o Cryo-Mastaba of Camberwell, en Londres, había denunciado la desaparición de una cabeza o de todo el cuerpo de uno de sus «huéspedes». Así, a menos que existiera una empresa de suspensión criónica sin licencia o que alguien anduviese por Londres con una criocápsula portátil llena de cuerpos o trozos de cuerpos congelados a menos de trescientos grados Fahrenheit, tenían que descartar la idea de que John Doe hubiera solicitado que le congelaran la cabeza por voluntad propia.

McVey, Noble y el doctor Michaels desayunaron y se dirigieron al despacho y laboratorio de Richman en Gower Mews. Richman ya había examinado el cadáver de John Cordell, el cuerpo decapitado hallado en un pequeño piso frente al terreno de juego de la Catedral de Salisbury. Las radiografías del cadáver de Cordell revelaban dos tornillos en la juntura de una fisura del grosor de un cabello en la parte inferior de la pelvis. Era probable que se hubieran extraído los tornillos una vez sellada la fisura si el paciente hubiera vivido suficiente tiempo.

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